El 28 enero de 1936, el artículo “Caos en vez de música”, publicado sin firma en el diario Pravda (que no era precisamente un dechado de verdades), acabó de un solo tajo con la brillante y apenas iniciada carrera operística de Dmitri Shostakovich. Cinco años después, recién iniciado el larguísimo asedio de Leningrado por parte de las tropas alemanas, el músico empezó a componer su Sinfonía núm. 7, radiada luego en las calles y desde posiciones cercanas al ejército invasor por grandes altavoces el 9 de agosto de 1942. Ese mismo año, la obra le valdría a Shostakovich la concesión de su segundo Premio Stalin.
En tan solo un lustro, el compositor pasó, por tanto, del escarnio público (amenaza incluida: “El poder de la buena música para contagiar a las masas se ha sacrificado a un intento ‘formalista’, pequeñoburgués, de crear originalidad haciendo payasadas baratas: es un juego de ingenio inteligente que puede acabar muy mal”) a obtener el galardón más codiciado. En la Unión Soviética estalinista, la frontera entre el cielo y el infierno, entre el ser y el no ser, podía ser una línea finísima, un suspiro imperceptible. Shostakovich aprendió muy pronto la lección y, como un transformista impenetrable, no dejó de aplicarla hasta su muerte, en un hospital de Moscú, en 1975.
Medio siglo después, hemos aprendido muchas cosas sobre él, pero seguimos desconociendo lo más importante. Es fácil despacharlo como un colaboracionista del régimen soviético y, como se ha demostrado fehacientemente desde el gigantesco fraude perpetrado por Solomon Volkov con Testimonio, las supuestas memorias del músico, no ha resultado menos difícil hacerlo pasar por un disidente en la sombra o ya puestos, rizando el rizo, por un agente doble.
Lo más probable, aunque es imposible abandonar el terreno de las conjeturas, es que no fuera nada de todo eso, sino un ser humano falible dotado del instinto de supervivencia con que todos nacemos. La Sinfonía “Leningrado” fue fruto en buena medida de este mismo rechazo instintivo de la extinción, tanto de sí mismo como de sus conciudadanos, por más que él lo presentara de otro modo. El 16 de septiembre de 1941, cuando ya había completado los dos primeros movimientos, afirmó en una alocución radiofónica: “Mis queridos amigos, me dirijo a vosotros desde Leningrado al tiempo que se libran batallas encarnizadas en sus mismas puertas. […] Os hablo desde el frente. […] Ayer por la mañana completé la partitura del segundo movimiento de mi nueva y gran composición sinfónica. […] ¿Por qué me refiero a esto? Lo hago para que todo el mundo sepa que, a pesar de la amenaza que pende sobre Leningrado, la vida en nuestra ciudad continúa como de costumbre, que cada uno de nosotros sigue en su puesto. […] ¡Me dirijo a vosotros, los músicos soviéticos, mis compañeros de armas, mis amigos! Recordad que nuestro país natal, nuestras vidas, nuestra música, se encuentran en gran peligro, así que defendamos nuestro país, nuestras vidas y nuestra música, ¡trabajemos honrada, desinteresadamente!”
Pero entre el editorial de Pravda y este exaltado patriotismo pasaron más cosas, como que la Cuarta Sinfonía, durante cuya gestación el propio Shostakovich había anunciado que estaba llamada a ser su “credo como compositor”, quedó encerrada bajo llave en un cajón y no se estrenaría hasta un cuarto de siglo después, por miedo a que fuera tachada también en su momento de formalista, occidental, burguesa. Pero este gesto privado contrasta con la petición pública de perdón que llegó enseguida de la mano de la Quinta Sinfonía, presentada por una de las primeras críticas como la “respuesta creativa de un artista soviético a una crítica justa”, una afirmación que el propio autor respaldó en un artículo publicado pocos días antes de su estreno en Moscú en 1938 (la primera interpretación pudo escucharse en Leningrado el 21 de noviembre del año anterior bajo la dirección de Yevgueni Mravinski, que daría también a conocer las Sinfonías n.º 6, 8, 9, 10 y 12).
Otro crítico, Aleksei Tolstói, escribió que la sinfonía escondía una suerte de programa en el que se presentaba “la formación de una personalidad”: soviética, faltaría más. En apariencia, Shostakovich había doblado la cerviz, asumiendo sus errores del pasado para congraciarse con un régimen con el que no le quedaba más remedio que convivir. Pero más interesante es, quizá, recordar lo que se dijo en su momento fuera de las fronteras de la Unión Soviética. Leamos primero, por ejemplo, lo que el tantas veces agudísimo y brillante Virgil Thomson, casi siempre certero en sus invectivas, publicó el 18 de octubre de 1942 sobre la Sinfonía “Leningrado”, que le parecía “estar escrita para los cortos de entendederas, los no muy musicales y los trastornados”. Al final echó una última andanada al fuego: “Shostakovich es un músico desbordante, un compositor ‘natural’. Es también experimentado y absolutamente seguro de sí mismo. Hasta ahora ha manifestado un gusto infantil por la farsa (redimida por sentimientos patrióticos) que convertía sus partituras en disfrutables y que hacía que escucharlas resultara en ocasiones divertido. La presente obra muestra un deseo de dejar atrás las cosas infantiles y una capacidad para hacerlo sin perder confianza en sí mismo. El hecho de que sea menos entretenida que sus obras anteriores no habla en su descrédito. Que sea, a pesar de su aire serio y sus pretenciosas proporciones, leve de sustancia, poco original y superficial indica que es probable que la producción madura de este maestro tan dotado se decante del lado de lo convencional. El hecho de que deliberadamente haya debilitado tanto su sustancia, de resultas de una simplificación excesiva y de una excesiva repetición, que la haya adaptado para que fuera comprendida por un niño de ocho años, indica que está dispuesto a rebajarse a una psicología de consumo de masas, real o ficticia, hasta tal punto que pueda acabar descalificándolo para ser tenido por un compositor serio”. Si hubiera escrito desde el frente en Europa, no desde su confortable apartamento del Hotel Chelsea en Manhattan, Thomson habría visto quizás las cosas de otra manera.
Julian Barnes construye su novela El ruido del tiempo, protagonizada por Dmitri Shostakovich, a partir de tres calas equidistantes en la biografía del compositor, tres episodios bien conocidos y no especialmente originales: el ya referido editorial de Pravda que denigraba Lady Macbeth del distrito de Mtsensk dos días después de que Stalin hubiera asistido a una representación de la ópera (1936); un nuevo ataque al supuesto formalismo de su música por parte de las autoridades (1948) y su viaje a Nueva York el año siguiente como miembro de la delegación soviética en el Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial; y su tardía afiliación formal al Partido Comunista, que le vino impuesta desde arriba para poder ser nombrado presidente de la Unión de Compositores de la Federación Rusa (1960).
Virgil Thomson escribió sobre la Quinta Sinfonía poco antes de que Shostakovich llegara a Nueva York en 1949. Tras bromear sobre el hecho de que el músico no hubiera sido enviado a residir forzosamente “en la periferia de la Unión Soviética” (léase Siberia, con todas las connotaciones que arrastra ese nombre), se refiere, sin nombrarla, a la Quinta Sinfonía como “su obra penitencial”, la que sirvió en 1937 para purgar sus pecados (de entonces, no los que supuestamente cometería también luego). Y lista sus pecados a ojos de los gerifaltes culturales soviéticos (léase Andréi Zhdánov y sus secuaces): “1. Contrapunto alemán discordante (presuntamente, el estilo de Hindemith); 2. Introducir en el «Sagrado suelo de la pura tradición clásica rusa la neurosis del jazz y paroxismos rítmicos stravinskianos»; 3. Incapacidad para escribir líneas melódicas «cantables». 4. Enfoque naturalista del tema elegido (la escena de amor de Lady Macbeth escandalizó también aquí a algunos). 5. «Adulación ilimitada de un coro de tiralevitas» (en otras palabras, éxito)”. Y, a continuación, Thomson enumera, ahora de su propia cosecha, los remedios para curarse: “1. Evitar la «disonancia». 2. Evitar cualquier sintaxis armónica más avanzada que la del difunto Sergei Rachmaninov. 3. Aprender a escribir melodías «fáciles». 4. Evitar la dependencia de formas instrumentales y sinfónicas «abstractas»; 5. Escribir más canciones. 6. Abstenerse estrictamente de los ritmos de jazz, la sincopación paroxística, la «falsa» (esto es, disonante) polifonía y la atonalidad. 7. Escribir óperas sobre la vida soviética. 8. Centrar su atención en general en la canción del gran pueblo soviético y olvidarse de Occidente”. Y, claro, tras haberse preparado el terreno, Thomson hace gala de su extraordinario sentido del humor: “No es un simple occidental quien ha de juzgar si enviarlo a visitar Occidente es la mejor manera de conseguir que se olvide de él”.
Pero el propio Shostakovich también supo reírse de sí mismo y de su connivencia con el poder. Era capaz de componer Lealtad, ocho baladas para coro masculino celebratorias de una importante efeméride y defenderlo así: “En este año histórico, el año del centenario de Lenin, cada uno de nosotros debería echar la vista atrás al camino que ha recorrido, estudiar en detalle el estado de nuestro arte en la actualidad y trazar planes para su obra futura. […] La vida y la obra de Lenin han sido y siempre serán el ejemplo y la inspiración para nosotros, los constructores de la cultura soviética”, escribió. Pero también compuso (cuando ambos ya habían dejado este mundo, por supuesto) la cantata satírica Rayok antiformalista, una befa despiadada de Iósif Stalin y su zar cultural, Andréi Zhdanov, el factótum de su campaña contra la música “formalista”. Valiéndose de textos de discursos de ambos, y haciendo gala de un sentido del humor –musical y textual– muy fino, al oírla, cuesta creer que Shostakovich lograra mofarse de tal modo de algo que sin duda le había provocado tanta desazón y tanto sufrimiento.
Otro caso aún menos conocido es una pequeña joya titulada Prólogo a la colección completa de mis obras y breves reflexiones en relación con este prólogo, una canción de menos de tres minutos en la que su autor (confiado a un bajo, el registro vocal que domina también Rayok antiformalista) se mofa de todas sus distinciones oficiales, tomando prestados los cuatro primeros versos de un poema satírico de Pushkin (el resto son suyos):
Garabateo toda una página con una sola
respiración.
Escucho mi silbido con un oído
avezado.
Atormento los oídos del mundo a mi
alrededor.
¡Luego me lo imprimen y acabo en el
olvido!
Un prólogo así podría escribirse no solo
para la edición completa de mis obras,
sino para la colección completa de muchos, muchos
compositores, tanto soviéticos como extranjeros.
Y aquí está la firma;
Dmitri Shostakovich.
Artista del pueblo de la URSS,
y muchos otros títulos honoríficos,
primer secretario de la Unión de Compositores la RSFSR,
flamante secretario de la Unión de Compositores de la URSS, así como muchísimas otras obligaciones
y puestos de gran responsabilidad.
Ante semejante panorama, en presencia de un hombre capaz de ocultarse bajo mil y un disfraces, ¿cuál es el verdadero Shostakovich? Quizá sea más prudente partir de la base de que no hay uno, sino muchos, siempre dispuestos a metamorfosearse de nuevo para conseguir el más perdonable de los fines: sobrevivir. Ernst Křenek lo calificó del “príncipe de los colaboradores” por haber transigido con las directivas y la corrección artística impuestas por los mandatarios soviéticos. Arnold Schönberg fue más misericordioso y pensaba que, políticamente hablando, los “compositores son todos niños y, en su mayoría, necios”, por lo que “deberían ser perdonados”.
Esa es quizá la mejor actitud para escuchar su música, aun cuando nos enfrentemos a una música tan servil y banal como la de la cantata El sol resplandece sobre nuestra patria, con texto de Yevgueni Dolmatovski, uno de los rapsodas oficiales del régimen, al que también recurrió Shostakovich en la más conocida –y entonces recién compuesta– Canción de los bosques. Coro de niños, coro mixto, soprano, tenor y bajo solistas, gran orquesta: todo despliegue de medios era poco para ensalzar a la patria. Stalin estaba aún vivo y la cantata conmemoraba el 35.º aniversario de la revolución de 1917, cuyas efemérides se celebraban sin cesar. En plena Guerra Fría, cuando se avecinaba en el cercano horizonte el aplastamiento de la revuelta húngara, resulta casi sonrojante que Shostakovich afirmara que esta obra, la encarnación pura y dura del llamado “realismo socialista”, era “un oratorio sobre la lucha del pueblo soviético por la paz, la invencibilidad de las fuerzas de paz, la resolución inquebrantable de los pueblos del mundo para doblegar a los agresores imperialistas, a los encargados de fomentar una nueva guerra”.
Pero el talento de Shostakovich se puso también al servicio de otras causas más nobles, como la de acrecentar el repertorio solista y camerístico gracias a su colaboración con grandes instrumentistas soviéticos, como Emil Guilels, Sviatoslav Ríjter, David Óistraj (los tres nacidos en la actual Ucrania) o Mstislav Rostropóvich (original de Azerbaiyán). Para este último compuso sus dos conciertos para violonchelo (del mismo modo que Óistraj fue el destinatario de los dos escritos para violín). El propio Shostakovich admitió que la inspiración más directa fue la escucha de la Sinfonía-Concierto op. 125 de Prokofiev, también escrita y estrenada por Rostropóvich, a pesar de que la relación entre ambos no fue nunca de amistad ni de admiración mutua.
Su calidad le ha permitido asentarse firmemente en el repertorio, como también lo está, por supuesto, la Quinta Sinfonía, presentada por el régimen como un triunfo de sus postulados, pero que también puede entenderse, sobre todo en su último movimiento, como una burla de ese mismo ideario, una apoteosis bombástica pero falsa, huera.
Acabemos con unas palabras sobre ella de Richard Taruskin, que tan inteligentemente analizó cuanto aconteció musicalmente en la Unión Soviética: “Gracias al sistema de pokazï [reuniones en las que los compositores sometían al juicio de sus colegas las obras que estaban componiendo en el espíritu de la «autocrítica bolchevique»] y a la necesidad de que la interpretación fuera aprobada por la Comisión de Asuntos Artísticos, la obra de Shostakovich [la Quinta Sinfonía] se conocía desde mucho antes de que se desvelara públicamente. Su estatus como apología y como promesa de una perestroika personal era un estatus conferido, otorgado desde arriba, con el fin de mostrar que el mismo poder que condenaba y reprimía podía también restaurar y recompensar”. Shostakovich vivió siempre atrapado, semienterrado como el perro de Goya, entre esta dialéctica sibilina e ignominiosa.