Paráfrasis del color y rompimiento de gloria
Gonzalo Lahoz, divulgador musical
Paide y Moscú son dos ciudades separadas por una historia que han llegado a compartir, a medio día de distancia por carretera y a un solo instante a través de la luz. De esa luz musical de la que se han valido dos compositores únicos como son el estonio Arvo Pärt (Paide, 1935) y el ruso Aleksandr Skriabin (Moscú, 1872-1915) y cuya obra han llegado a definir, de alguna manera, a través de ella. Es a ellos, a uno de los padres de la corriente minimalista, con todo un trabajo luminoso en sus reminiscencias tubulares y las raíces del cristianismo ortodoxo, junto al nombre que es paradigma de la sinestesia aplicada a la música, a quien hoy dedica su programa la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid.
En la primera parte de la noche escucharemos un Te Deum, pieza que ha venido nutriendo la imaginación y el catálogo de tantos y tantos creadores desde sus orígenes como parte de las celebraciones cristianas, especialmente como acción de gracias o coronación de monarcas. Las partituras escritas desde Lully o Haendel hasta Bruckner o Dvorák son bien conocidas, alargándose hasta el siglo XX, como es el caso que nos ocupa esta noche o las obras de Britten, Kodály y Penderecki.
El Te Deum de Pärt proviene de la tradición cristiana, utilizando el Himno Ambrosiano de finales del siglo IV y las notas pedales de la práctica bizantina, sí, pero no deja de ser un producto de la corriente minimalista y del apogeo experimental de los años ochenta (fue estrenado por la WDR de Colonia en 1985), cuyo resultado es una obra de gran fuerza, con tres coros, una instrumentación particular – arpa eólica pregrabada, piano preparado y cuerda en divisi – y un sistema compositivo tan propio como peculiar: el Tintinnabuli.
Tras estudiar música en su país con Veljo Tormis y Heino Eller, sus primeras obras musicales datan de la época en la que comenzó a trabajar como ingeniero de sonido en la Radio de Estonia, en torno a las décadas de 1950 y 1960. Es entonces cuando las nuevas corrientes europeas llegan a sus oídos y Arvo Pärt comienza experimentando con algunas de ellas, como el dodecafonismo (Nekrolog) o la técnica collage (Collage über B-A-C-H). Sin embargo, el músico siente que necesita expresarse por una vía que le sea verdaderamente propia y ahí es cuando nace lo que él mismo denominó como Tintinnabuli. En síntesis, este personal método compositivo recoge la atmósfera, las concomitancias sonoras de las campanas y su tañido, con sonidos organizados en arpegios de triadas (tres notas, de ahí el tintineo al que hace referencia la denominación Tintinnabuli) y otras que van desplazándose por la escala diatónica (la que estamos acostumbrados a escuchar siguiendo las notas de un piano, por ejemplo). Se trata de una concepción minimalista de la música, desvistiéndola de todo recargado efectismo. Él mismo lo explicaba así: “Lo complejo y polifacético sólo me confunde, y tengo que buscar unidad. ¿Qué significa esto y cómo puedo llegar hasta ello? Los rastros de esta perfección aparecen de muchas formas – y todo aquello sin importancia se desvanece -. La tintinabulación es algo así… Las tres notas de una tríada son como campanas. Y por eso lo llamo tintinabulación”.
Una nota pedal del arpa eólica a modo de órgano nos introduce en una alternancia prácticamente continuada, que fluye sin apenas pausas entre las frases que entonan los tres coros: hombres, mujeres y finalmente mixto, y los momentos protagonizados por la orquesta de cuerda, que toca en solitario durante la mayor parte del tiempo. Pärt a menudo deconstruye verso por verso el texto clásico del Te Deum (a excepción de secciones como Tu, devicto mortis aculeo, donde tiene cabida la estrofa completa), formando un total de 17 partes con los 29 versos que conforman la letra y otorgándoles un espacio propio. De hecho, cada uno de ellos es presentado por un coro en solitario en reminiscencias gregorianas y después replicado por otro a modo de eco. Busca, además y de algún modo, conjugarlos con la parte instrumental que les sigue en la orquesta – una suerte de ritornelli con diferentes dinámicas -, creando una unidad completa entre lo cantado y lo tocado en la cuerda, que sólo termina de elevarse, de tener sentido unitario a través de nuestra capacidad de retención y reflexión como espectadores. Parece haber un sentido de la construcción tridimensional del sonido, de su corporeidad al presentar las voces prácticamente desnudas, sosteniéndolas por sí mismas y estas a su vez sosteniendo la esencia de lo escrito, apuntalado de forma externa por la cuerda. Como arbotantes que dieran cabida a la bóveda de una catedral.
Una bóveda de luz celeste, no tanto como la de Giordano Bruno, sino más bien aquella definida en su obra pictórica por el suizo Martin Ruf, quien en una ocasión explicaba a Pärt que pueden distinguirse más de 20 tonalidades de color azul en los cielos montañosos. Algo que, al parecer, el compositor interiorizó y terminó por trasvasar al papel pautado en esta obra. Es sin duda una de las razones por las que palpita, por las que se erige en una sutil tensión a lo largo de su casi media hora de duración. Desde la Fundación Pärt, apuntan: “Al transferir las líneas estructurales del Te Deum sobre el papel, de pronto podemos ver un majestuoso paisaje montañoso”. En cualquier caso, en palabras del propio compositor, a través de su Te Deum “sólo deseaba transmitir un estado de ánimo, un estado de ánimo que pudiera ser infinito en el tiempo, eliminando delicadamente una pieza – una partícula de tiempo – fuera del discurrir de lo infinito. Tuve que separar esta música suavemente del silencio y el vacío”. Supone así para su autor “una búsqueda de algo evanescente, algo perdido o no encontrado todavía, una búsqueda de algo que se cree inexistente, pero tan real que existe no sólo dentro de nosotros, sino también más allá de nuestro propio ser”.
Lo cierto es que al comenzar la obra, si es que la atmósfera del Auditorio acompaña – un ruego encarecido para eliminar las dichosas toses, caramelos y móviles – uno puede sentir cómo Pärt está extrayendo sonido del silencio, delicadamente, como quien utiliza sus manos para tomar el agua cristalina de una fuente en calma… o como quien recibe la luz en esos rompimientos de gloria que se ven en los cuadros, cuando las nubes se abren en un punto determinado y cae la luz, directa, que de alguna manera lo inunda todo. Concluía Part: “Podría comparar mi música a la luz blanca, que contiene todos los colores. Sólo un prisma puede dividir los colores y hacerlos aparecer; este prisma podría ser el espíritu del oyente”.
La primera de las sinfonías de Aleksandr Skriabin es una obra colosal desde cualquier prisma posible. Epítome de sus búsquedas, sus sensaciones, su colorido e infinito mundo musical y personal. Supone una magistral experimentación de la forma, en una época en la que la escritura sinfónica comenzaba a tomar un significado mucho más amplio, así como un dechado de sinestesia aplicada, aquella que condicionó todo su catálogo. La Primera sinfonía en mi mayor del compositor fue una de sus primeras obras completas y catalogadas, la primera escrita para orquesta completa y de larga duración tras Rêverie. Fue estrenada en San Petersburgo, en 1900, dando la bienvenida al siglo XX. Bruckner acababa de morir, su Novena era presentada póstumamente en 1903 y en 1895 había sido estrenada otra pieza colosal y primeriza, como es la Segunda sinfonía de Gustav Mahler. Richard Strauss llevaba los poemas sinfónicos a su máximo apogeo – por entonces se escuchaban Vida de héroe en 1898 o la Sinfonía doméstica en 1903 – y Stravinsky completaba su propia primera sinfonía en 1905. Ese momento clave de cambio, donde se abandonan el Romanticismo y sus ecos definitivamente, es el que recibe la partitura de Skriabin.
En cualquier caso, antes de entrar de lleno en esta Primera sinfonía, ¿en qué consiste la sinestesia? Según recoge una de las acepciones de la RAE, se trata de la “imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente”. En el caso que nos ocupa, a través de la sinestesia musical, a sonidos, alturas, tímbricas concretas, Skriabin asociaba de forma natural unas sensaciones visuales determinadas. Esto es, aplicaba colores a las notas o tonalidades musicales. Richard Wagner, Duke Ellington o la compositora catalana Raquel García-Tomás, Premio Nacional de Música en 2020, también han dado a conocer su condición sinestésica en alguna ocasión. No obstante, Skriabin fue mucho más allá, profundizando y estudiando en detenimiento su naturaleza sinestésica, creando círculos de color, asociándolos a acordes y tonalidades, además de a un tercer factor: las emociones. Quienes hayan visto la película de animación Del revés (Inside Out, 2015) recordarán que en ella, cada personaje que representa una emoción tiene un color determinado… un color que no resulta baladí, precisamente.
El músico moscovita iba aún mucho más lejos, pues unió la teoría y práctica sinestésica a una suerte de teosofía, abogando por la salvación del mundo a través de las artes. O dándole la vuelta, llegaba a verse como un salvador del mundo, poco menos que un místico, un profeta, con descabelladas teorías sobre las razas humanas incluidas. “La música cobra significado cuando va unida a un plan dentro de una visión completa del mundo. El propósito de la música es la revelación”, llegó a escribir. Mucho de ello tiene, también, esta Primera sinfonía, concebida como camino de transformación para el oyente a través del arte.
La partitura alcanza casi la hora de duración, a lo largo de seis movimientos que concluyen con la adición de coro y voces solistas. Antes de su estreno, el autor confió su creación a nombres como Liadov (quien la estrenó con ciertas reservas), Glazunov y Rimsky-Korsakov, quienes supieron apreciar el arte de este, sin duda, verso suelto en la corriente musical rusa del momento. De hecho, ganó con ella el Premio Glinka en el mismo año de su estreno. Todo comienza con las trompas a modo de obertura, podríamos decir, con un inicio bruckneriano, incluso wagneriano en esa textura de colores sutiles, apoyados en la cuerda y erigiéndose con las distintas familias de la orquesta, donde tienen gran preeminencia las maderas – ¡escuchen el tema confiado a las flautas! -. Sereno, contemplativo, de amplias arcadas melódicas, parece encaminarse hacia un clímax triunfal que, sin embargo, es diluido hacia el segundo de los movimientos, un Allegro drammatico mucho más tenso y acentuado que, al mismo tiempo, sigue mostrándose lírico y melódico. Esas llamadas heroicas en trompas y metales, sustentadas con el ímpetu de la cuerda. Suena grandiosa, suena elevada, concluyendo de forma solemne.
El tercer movimiento, Lento, es introducido a través de un bello tema en el clarinete. Volvemos un tanto al sentir del inicio y al poso wagneriano, sin duda, a través del segundo tema en manos de la cuerda. Regresa entonces el clarinete, la profundidad contemplativa se hace aún mayor y el segundo tema es replanteado de forma mucho más trágica a través de toda la orquesta. Es un contraste de gran impacto el que se crea con la continuación del cuarto movimiento, que juega aquí el papel del tradicional scherzo. Una “deconstrucción” del vals clásico, con trío intermedio donde la flauta, violín y xilófono resultan protagonistas.
Con el Allegro del Quinto movimiento llegamos a lo que podría ser un falso finale, con una suerte de escritura posromántica al estilo de Rachmaninov, ¿por qué no?, de profunda narrativa dramática al que se adhiere un sexto que sirve de colofón, de paráfrasis del color y la emoción. Un movimiento coral que poco tiene que ver con la Novena de Beethoven y la gran sombra de este, que todo lo alcanzaba. O tal vez un tanto, sí. En la primera parte del mismo son dos cantantes solistas (mezzosoprano y tenor) los que se alternan en una especie de oda al creador. “¡Gloria al arte! ¡Por siempre gloria! ¡Triunfo y gloria al arte por siempre!”, clama el coro. ¿Creen ustedes que se escucharán bien estas últimas palabras quienes tienen, precisamente, la potestad para el devenir y protección de este?