3 – Una sinfonia para el mundo

Notas al programa

20 octubre 2025

Beethoven y la Novena: el eco eterno de la fraternidad

Cristina Roldán
Musicóloga

El 7 de mayo de 1824 quedó grabado para siempre en la historia de la música como la fecha en que Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 – Viena, 1827) presentó al mundo su Novena sinfonía en el Kärntnertortheater o Teatro de la Puerta Carintia de Viena. Era la última sinfonía de Beethoven, la Novena, un ordinal que, si no se dan más precisiones, parece patrimonio exclusivo del músico alemán. El acontecimiento marcó su regreso al ámbito público tras años de ausencia debido a sus problemas de salud. Ese día, unas pocas horas antes del estreno, su amigo y biógrafo Anton Schindler anotaba con premura en el cuaderno de conversaciones del compositor: “Le ruego me disculpe por señalar que esta sinfonía es realmente una excepción respecto a todas las anteriores; es la más grandiosa y difícil”. 

Como explicó Theodore Albrecht en su minucioso estudio Beethoven’s Ninth Symphony: Rehearsing and Performing its 1824 Premiere (2024), el estreno de la Novena estuvo lleno de dificultades. La orquesta estaba lejos de ser tan nutrida como requería la partitura, los solistas vocales eran muy jóvenes, hubo que buscar un director para la orquesta, los ensayos fueron insuficientes y el presupuesto pendía de un hilo. Para colmo, el copista de confianza de Beethoven había muerto recientemente. Pero el compositor fue capaz de aparcar todas sus preocupaciones para irse a la peluquería. El día del estreno, su aspecto fue impecable, y no parece que su sordera le impidiera escuchar la ovación del público, como apunta la famosa anécdota que cuenta que no percibió los aplausos hasta que la contralto Caroline Unger lo tomó del brazo y lo hizo volverse hacia el público. 

Su estreno estuvo lejos de ser una interpretación brillante, pero fue un gran éxito. La Novena triunfó de manera insólita, más aún si se piensa en la escasa preparación del público vienés para enfrentarse a una sinfonía de semejante magnitud. Romain Rolland recuerda que cuando Beethoven se presentó fue acogido con cinco salvas de aplausos cuando la costumbre del país imponía que solo se hiciesen tres para saludar la entrada de la familia imperial. El Scherzo fue interrumpido por las ovaciones del público —probablemente con la sorpresiva entrada de los timbales en la segunda sección— y se pidió un bis. La duración de la obra, su complejidad y la inesperada irrupción de las voces en el último movimiento dejaron perplejos a muchos oyentes. La prensa de la época coincidió en que se trataba de algo inaudito: una obra que parecía desbordar, de una vez por todas, los límites de la sinfonía tradicional. Una segunda interpretación tuvo lugar el 23 de ese mismo mes y mientras tanto se envió la partitura a la Royal Philharmonic Society estrenándose allí en marzo de 1825.

La Novena surgió como la confluencia de múltiples corrientes en la vida de Beethoven. Desde su juventud había sentido fascinación por la obra de Friedrich von Schiller y durante décadas acarició el proyecto de poner música a su Oda a la alegría. Ya hacia 1815 anotó en un cuaderno un tema de fuga —retomado y modificado un par de años más tarde— que acabaría convertido en el motivo principal del Scherzo. En 1817 recibió la invitación de la Sociedad Filarmónica de Londres para viajar a Inglaterra con dos nuevas sinfonías bajo el brazo. Un año después llegó a perfilar planes concretos: una sinfonía en re menor y otra que incluiría un Adagio cantique con participación coral. Finalmente, en 1822 aceptó formalmente el encargo de una sinfonía por parte de la misma Sociedad. 

Para 1823 estaba listo para centrarse en la Novena. El primer movimiento se completó a comienzos de 1823 y, para finales de ese mismo año, Beethoven ya tenía la mayor parte de los demás movimientos plenamente concebidos en su mente. No es sorprendente que lo que le causara más quebraderos de cabeza fuera cómo llegar al final; es decir, cómo escribir un pasaje que pudiera justificar la intervención sin precedentes de la voz humana en una sinfonía. Anton Schindler lo contaba así: “El maestro no regresó a Viena hasta que las últimas aves migratorias se marcharon para el invierno; ya era finales de octubre… La nueva Sinfonía estaba terminada hasta el cuarto movimiento; es decir, lo tenía todo en la cabeza y las ideas principales estaban fijadas en los cuadernos de bocetos. Contrariamente a su método habitual de trabajo, con frecuencia dejaba la música de lado, especialmente el cuarto movimiento, pues no podía decidir qué versos elegir de la oda de Schiller “An die Freude”. Sin embargo, fue extraordinariamente meticuloso al escribir la partitura de los primeros movimientos; de hecho, entre todas sus partituras, esta puede servir como modelo de pulcritud y claridad, y destaca por su escaso número de correcciones. La elaboración del cuarto movimiento, sin embargo, inició una lucha que pocas veces se había encontrado antes…”. El momento de la revelación parece haber ocurrido en torno a noviembre de 1823. Schindler refería que “un día [Beethoven] entró en la habitación exclamando: ‘¡Lo tengo! ¡Lo tengo!’ y me mostró el cuaderno de bocetos con las palabras: ‘Cantemos la oda del inmortal Schiller: Freude’, tras lo cual una voz solista inmediatamente inicia el himno a la alegría”.

No obstante, la Novena de Beethoven trasciende con creces las circunstancias que rodean su creación y la fama de su controvertido y fascinante Finale. El primer movimiento amplía la dimensión trágica que se percibe en el movimiento homólogo de la Quinta, incorporando además la complejidad estructural que caracteriza a la “Heroica”. Beethoven alteró después el orden habitual de los movimientos sinfónicos, colocando el Scherzo a continuación. El Scherzo, que suele ser un movimiento danzante y a menudo humorístico con una sección intermedia contrastante, es aquí implacablemente concentrado y su densidad se intensifica mediante la imitación fugada. El Adagio que le sigue transforma lo que en la “Pastoral” había sido una breve epifanía panteísta —el célebre “Canto de los pastores”— en un modelo inigualable de movimiento lento, redefiniendo el lirismo sinfónico. Beethoven desafió después las expectativas de su público con un acorde estremecedor al inicio del movimiento final, que precede a la entrada del bajo solista y que habría dejado aterrorizados a quienes presenciaron el estreno. 

Hoy en Viena apenas queda un vestigio del escenario que acogió aquel estreno histórico. El viejo Kärntnertortheater, donde sonó por primera vez la Novena, desapareció hace tiempo y en su lugar se levanta el Hotel y Café Sacher, célebre por su tarta y por la incesante afluencia de clientes que acuden allí para probarla. Con todo, la sinfonía ha sobrevivido intacta en la memoria colectiva de Occidente, reservada para los momentos de especial solemnidad.

A lo largo de dos siglos, su sentido ha ido mutando y multiplicándose, cargándose de lecturas políticas, filosóficas y sociales que la han hecho espejo de cada época. Nicholas Cook lo expresó con una imagen elocuente: la Novena “se parece a una construcción de espejos, reflejando y refractando los valores, esperanzas y temores de quienes buscan comprenderla y explicarla… Desde su estreno hasta hoy ha inspirado interpretaciones diametralmente opuestas”. El biógrafo de Beethoven Jan Swafford insistía en esa ambigüedad: “cómo uno veía la Novena dependía de qué tipo de Elíseo tenía en mente: si todas las personas debían ser hermanos, o si, por el contrario, todos los no hermanos debían ser exterminados”. La apelación a la unión de los pueblos que proclaman las voces en el cuarto movimiento puede leerse tanto en clave humanista como nacionalista, lo que explica por qué ideologías opuestas la han adoptado como himno propio. El carácter directo y accesible de la melodía refuerza su potencial como mensaje político y cultural.

En el siglo XX, la Novena fue utilizada por el Tercer Reich como símbolo de la grandeza cultural alemana. Adolf Hitler convirtió su cumpleaños en una ocasión para programarla, y Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del nazismo, aseguraba que la Novena ilustraba “la capacidad del Führer de lograr una victoria triunfante y alegre”. Paradójicamente, también sirvió para desvincular al Festival de Bayreuth del nazismo. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Festival de Bayreuth, fundado por Richard Wagner, se encontraba en una situación delicada debido a su asociación con el régimen nazi. En 1951, para desvincular la institución de su pasado, se decidió incluir la Novena de Beethoven en el programa del festival. También la Unión Soviética recurrió a la obra en contextos oficiales, empleándola como emblema de poder y legitimidad ideológica.

Frente a estas apropiaciones, la sinfonía fue asimismo invocada en circunstancias de resistencia. Prisioneros en campos de concentración recurrieron a la Oda a la alegría como canto de dignidad y supervivencia espiritual. Uno de los momentos más emblemáticos en los que la Novena de Beethoven se convirtió en un símbolo de libertad tuvo lugar tras la caída del Muro de Berlín, el 25 de diciembre de 1989. En un concierto celebrado en la sala de la Filarmónica de Berlín y retransmitido en directo a más de 6.000 personas congregadas bajo la lluvia en la plaza de la Gedaechtniskirche, Leonard Bernstein dirigió la obra con un gesto histórico: la palabra “Freude” (“alegría”) del cuarto movimiento fue sustituida por “Freiheit” (“libertad”), reflejando el espíritu de unidad y esperanza tras la apertura de la Puerta de Brandeburgo. En las notas al programa, Bernstein explicó que esta actuación fue: “Un momento celestial en el que deberíamos cantar la palabra ‘Libertad’ dondequiera que la partitura diga ‘Alegría’. Si alguna vez hubo un momento histórico en el que se pudieran ignorar las discusiones teóricas de los académicos en nombre de la libertad humana, es este. Y creo que Beethoven nos habría dado su bendición. ¡Que viva la libertad!”. La interpretación, que contó con orquestas, coros y solistas de distintos países, consolidó la Novena como un himno de la humanidad, capaz de representar ideales de libertad, unidad y fraternidad. Incluso con la alteración del texto, la sinfonía mantuvo su vitalidad como faro de esperanza, uniendo a las personas en torno a la celebración de un nuevo orden mundial y de los derechos humanos, trascendiendo fronteras y contextos históricos.

En 1971, el Consejo de Europa, en un intento por forjar una nueva identidad paneuropea, adoptó la Novena Sinfonía de Beethoven como símbolo de unidad. El Comité de Ministros del Consejo de Europa declaró que la obra representaba el «genio europeo» y tenía el poder de «unir los corazones y las mentes de todos los europeos». Sin embargo, para evitar la asociación con una identidad alemana, se optó por una versión instrumental del cuarto movimiento, prescindiendo de la letra original de Friedrich Schiller, «Oda a la Alegría». La elección de una pieza sin letra fue una decisión deliberada para evitar que el himno se identificara con una lengua o nación específica. Aunque esta versión instrumental fue adoptada oficialmente por el Consejo de Europa en 1972, y posteriormente por la Comunidad Económica Europea en 1985, la ausencia de texto ha sido objeto de críticas, ya que algunos argumentan que limita la capacidad del himno para transmitir un mensaje claro y unificador.

En todo caso, a lo largo de dos siglos, la Novena Sinfonía de Beethoven ha trascendido su contexto original para convertirse en un símbolo de unidad y fraternidad. Su capacidad para adaptarse a diferentes interpretaciones y contextos históricos demuestra su relevancia continua en la cultura global. Desde su estreno en 1824 hasta su adopción como himno europeo en 1985 y su uso en momentos de cambio político como la caída del Muro de Berlín, la Novena sigue siendo una obra que inspira y une a las personas en torno a ideales compartidos de libertad y fraternidad.