Hay diversos nexos de unión entre los dos compositores cuyas obras se ofrecen en este programa, ambos extraordinarios autores que vivieron en la primera mitad del siglo XIX. Con una diferencia de edad de doce años, tanto uno como otro pertenecen a la tradición musical germana y beben de las mismas fuentes, aunque cada uno con su sello personal. Uno de esos nexos, y que da forma a este programa, es lo que podríamos llamar “la magia de la naturaleza”. Ambas obras escogidas tienen un vínculo con la naturaleza y lo primigenio: de una forma más directa en la obra de Mendelssohn y quizá más filosóficamente, pero también de una manera alegre y juvenil, Schubert.
Mendelssohn: La primera noche de Walpurgis op. 60
Felix Mendelssohn-Bartholdy (1809-1847) pertenecía a una acaudalada familia judía convertida al luteranismo cuando él era pequeño. Las relaciones de sus padres y su posición burguesa le permitieron entrar en contacto con personajes importantes de la Alemania de su época. La primera visita del compositor a Goethe data de 1821, a la temprana edad de doce años, presentado por su profesor, Carl Friedrich Zelter (Berlín 1758-1832). A pesar de la diferencia de sesenta años de edad entre ellos, el joven prodigio musical y el anciano poeta desarrollaron una fuerte amistad creativa y colaborativa. Además de mantener una larga correspondencia, Mendelssohn lo visitó en Weimar en tres ocasiones, la última de ellas durante catorce días en 1830. Parece que el propio Goethe propició que el autor compusiera la música para su balada La primera noche de Walpurgis op. 60. El poema había sido escrito en 1799 como una obra independiente (no debe confundirse esta obra con las escenas de la noche de Walpurgis del Fausto del mismo autor) y enviado a Zelter para que lo musicara, pero el compositor no consiguió avanzar en este objetivo y finalmente sería Mendelssohn el que se encargaría de poner música a la balada.
La noche de Walpurgis es la víspera del 1 de mayo, cuando, según la leyenda alemana, las brujas y los demonios bailan en el pico Brocken de las montañas Harz. Goethe escribe a Zelter: «… uno de nuestros “arqueólogos” alemanes se ha esforzado por rescatar y dar una base histórica a la leyenda de la cabalgata de brujas y demonios en el Brocken, que ha estado vigente en Alemania desde tiempos inmemoriales. Su explicación es que los sacerdotes paganos y patriarcas de Alemania, cuando fueron expulsados de sus bosques sagrados y el cristianismo fue impuesto al pueblo, solían retirarse al comienzo de la primavera con sus fieles seguidores a las alturas salvajes e inaccesibles de las montañas del Harz, para, según la antigua costumbre, ofrecer allí oraciones y llamas al dios incorpóreo del cielo y la tierra. Y además, piensa, es posible que consideraran conveniente disfrazar a algunos de los suyos para mantener a raya a sus supersticiosos enemigos y que, así, protegidos por la apariencia de demonios, llevaran a cabo los servicios más puros. Encontré esta explicación en alguna parte, hace unos años, pero no recuerdo el nombre del autor. La idea me gustó y he convertido esta fabulosa historia de nuevo en una fábula poética». Mendelssohn se aplicó a la tarea de crear una música especialmente vistosa y a la vez profunda para hacer justicia a los versos de su amigo. Completó lo que él denominó “cantata profana” en una versión inicial en 1831 que ni Goethe ni Zelter pudieron llegar a escuchar pues ambos murieron en 1832. El 10 de enero de 1833, en la Sing-Akademie de Berlín, se pudo oír por primera vez en público con el mismo Mendelssohn en el podio. El inquieto y algo inseguro compositor fue revisando la obra a lo largo de los años y la versión definitiva, con cambios significativos, fue publicada en 1843, estrenándose ese mismo año con gran éxito.
Mendelssohn divide la balada original en nueve secciones. La Obertura sinfónica consta de dos movimientos: Das schlechte Wetter (Mal tiempo) y Der Übergang zum Frühling (La llegada de la primavera). En ambas partes, Mendelssohn utiliza vivos colores tonales orquestales, algo que ya se había convertido en habitual en su obra, para ofrecer un retrato sonoro de los elementos naturales. Aquí esos tonos caracterizan el paso de las estaciones, desde los rigores tormentosos del invierno hasta el suave despertar de la primavera, creando un cuadro musical como fondo para la acción coral de la cantata, en la que los druidas paganos reanudan sus rituales secretos anuales. El primer número Es lacht der Mai (Mayo está en plena floración) comienza con un solo de tenor en el que un sacerdote druida anuncia la llegada de la primavera e insta a sus compañeros paganos a subir rápidamente a las montañas y celebrar su antiguo rito sagrado. El coro responde con creciente fervor religioso, decididos a seguirle para alabar a Wotan (por utilizar uno de los diversos nombres más conocidos de la máxima divinidad nordico-germánica). Por contraste, el segundo número Könnt ihr so verwegen handel (¿Podrías ser tan imprudente, tan atrevido?) lanza una advertencia: un solo de contralto, que representa a una mujer del pueblo, recuerda a los paganos los riesgos que están corriendo; los conquistadores cristianos les han prohibido celebrar sus ritos. El tercer número Wer Opfer heut zu bringen scheut (Quien teme sacrificarse) comienza con uno de los druidas (barítono) insistiendo en que cualquiera que rehúya el sacrificio se ha ganado su encarcelamiento. Se ofrece a rodear la zona con guardias para que el resto pueda adorar a Wotan con seguridad. El cuarto número Verteilt euch, wackre Männer hier (Dividid vuestras fuerzas, hombres valientes) comienza con el coro de guardias instándose unos a otros, en un staccato susurrante, a asegurar el perímetro y proteger a los recolectores de leña. En un recitativo de bajo, un guardia druida abre el quinto número Diese dumpfen Pfaff enchristen (Estos tontos sacerdotes cristianos) con un desafío a sus compañeros para asustar a los cristianos disfrazándose como el diablo (según la idea que de él tienen los cristianos) y ahuyentándolos. El sexto número Kommt mit Zacken und mit Gabeln (Ven con púas y horcas) empieza en allegro molto, antes de que los paganos se unan al coro de guardias en su clamoroso y aterrador canto. Con tempi rápidos y dinámicas fuertes, el coro completo canta y celebra que nadie pueda impedirles realizar sus ritos. Este movimiento es largo y exigente para las voces. El séptimo movimiento (So weit gebracht/Ha llegado a esto) arranca con un marcado cambio de estado de ánimo, de agresividad a devoción, marcando el inicio del ritual prohibido de adoración a Wotan de los druidas. En un sombrío Andante maestoso, el sacerdote druida reflexiona sobre la triste necesidad de que sus ritos deban realizarse en secreto y por la noche. Pide que su dios purifique su fe como una llama se purifica del humo. Reza para que nunca pierdan la luz de Wotan, aunque se vean obligados a abandonar sus antiguos ritos. El grito de auxilio de un guardia cristiano abre el octavo número Hilf, ach hilf mir, Kriegsgeselle (Ayuda, oh ayúdame, compañero de guerra), que da testimonio del éxito de las diabólicas distracciones de los druidas. Acompañado por el coro, grita ante las apariciones fantasmagóricas de los habitantes del infierno. Todos huyen con gritos cada vez más débiles y aterrados. En la novena escena volvemos a los druidas. En un Andante maestoso el coro completo de druidas y paganos comienza el himno que cierra la cantata Die Flamme reinigt sich vom rauch (La llama se limpia del humo). En diálogo con su sacerdote celebran la limpieza del humo, afirmando una vez más que, aunque se les impida realizar sus antiguos ritos, no se les puede privar de la iluminación de sus creencias por la luz eterna de Wotan. Su canto de alabanza concluye con confianza, con una simple declaración de su fe: «Dein Licht, wer kann es rauben! (¡Tu luz, quién puede robarla!».
Schubert: Sinfonía n.º 9 D.944 “La Grande”
La biografía de Franz Schubert (1797-1928) difiere en gran manera de la de Mendelssohn y su camino dentro de la música resultó durante su corta vida bastante más difícil. Nacido en Viena, dentro de una familia numerosa sin grandes recursos, pues su padre regentaba una escuela. La familia Schubert era muy amante de la música, y aunque la formación musical no era parte de la educación formal, había mucha música después del horario de clase. Cuando Schubert tenía siete años, fue enviado a una audición con Antonio Salieri, que aún disfrutaba del poder y el prestigio del director musical de la corte, quedó impresionado. Cuando se abrieron vacantes en el coro de la Hofkapelle en 1808, Schubert superó con facilidad la competitiva audición. Quizás la mayor ventaja fue su admisión gratuita con matrícula y alojamiento en el Colegio Imperial y Real de la Ciudad, que, como principal internado vienés para no aristócratas, le ofreció a Schubert la mejor oportunidad posible para una educación de calidad. En octubre de 1813, Schubert recibió una beca para continuar sus estudios con la condición de que mejorara sus asignaturas. Quizás presintiendo que se encontraba en una encrucijada, quizás creyendo que cinco años de estudio serio eran suficientes, Schubert la rechazó. La decisión de Schubert de regresar al mes siguiente a casa de su padre y cursar diez meses de estudios para su certificación como profesor, parece extraña dada su pasión por la música. En esa etapa, Schubert no podía aspirar a ganarse la vida con la actividad que más le apasionaba: la composición. Un puesto de profesor podría funcionar como un «trabajo diario» que le permitiría cubrir sus modestos gastos generales hasta que fuera lo suficientemente independiente como para emprender su propio camino. Durante unos años compaginó el trabajo como profesor y la composición, en detrimento, casi siempre, de la primera actividad. Pero, finalmente, abandonó la docencia y el resto de su corta vida la dedicó a la música. Gracias sobre todo a la ayuda de sus amigos, que siempre estuvieron a su lado para mantenerlo en los peores momentos y a la venta esporádica de algunas obras, Schubert fue sobreviviendo.
De todos los géneros en los que trabajó Schubert, el que menos interesó a sus amigos y seguidores fue la música orquestal. Cuando Antonio Salieri parece ser que dijo: «¡Es un genio! Puede escribir cualquier cosa: canciones, misas, cuartetos de cuerda…», no es casualidad que omitiera cualquier mención a la música sinfónica. No obstante, el interés de Schubert por componer para orquesta se remonta a mediados de su adolescencia y llegó hasta el final de su vida. Sus primeras seis sinfonías son obras de aprendizaje, pero vale la pena recordar que a la edad en que Beethoven terminó su Primera Sinfonía, a Schubert le quedaba poco más de un año de vida. En estas juveniles sinfonías, Schubert se inspiró más en Haydn y Mozart. Después de la Cuarta, mostró un enfoque más libre, imprimiendo un toque más personal en áreas como modulaciones, estructura formal y proporción, todo lo cual hemos llegado a asociar con la sinfonía romántica (en contraposición a la clásica). Estos factores alcanzan su punto culminante en su Novena Sinfonía. Después de haber dejado incompletas varias obras, en el verano de 1825, ya con veintiocho años, el compositor desató una asombrosa energía creativa y un optimismo que encontró expresión en la “Gran” Sinfonía en do mayor.
Desde el punto de vista de la orquestación, del rico material temático y la majestuosidad absoluta, la “Gran” Sinfonía en do mayor es el pináculo indiscutible de la madurez sinfónica de Schubert. Él mismo pensó que la obra representaba su esfuerzo por alcanzar el arte más elevado. Irónicamente, nunca escuchó la sinfonía interpretada. Comenzó a trabajar en ella en 1825, encontrando tiempo para componer a pesar de sus múltiples viajes. Después de presentar el manuscrito a la Sociedad de Amigos de la Música de Viena en 1826, esta le otorgó un estipendio «en reconocimiento a su logros y para mayor estímulo”. En 1827, Schubert hizo copiar el manuscrito para la Sociedad, todavía buscando en vano su estreno. La Filarmónica de Viena rechazó la obra, considerándola demasiado larga y exigente para los intérpretes. “Marzo de 1828” es la indicación que encabeza el manuscrito completo y puesto en limpio de la Sinfonía en do mayor. Este año fue considerado durante mucho tiempo el de la composición de la obra pero hoy sabemos que, aunque hubiera algún retoque, el bloque fundamental de la música estaba ya escrito en 1825. Incluso después de la muerte de Schubert, en ese mismo 1828, su hermano Ferdinand no tuvo éxito en sus intentos de vender la partitura a un editor. Eso cambió cuando Robert Schumann visitó a Ferdinand Schubert durante el invierno de 1838-39. Schumann examinó la partitura y quedó maravillado por su genialidad. El descubrimiento motivó una carta a Felix Mendelssohn que residía en Leipzig, donde dirigía la orquesta de la Gewandhaus, pidiéndole que la incluyera en uno de sus conciertos. El estreno en Leipzig en marzo de 1839 causó sensación a pesar de que se realizaron cortes extensos. Su publicación se produjo en 1840, y la “La Grande” se ha convertido desde entonces en una obra básica del repertorio sinfónico.
Musicalmente, parece claro que Schubert emulaba la enorme escala de Beethoven. Aunque no habría colocado tales etiquetas como «clásicas» o «románticas» en su propia música, la dualidad entre los dos estilos es una de las fascinaciones más cautivadoras de la sinfonía. Las desviaciones formales de la norma rompen con la tradición y confirman la individualidad de la sinfonía: por ejemplo, la forma sonata completa en el movimiento Scherzo. Incluso la lenta introducción, perfeccionada por Haydn, adquiere un nuevo significado en el tema inicial para trompa, asimétrico y heroico. Su ritmo con puntillo en el segundo compás proporciona el impulso para todo el Allegro; su reintegración de ese tema en la sección del desarrollo y la coda son uno de los muchos toques felices de esta obra tan impregnada de genialidad. El equilibrio de la sinfonía se atiene a los modelos clásicos. El oboe solista interpreta el tema principal en el Andante con moto, que equilibra, melancólicamente, elementos de marcha y breves arrebatos de cuerdas. En los momentos culminantes, los metales tocan con una fuerza sorprendente. Ritmos vigorosos impulsan el Allegro vivace del scherzo. Schubert equilibra la algarabía gesto inicial con un Ländler austriaco más suave (un vals lento). El Trío central nos transporta al mundo de la canción popular y la danza rural. Los repentinos cambios de tonalidad y el uso sutil de los metales añaden interés en todo momento. El gran final es como una fuerza de la naturaleza: como si Schubert hubiera reunido toda la energía del mundo y la hubiera invertido en su orquesta. La gloria de la Austria alpina y la naturaleza vibran en este Allegro vivace, dando un cierre exuberante a la magnífica sinfonía de Schubert.