Tiempos de cambio
La humanidad ha tenido que adaptar sus formas de vida a continuos cambios que determinan cómo afrontamos nuestra existencia en cada era. De esta manera, el devenir de la sociedad pivota entre etapas de estabilidad y tiempos de cambio, como el que estamos encarando en la actualidad. En la historia del arte, los creadores no sólo se han adaptado, sino que han provocado ellos mismos esas alteraciones en sus ámbitos de acción, en muchas ocasiones influidos por las propias modificaciones éticas y estéticas que se producían a su alrededor. En la Viena de finales del s. XVIII, verdadero centro neurálgico del desarrollo musical en la época, estaba pergeñándose una revolución cultural paralela a los procesos políticos coetáneos que cristalizaría en las primeras décadas del s. XIX en un cambio de paradigma.
El Concierto para piano nº 20 en re menor, K. 466 de Mozart y la Sinfonía nº 1 en Do Mayor, Op. 21 de Beethoven pertenecen a ese período transicional. Los momentos de experimentación y búsqueda de nuevas soluciones compositivas suelen propiciar verdaderas joyas del arte de los sonidos. Y en este caso, confrontar ambas obras nos va a mostrar, además, un extraordinario cruce de caminos: el concierto de Mozart apunta ya hacia el ímpetu beethoveniano, mientras que la sinfonía de Beethoven nos remite al pasado reciente del Clasicismo canónico de Mozart y Haydn. Por su parte, el Nocturno Sinfónico de Fernández – Barrero, escrito en 2017, también ha propiciado un punto de inflexión en la trayectoria vital del autor español, que se venía desarrollando principalmente en Londres. En 2018, el compositor se estableció de nuevo en su país de origen y, gracias a esta brillante y premiada partitura, su nombre se está incorporando con éxito a las programaciones de nuestras orquestas.
FERNÁNDEZ – BARRERO: Nocturno Sinfónico (2017)
Marcos Fernández – Barrero (Barcelona, 1984) se formó en la Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC), en el Royal Conservatoire of Scotland y en el Royal College of Music de Londres. Sus principales maestros han sido Rory Boyle, Carles Guinovart, Xavier Boliart, Arnau Bataller, Mark Anthony-Turnage o Howard Shore. En su catálogo encontramos obras para orquesta, óperas, ballets, piezas de cámara y para instrumento a solo, así como bandas sonoras para películas. Con 36 años ya ha recibido numerosos premios tanto en España como en el extranjero, incluyendo el prestigioso Premio de Composición organizado por la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS) y la Fundación BBVA (que consiguió en 2017 precisamente con su obra Nocturno Sinfónico) o el Premio Francisco Guerrero del Concurso de Jóvenes Compositores de la Fundación SGAE y el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM).
En su lenguaje musical encontramos un caleidoscopio de influencias técnicas y estéticas en el que confluyen la experimentación tímbrica con el minimalismo, el folklore, el flamenco o el jazz. Ese eclecticismo se pone de manifiesto en su Nocturno Sinfónico, obra estrenada el 14 de marzo de 2017 por la Real Filharmonía de Galicia dirigida por Baldur Brönnimann en el Auditorio de Galicia (Santiago de Compostela) y dividida en dos secciones sin solución de continuidad: “Somnolencia” y “Pesadilla”. Según el propio Fernández – Barrero ha escrito, este Nocturno Sinfónico “es una obra evocadora de la noche basada en el mágico y misterioso mundo de los sueños. Está inspirada en los estados psicológicos que se dan con frecuencia en el descanso nocturno. Me interesa lo que sucede en la mente cuando no estamos pensando ni decidiendo, lo que hay en el subconsciente”.
El golpe de vibráfono con el que se inicia la obra nos abre las puertas de un denso conglomerado de texturas orquestales, de cualidad más cinematográfica que programática, que se va agitando progresivamente a medida que transcurre el discurso sonoro. Y en sí misma, esa primera nota “La” es el germen temático de toda la obra. Ese gesto inicial muta y genera diversos materiales temáticos que se materializan en melodías escondidas fragmentadas en distintos instrumentos (lo que se suele denominar como “melodía de timbres”) y motivos ostinato. Ambos diseños puntean un despliegue de múltiples capas sonoras que se superponen como las imágenes que se agolpan en nuestra mente durante los sueños.
Merece una atención especial el estudio tímbrico, a través del nutrido set de percusión (que incluye, entre otros, vibráfono, marimba, bongos, congas, temple blocks, crótalos o pandereta) y de las técnicas extendidas aplicadas a los instrumentos tradicionales que devienen en una orquestación exuberante. En palabras del compositor, Nocturno Sinfónico “es un reflejo personal de los personajes fantásticos, acontecimientos e imágenes volátiles que tras el íntimo descanso nocturno que paraliza nuestra actividad diaria, suelen quedar mermados en el olvido a la mañana siguiente. Nadie puede, ni quiere, escapar del maravilloso acto de soñar, pero lo más fascinante es que en los sueños todo puede suceder y nos los creemos hasta tal punto que a veces es mejor despertar de una pesadilla…”.
MOZART: Concierto para piano y orquesta nº 20 en re menor, K. 466 (1785)
Los últimos diez años de la vida de Wolfgang Amadeus Mozart, desde que se instaló en Viena en 1781, fueron los más fecundos de su carrera. Allí desarrolló al máximo el género del concierto para piano y orquesta, por el que había comenzado a interesarse a la tierna edad de once años. No dejó de cultivarlo hasta sus últimos meses de vida, en 1791. Mozart exhibe una enorme habilidad técnica y un dominio completo de los recursos que ofrece la orquesta, creando un amplio abanico de afectos y emociones. Sus conciertos presentan, en líneas generales, un carácter virtuosístico, sobre todo en los primeros movimientos, que dejan espacio a esas cadencias de lucimiento que explotan todas las posibilidades sonoras del piano de la época. Uno de los más extraordinarios y reconocidos del ciclo es el Concierto nº 20 en re menor, que junto con el nº 21 y el nº 23, ha seguido siendo el más programado desde el s. XIX.
Mozart lo concluyó el 10 de febrero de 1785, un momento vital absolutamente pletórico para él: apenas cinco meses antes había nacido su hijo Karl Thomas, en diciembre de 1784 había sido iniciado en una logia masónica de Viena y en aquellos comienzos de 1785 disfrutaba de un período de fructífera actividad profesional como compositor y como intérprete, así como de intensa vida social. Tanto fue así que este concierto se estrenó al día siguiente de haberlo terminado, tal y como cuenta su padre Leopold a su hija Nannerl, hermana de Wolfgang, en una carta. Cuando llegaron al lugar donde se iba a celebrar el evento, la Mehlgrube en Mehlmarkt, el copista todavía estaba preparando las particellas de la orquesta, por lo que parece ser que Mozart no habría podido ensayar el último movimiento antes de ofrecer el concierto, ya que debía revisar esas copias. La genialidad del salzburgués se evidenciaba también en este tipo de proezas sólo al alcance de unos pocos. Tanto fue así que, al día siguiente de ese estreno, el gran Joseph Haydn comunicó a su padre: “Declaro ante Dios que su hijo es el compositor más grande que conozco en persona o de nombre. Tiene gusto y, lo que es más, los conocimientos más profundos de la composición”.
La clave musical del significado que Mozart otorgaba a esta obra la encontramos en buena parte en su tonalidad: re menor. Sólo escribió dos conciertos y dos sinfonías en tonos menores, tradicionalmente considerados como tristes, introspectivos o sombríos, haciendo un guiño a uno de los movimientos artísticos literarios que comenzaba a crecer en aquella década de los años ochenta y que daría lugar al pensamiento romántico: el Sturm un Drang. Es el mismo re menor de Don Giovanni o del Requiem, obras intensamente relacionadas con este concierto. En el primer movimiento, “Allegro”, nos encontramos con una forma sonata de tres temas en la que domina el trágico material musical inicial que se presenta inquieto, anhelante, angustioso y airado gracias al ritmo sincopado de las cuerdas y un diseño motórico de semicorcheas en violonchelos y contrabajos.
Es curioso cómo en el segundo movimiento, “Romance”, el autor toma un intervalo de semitono que había sido utilizado de forma dramática en el “Allegro” inicial, como si de un temblor se tratase, y lo transforma aquí en delicado y encantador mostrándolo en Si bemol Mayor. Por último, el “Allegro assai”, nos ofrece un rondó cuyo tema recurrente mostrado por el piano a solo está caracterizado por el arranque triunfal e incisivo que irrumpe con un rápido arpegio ascendente. Mozart no nos dejó su propia versión de las cadencias de este concierto, pero las más habitualmente interpretadas, como escucharemos en esta sesión, son las que escribió para él Beethoven en 1795, ya que éste fue su concierto mozartiano predilecto.
BEETHOVEN: Sinfonía nº 1 en Do Mayor, Op 21 (estr. 1800)
“Hoy miércoles, 2 de abril de 1800, Herr Ludwig van Beethoven tendrá el honor de presentar un gran concierto para su propio beneficio en el Teatro de la Corte Imperial y Real, junto al Burg”. Así rezaba el anuncio del evento que marcó un antes y un después en la trayectoria profesional del compositor alemán. Siguiendo la costumbre de la época, en el programa se incluía una gran cantidad de música: se escuchó una sinfonía de Mozart, arias de La creación de Haydn, uno de los primeros conciertos para piano de Beethoven, el estreno de su famoso Septimino, Op. 20 y el estreno de “una nueva gran sinfonía”. Era toda una declaración de intenciones. El concierto había sido organizado por el propio autor que, con 29 años y ya instalado en Viena, quería trascender la incipiente fama que comenzaba a granjearse como virtuoso del teclado mostrando su faceta como compositor de ambiciosas partituras orquestales. El propósito de Beethoven era demostrar que podía adaptarse al estilo vienés y, de esa manera, incorporar su primera página sinfónica al repertorio junto a las composiciones de Haydn y Mozart. Por eso, nos encontramos con una obra escrita en el estilo clásico imperante.
No se sabe con exactitud cuándo escribió el grueso de la partitura, pero se considera que trabajó en ella entre 1795 y 1799. Está dedicada al barón Gottfried van Swieten, un valiosísimo mecenas y colaborador del triunvirato que forjó la conocida como Primera Escuela de Viena: Haydn, Mozart y Beethoven. En la crítica de aquel recital sinfónico publicada en el Allgemeine Musikalische Zeitung se afirmó que se trataba del concierto más interesante de los últimos años. Y, en concreto, sobre el debut sinfónico de Beethoven, el crítico indica: “encuentro mucho arte, novedad y una gran riqueza de ideas. Sin embargo, los instrumentos de viento son utilizados en exceso”. Como cabría esperar, el Septimino se convirtió en el gran éxito de aquella velada. El autor alemán, haciendo gala de su peculiar y distintivo sentido del humor, afirmó a su editor: “Entregad al mundo mi septeto con más rapidez, porque la chusma lo está esperando”.
La Sinfonía nº 1 en Do Mayor, Op. 21 exhibe las capacidades de Beethoven y nos deja algunos destellos que perfilarán el temperamento posterior del genio. La introducción del primer movimiento, “Adagio molto”, nos sorprende con un giro burlón, más propio de su maestro Haydn, en el que algunos han querido ver una parodia del Clasicismo. Tras varios acordes de una cierta inestabilidad tonal, asienta por fin en el cuarto compás el luminoso Do Mayor que será la tonalidad principal de la obra. El “Allegro con brio”, de carácter militar, desarrollo contenido y modulaciones escolásticas, nos muestra un vigor rítmico en el que sí podemos atisbar tímidamente al Beethoven maduro. Un contrastante “Andante cantabile con moto” nos acerca de nuevo al estilo galante a través de su motivo inicial tratado de forma fugada. Por fin, el tercer movimiento, “Allegro molto e vivace”, se presenta como un precursor directo de los vehementes y enérgicos scherzi orquestales que definirán buena parte del lenguaje sinfónico beethoveniano, aunque todavía aparece denominado como “Menuetto”. El autor convierte al finale “Adagio. Allegro molto vivace” en la sección más intensa de la obra, a diferencia de lo establecido en las convenciones habituales, según las cuales el primer movimiento debía portar el peso principal en las obras sinfónicas. Un motivo construido a partir de una sencilla escala ascendente de Do Mayor se va transformando rítmica, contrapuntística y armónicamente hasta alcanzar una triunfante reafirmación del tono principal. Con esta partitura Beethoven entró de lleno en el selecto club de sinfonistas vieneses y se preparó así para “romper” las reglas desde dentro en su revolucionaria práctica orquestal posterior.