Las dos obras que conforman este programa se sitúan, desde contextos y lenguajes muy distintos, en la órbita estética que ha sido denominada —con ánimo reivindicativo o despectivo— populista: una categoría ambigua que no remite a un estilo concreto, sino a una voluntad de conexión con la sociedad y con el momento histórico. Una actitud en la que late, de una forma u otra, un mismo ideal: la síntesis de un arte para el pueblo.
El populismo, tal como ha llegado al discurso cultural contemporáneo, tiene su origen en el siglo XIX. El movimiento de los naródniki (partidarios del pueblo), activo en el Imperio ruso durante las décadas de 1860 y 1870, se basó en la defensa del campesinado como fuerza purificadora de la sociedad. Esta exaltación de lo popular se entrelazó con una desconfianza patológica hacia las élites urbanas y Occidente, un igualitarismo social radical y una fuerte vocación revolucionaria. Algún tiempo después, en los Estados Unidos se consolidó el término populism a raíz de la fundación del People’s Party en 1891, un movimiento agrario que expresó el malestar de pequeños agricultores y trabajadores del sur y el oeste frente a los efectos del capitalismo financiero e industrial. A pesar de su fracaso político, su legado discursivo —la apelación al “hombre común” frente a las élites corruptas— ha sobrevivido en el lenguaje político estadounidense hasta nuestros días.
En realidad, las pulsiones populistas habían aflorado en Rusia mucho tiempo antes del surgimiento de los naródniki. Lo hicieron de forma muy específica en el ámbito musical, a través del ideario musical de Mijaíl Glinka (“la nación crea la música, el compositor solamente es el arreglista”), heredado después por el grupo de Los Cinco. A través del uso de melodías populares y la asimilación del folclore ruso, este grupo aspiró a fundar una escuela musical nacional en oposición a las élites musicales formadas según modelos centroeuropeos. Esta forma de nacionalismo musical, envuelta aún en un halo romántico, encontró acomodo en otras geografías, tanto en Europa como en América, y fue adoptada —generalmente con el apoyo de las clases dominantes— como instrumento de legitimación de agendas políticas nacionalistas.
Frente a este modelo, las tradiciones musicales centroeuropeas reforzaron un paradigma totalmente opuesto que cristalizó en la idea de música absoluta, entendida como un arte autónomo inspirado en el legado beethoveniano, autosuficiente en su lógica formal y en su desarrollo histórico. Este ideal formalista —defendido por figuras como Eduard Hanslick y retomado luego por la crítica modernista— concibió la música como expresión de lo universal y abstracto, erigiendo la complejidad y el progreso en criterios objetivos de valor y ampliando la distancia entre el arte culto y las manifestaciones populares, crecientemente accesibles gracias al desarrollo de la industria del entretenimiento.
Ya en el siglo XX, la Unión Soviética puso estas narrativas al servicio del estado, alterando radicalmente la percepción de este fenómeno. A partir del Congreso de Escritores Soviéticos de 1934, el régimen estalinista impuso la doctrina oficial del Realismo socialista, que estableció la naródnost’ como principio estético fundamental. Este “populismo” implicó no solo el uso de formas y temas accesibles al pueblo, sino una alineación ideológica con el estado socialista. Se trataba de una estética oficial que se definía por oposición al arte “formalista” y “burgués”, es decir, por su rechazo a la complejidad y la autonomía estética. La imposición de este modelo en el ámbito musical mostró su faceta más punitiva a través dos célebres purgas que supusieron el señalamiento público y el ostracismo de destacados compositores soviéticos: la de 1936, que afectó principalmente a Shostakovich; y la de 1948, que sancionó a Prokófiev, Shostakovich y Khachaturian, entre otros, por desviaciones formalistas.
Lejos de los contradictorios y complejos casos de Shostakovich o Prokófiev, Aram Khachaturian constituye un ejemplo palmario de alineación entre estética oficial y personal. Figura destacada de la música soviética, y referente indiscutido de la música armenia, Khachaturian encarnó como pocos la narrativa del artista surgido del pueblo que alcanzó su plena realización artística gracias al socialismo, entendido como un sistema garante del acceso universal a la educación y la cultura. Nacido en el seno de una familia humilde en Tiflis (Georgia), sin formación musical formal durante su infancia, fue gracias a las instituciones culturales del nuevo estado soviético que pudo desarrollar su brillante carrera. Esa oportunidad, que él siempre valoró como un logro de justicia social del régimen, marcó profundamente su pensamiento estético y político: Khachaturian no concebía que un compositor pudiera distanciarse de la sociedad, pues, según defendió, la fecundidad artística brota del contacto del artista con el pueblo. Su música se sitúa así en un punto situado entre la herencia folclórica del Cáucaso, que conocía de primera mano, y una sensibilidad más amplia, anclada tanto en el orientalismo ruso —en la línea de Glinka o Rimski-Kórsakov— como influida por el dinamismo y el optimismo de la música popular estadounidense, de la cual fue admirador confeso.
Su Concierto para violín y orquesta, compuesto en 1940 y estrenado por David Óistraj, fue su segundo gran éxito internacional —tras el Concierto para piano de 1937— y le valió, al año siguiente, su primer Premio Stalin. La obra se gestó durante el breve periodo de amistad germano-soviética, momento en el cual la doctrina del realismo socialista se decantó sin complejos hacia un arte monumental, heredero de la tradición sinfónica rusa decimonónica. Dispuesto en tres movimientos, el Allegro con fermezza destaca por los intrincados ritmos del tema principal y la exuberancia melódica de colorido oriental que impregna los temas secundarios, cuyos materiales se entrelazan y evolucionan a lo largo de todo el movimiento. Un intenso lirismo teñido de reflejos armenios preside el Andante sostenuto, que alcanza su punto más sugestivo a mitad del movimiento, en la extática sección en pianissimo del violín situada tras el solo de las violas. El Allegro vivace exige una última prueba de resistencia física por parte del solista en una obra, de por sí, extraordinariamente demandante. Alcanza su momento acaso más mágico cuando la orquesta hace aflorar, en segundo plano con respecto al solista, uno de los temas líricos del primer movimiento, aportando un último toque poético a una obra que, más allá de otras consideraciones estéticas, es toda una descarga de color y energía.
Pese al asfixiante peso del populismo en la esfera cultural soviética, el primer compositor al que se aplicó el término “populista” fue el estadounidense Aaron Copland. El término se aplica a la fase creativa desarrollada durante la Gran Depresión, bajo el impulso del New Deal, de iniciativas públicas como el Federal Music Project y al amparo de una comunidad intelectual afín a la función social del arte, que se plasmó en obras como Billy the Kid (1938), Fanfare for the Common Man (1942) o Appalachian Spring (1944). Esta sensibilidad tomó forma, no obstante, durante el viaje realizado por el compositor a México en los años 30, país donde encontró un modelo ya consolidado de cultura nacional-popular, articulado desde las instituciones del Estado posrevolucionario. Compositores como Carlos Chávez y Silvestre Revueltas habían comenzado a integrar elementos del folclore en el lenguaje sinfónico desde mediados de los años veinte, en el marco de las políticas educativas promovidas por la Secretaría de Educación Pública bajo el liderazgo de José Vasconcelos. Al impacto de esta actividad musical se sumó el imponente muralismo mexicano (Rivera, Orozco, Siqueiros), cuya arrolladora fuerza simbólica proyectaba una visión monumental, colectiva y pedagógica del arte, concebido como expresión directa del pueblo y al servicio de su liberación.
Tanto en México como en otros estados iberoamericanos, el intento de construir una identidad musical nacional tropezó con la fragmentación de un sustrato cultural, dividido entre una pluralidad de tradiciones indígenas —frecuentemente dispersas y de arraigo territorial muy localizado— y de músicas mestizas, igualmente diversas, pero más ampliamente difundidas y reconocidas como representativas de lo autóctono. Esta tensión obligó a los compositores a elegir, sintetizar o reinterpretar materiales en función de su eficacia simbólica y su compatibilidad con los lenguajes sinfónicos de referencia. En Brasil, por ejemplo, el régimen del Estado Novo de Getúlio Vargas (1937–1945) impulsó una política cultural centralizada, que favoreció la creación de instituciones educativas y de difusión masiva, como el Conservatorio Nacional de Canto Orfeónico, bajo la dirección de Heitor Villa-Lobos, figura clave en la producción de repertorios populares (modinhas, cantos indígenas, chôros). En Argentina, tras la Revolución de 1943 y durante el primer peronismo (1946–1955), el nacionalismo musical se vio reforzado por la acción del estado, que promovió el folclore como vehículo identitario a través de la educación, la radiodifusión pública y los festivales.
La Guerra Fría supuso una nueva vuelta de tuerca con respecto a estas narrativas: el populismo estético pasó a identificarse, en el ámbito occidental, con las formas impuestas por el comunismo soviético, y fue progresivamente desacreditado por una crítica que reivindicó aún con mayor determinación la autonomía del arte frente a cualquier instrumentalización ideológica. Las vanguardias de posguerra, como el serialismo integral, supieron canalizar esa reacción, afirmando un modelo de creación abstracto, autorreferencial y alejado de lo popular, al que se atribuyó una supuesta superioridad intelectual que acabó proyectándose también sobre la división entre centro —Europa y Estados Unidos— y periferia. En contrapartida, en Hispanoamérica, donde el intervencionismo estadounidense —a través del respaldo a dictaduras, el apoyo a guerrillas anticomunistas y la presión sobre gobiernos reformistas— marcó buena parte del siglo XX, el arte popular mantuvo su condición de símbolo de resistencia cultural. Así, la persistencia del ideario populista respondió menos a una doctrina estética que a su inserción en una realidad que exigía la satisfacción de un acuciante imperativo: afirmar una voz propia frente a élites percibidas como herederas de modelos coloniales o subordinadas a imaginarios eurocéntricos.
En este horizonte más reciente, marcado también por la proyección internacional de propuestas como El Sistema —el programa venezolano de educación musical fundado en 1975 por José Antonio Abreu como herramienta de transformación social y cohesión nacional a través de la práctica orquestal—, la figura del mexicano Arturo Márquez representa una evolución significativa del vínculo entre creación musical y cultura popular. A diferencia de sus predecesores, cuya escritura orquestal partió de una adhesión al folclore como emblema identitario, la relación de Márquez con lo popular es más abierta y menos dependiente de fuentes tradicionales. Buena prueba de ello es la obra que cierra este programa, escrita en un lenguaje que se aleja de lo folclórico y que encuentra sus referentes populares en la tradición sinfónica de raíz posrromántica, solapada por momentos con el estilo expansivo y efectista del sinfonismo cinematográfico estadounidense. A este respecto, conviene señalar que la relación de Márquez con la música tradicional de su tierra no ha sido tan inmediata y orgánica como la de muchos de sus predecesores, sino que ha respondido en gran medida a una voluntad deliberada de acercamiento. La obra que le ha otorgado fama mundial, el Danzón n.º 2 (1994) —principal emblema de la música de concierto mexicana junto al Huapango (1941) de Moncayo— fue el resultado de una aproximación deliberada a este género musical, que incluyó viajes a Veracruz y la exploración de espacios populares del danzón en la Ciudad de México, como el Salón Colonia.
Compuesta por encargo de Alondra de la Parra para la primera edición del Festival PAAX GNP (Riviera maya) en 2022, la Sinfonía Imposible prolonga una colaboración iniciada en 2020, en el contexto de las restricciones impuestas por la pandemia. Durante ese periodo, De la Parra impulsó la creación de La Orquesta Imposible, un proyecto que reunió a destacados solistas internacionales —entre ellos Guy Braunstein, Felix Klieser, Sarah Willis y Rolando Villazón— para interpretar de forma remota una versión digital del Danzón n.º 2 de Márquez. Grabada en estudios distribuidos por varias ciudades del mundo, la iniciativa marcó el primer proyecto conjunto de un conjunto concebido inicialmente para actuar a distancia. La obra que ahora se presenta fue escrita específicamente para esta formación, con algunos de sus intérpretes en mente.
A pesar de su título, la obra no adopta las convenciones formales propias del género sinfónico, sino que está dispuesta en ocho movimientos independientes. Éstos pueden entenderse como variaciones sobre un motivo breve —de cuatro notas, ampliadas en ocasiones a cinco— transformado de manera continua a lo largo del ciclo. Cada movimiento gira en torno a una idea extramusical específica y da protagonismo a distintos instrumentos de la orquesta. En este sentido, la obra encuentra un antecedente inesperado en la Guía orquestal para jóvenes (1945) de Benjamin Britten, tanto por su estructura basada en la variación como por el modo en que diferentes grupos instrumentales asumen sucesivamente el protagonismo a lo largo del ciclo. Como en la obra de Britten —compuesta para el documental educativo Instruments of the Orchestra—, puede leerse aquí una intención pedagógica no explícita, que invita a descubrir el lenguaje orquestal sin necesidad de estar familiarizado con las grandes formas de la tradición.
La Sinfonía imposible se articula en torno a una forma en arco: los movimientos primero y octavo, subtitulados Cambio climático, están escritos para orquesta completa y funcionan como marco de apertura y cierre. El primer movimiento presenta el motivo principal, una célula de cuatro notas que, en su variante de cinco, adquiere un papel destacado en el segundo movimiento (Resiliencia), protagonizado por la trompa. Entre ambos extremos se despliegan seis movimientos concertantes, cada uno centrado en combinaciones solistas específicas. En el tercero (Equidad de género), dos violonchelos dialogan en canon mientras las cuerdas acompañan con un ritmo que remite al vals criollo peruano. A partir de ahí, la obra avanza a través de situaciones en las que el gesto musical tiene un papel más elocuente que cualquier programa verbal: los símbolos que las inspiran (Migración, Empatía, Controversia o Utopía) son, en última instancia, intraducibles, y su fuerza proviene de la sustancia sonora que la sustenta. Esta dimensión —la de una música que busca comunicar desde la forma misma— remite a la convicción formulada por Khachaturian con respecto al contacto del compositor con la realidad circundante. Tal vez ahí resida el mayor valor de una estética que, sin depender del folclore ni de mensajes explícitos, puede seguir pensándose como una forma de arte para el pueblo.