¿Escuchan ese rugido?
Cristina Roldán
Musicóloga y divulgadora
Hace apenas unos días despedíamos otra primavera a la que los Pequeños Cantores de la ORCAM dieron la bienvenida en su concierto del pasado mes de abril. La última cita de esta temporada 2023/24 nos invita a forzar el oído para escuchar junto a Rachmaninoff el “rumor verde” que ha dejado esta estación a su paso, y percibir los latidos de la tierra aún enardecida que parece revolverse en Mandú-Çárárá de Villa-Lobos y que grita sin medias tintas en La consagración de la primavera de Stravinsky, haciéndose oír desde todas las partes de la orquesta.
“Ya llega, resuena el rumor verde de la primavera” dice el poema Zelyonyi Shum de Nikolai Nekrasov. Un “rumor verde” producido por el deshielo de los campos, antes del estallido de las plantas en flor. Este verso podría haber rondado por la mente de Igor Stravinsky cuando concibió La consagración de la primavera, sin embargo, fue Sergei Rachmaninoff (1873-1943) quien se inspiró en el poema para escribir su cantata Spring (“Primavera”).
Corría el mes de enero de 1902 cuando comenzó la composición, acaso fascinado por la idea de la derrota del invierno por una primavera liberadora. Resulta comprensible si pensamos en el frío de Moscú en pleno enero, pero su fascinación tenía más que ver con la concepción de la primavera como renovación y renacimiento personal. Esta cantata forma parte del conjunto de obras que siguieron a las sesiones de Rachmaninoff con el doctor Nikolai Dahl, el psicólogo que le liberó de su bloqueo creativo y le permitió recuperar la inspiración para escribir su Concierto para piano n.º 2 en do menor, op. 18 (1901). Lo suyo fue, en definitiva, un resurgimiento.
En el poema, Nekrasov retrata a la primavera desde la perspectiva del invierno. La historia es como sigue: un matrimonio está confinado en el hogar conyugal, donde pasa los meses de invierno. La esposa ha confesado al marido que le fue infiel al final del verano, y este tiene que lidiar con los insoportables pensamientos que le acechan: “El invierno desgreñado ruge día y noche: ‘¡Mata a la traidora…!’”. Ha afilado un cuchillo con este propósito, pero pronto irrumpe el rumor verde de la primavera y su empuñadura flaquea. “Ama hasta donde puedas amar, aguanta hasta donde puedas aguantar, perdona hasta donde puedas perdonar, y ¡que Dios sea tu juez!”, concluye el barítono junto al coro.
Rachmaninoff comenzó a trabajar en la cantata en enero de 1902 y la completó a tiempo para el estreno del 24 de marzo de ese año. Es una de las obras menos conocidas del compositor, producto de ese período de regeneración que atravesó cuando rondaba los treinta. La introducción, a cargo de la orquesta, presagia la llegada de la primavera con un motivo que es asumido después por el coro. El tempo cambia después y la música se vuelve más asertiva. El solista habla de la pureza y la modestia de su esposa en una simple frase pentatónica que se vuelve cada vez más agitada y cromática a medida que desarrolla la historia. El grito del viejo invierno provoca un feroz pensamiento: “Mata a la traidora”, que es entonado en fortísimo. Pero después regresa la primavera con el motivo de la apertura. La ira muere y la música se reduce a un final tranquilo.
Rachmaninoff siempre mostró su estimación personal por la cantata, pero años más tarde confesaría a su biógrafo Oskar von Riesemann: “Nunca olvidaré las críticas de Rimsky-Korsakov a mi obra. Cuando terminó el concierto, entró en el camerino: ‘La música es buena, ¡pero qué lástima! No hay señales de primavera en la orquesta’”. Podríamos discrepar del autor de La doncella de nieve (1882); aunque es el coro el que realmente rompe el hielo, si se fijan bien, la metamorfosis está ahí ya desde la introducción.
La naturaleza en su estado más salvaje emerge después en la cantata profana Mandú-Çárárá de Heitor Villa-Lobos (1887-1959), que bien podría entenderse como una visión sui generis de La consagración de la primavera. El compositor brasileño subtituló esta composición como un “poema sinfónico o bailado, con dos coros, mixto e infantil sobre leyendas amerindias de los indígenas del río Solimões en el estado de Amazonas, recopiladas por Barbosa Rodrigues”. Efectivamente, Villa-Lobos se inspiró en varias leyendas de la Amazonia: “Curupira caíma eta irumo” (“Curupira y los niños perdidos”) de las regiones de Teffé, Río Blanco y Río Negro, y la cantiga “Mandú-Çárárá” (de las “Cantigas do Tamborinho”) originaria de la región del Río Solimões en Brasil. Habían sido recopiladas por el botánico y antropólogo João Barbosa Rodrigues, y traducidas de la lengua indígena nheengatu al portugués.
La historia —que cuenta con ciertas variantes según la fuente consultada— guarda semejanzas evidentes con el cuento Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. Un padre abandona a sus dos hijos en el bosque. Según apuntan algunas versiones, se vio obligado a hacerlo por no ser capaz de alimentarlos; según otras, su intención era que el dios de la danza (Mandú-Çárárá) los encontrase allí y se casase con su hija. En el camino, los niños se topan con Curupira, un ser sobrenatural que actúa como guardián de los bosques en la mitología amerindia. Curupira engaña a los hermanos y los atrae a su cabaña. De nuevo hay discrepancias sobre lo que sucede a continuación: algunas versiones sostienen que Curupira y su mujer pretendían devorarlos, los niños se dieron cuenta, le engañaron, arrojaron a su esposa a un guiso y huyeron. Curupira se comió a su mujer por accidente y, furioso al descubrirlo, salió en busca de los niños para castigarlos, pero estos lograron escapar. En otras versiones, los niños piden comida a Curupira, él los alimenta con un pedazo de su pierna y después huyen. Más consenso parece haber con el final de la historia: los hermanos regresan a su aldea, donde los espera Mandú-Çárárá para celebrar con ellos un apoteósico baile.
Mandú-Çárárá parece tomar como modelo otra de las obras maestras de Villa-Lobos: el Chôro n.º 10. Con todo, la estructura del Chôro resulta más clara y Mandú-Çárárá es de factura más torturada y sombría. Comienza con una breve introducción orquestal, después de la cual los coros hacen su entrada y la música crece gradualmente hasta el final. La maestría de Villa-Lobos se revela, por un lado, en el modo en que opone el estilo solemne del coro de adultos, que hacen las veces de narrador y de Curupira, frente a la vivaz levedad del coro de niños y, por otro, en su economía de medios, manteniendo todos los motivos una intensa vitalidad rítmica derivada de la reiteración obsesiva. La exuberancia del bosque se retrata en su polifonía, en las diversas capas simultáneas de sonido que siempre parecen estar dictadas por un ritmo de danza inexorable, adecuado a la trama de la obra.
La obra se compuso en 1940 y se estrenó el 10 de noviembre de 1946 en Río de Janeiro bajo la dirección del compositor. El musicólogo brasileño Vasco Mariz (1921-2017) afirmó que Mandú-Çárárá “contiene algunas de las páginas más bellas de Villa-Lobos”, a lo que su compatriota el crítico musical José Cândido de Andrade Muricy (1895-1984) añadiría que “muestra esa inconfundible capacidad de su autor para crear ambientes de carácter elemental, bárbaro; de lo que estuvo de moda, un tiempo, llamar ‘Primitivismo’”. Tras su primera representación en el Carnegie Hall de Nueva York, en enero de 1948, el crítico musical Francis D. Perkins confirmó en el New York Herald Tribune el parecer de muchos espectadores: “Es una de las obras más memorables del compositor más conocido de Brasil (…) tiene un amplio color y vitalidad, un sabor nacional característico y ritmos estimulantes”.
Llegamos después al título al que hemos aludido repetidamente desde el inicio de estas notas al programa. Parece haber estado siempre ahí: acompañando al “rumor verde” de Rachmaninoff y revolviéndose detrás de la danza inexorable de Villa-Lobos. Hablamos, claro está, de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky (1882-1971). La partitura del compositor ruso ha conservado intacta hasta hoy el aura de música primigenia, salvaje y pura que parece brotar a borbotones de las entrañas de la tierra. Rompedora, brutal y casi irreverente. Stravinsky llevó al límite algunos de los recursos que ya había probado en sus dos ballets anteriores, El pájaro de fuego (1910) y Petrushka (1911), todos ellos encargos, junto con La consagración, del empresario Sergei Diaghilev para sus famosos Ballets Rusos. “La idea de La consagración de la primavera me vino cuando todavía estaba componiendo El pájaro de fuego” —recordaría Stravinsky— “había soñado con una escena de un ritual pagano en la que unos ancianos sabios, sentados en círculo, observaban a una joven bailando hasta morir para complacer al dios de la primavera”. Partía de las sugerencias del pintor y arqueólogo Nikolái Roerich, que había llenado la cabeza de Stravinsky con leyendas sobre todo tipo de rituales de fertilidad de la antigua Rusia.
Lo que el público escuchó la noche del estreno de La consagración, el 29 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs-Elysées de París, fue una obra maestra de una impensable originalidad rítmica, armónica y melódica. Deslumbrante en su intensidad, en la maestría de la orquestación y en su continuo laberinto de ritmos, con los acentos colocados de manera cambiante e inesperada. Lo mismo podríamos decir de la atrevida politonalidad empleada por Stravinsky. Tanto los bailarines como los músicos tuvieron que enfrentarse a una partitura endiabladamente difícil. Un auténtico desafío técnico incluso para los intérpretes actuales. El motín de su estreno, que tanta fama dio al joven compositor, es ahora legendario, aunque hoy se sabe que la polémica tuvo más que ver con el rechazo provocado por la coreografía de Vaslav Nijinski que con la partitura propiamente dicha.
El ballet gira en torno al regreso de la primavera y la renovación de la tierra a través del sacrificio de una virgen. Para el programa del estreno, Stravinsky describió La consagración como “una obra coreográfica musical. Representa a la Rusia pagana y está unificada por una sola idea: el misterio y la gran oleada de poder creativo de la primavera”. La partitura consta de catorce números que se organizan en dos grandes partes según la secuencia coreográfica: la primera, la adoración de la tierra, y la segunda, el sacrificio.
Todo comienza con el despertar de la naturaleza, aquí representado por un sinuoso fagot ad libitum, desnudo y misterioso, en un inusual registro sobreagudo que sugiere cierta sensación de ahogo. Stravinsky tomó la melodía del fagot de un canto lituano (“Tu mano seserėle”). Esta llamada anuncia una serie de danzas de celebración de la primavera que se suceden a continuación. Comienza con la hipnótica cuerda de “Augurios primaverales. Danza de las adolescentes”, construida a partir de diminutas e irregulares células rítmicas. Irrumpe de pronto la música frenética, casi sin aliento, del “Juego del rapto”, la más aterradora de las cacerías musicales. Le suceden las “Rondas primaverales”, con una melodía en los clarinetes piccolo y bajo que corresponde a un “khorovod” o “jorovod”, una danza pagana eslava que normalmente se bailaba para el dios Yaril, de la fertilidad y la primavera. Todo derivará en un estado de auténtica agitación en el “Juego de las tribus rivales”, con arrebatos explosivos de la orquesta que parece dividirse en pequeños grupos confrontados entre sí. Acabamos esta primera parte zambulléndonos en la barbarie y la vorágine sonora de la “Danza de la tierra”.
La segunda parte se abre con las armonías densas y fantasmales de la introducción, que describe la noche pagana. La cuerda nos devuelve a las adolescentes en los “Círculos misteriosos” y, de forma atronadora, llega la breve y violenta “Glorificación de la Elegida”, con la alternancia entre ritmos constantes, casi monótonos, y confusos cambios de compás. La “Evocación de los antepasados” se abre paso después con la dramática percusión junto con las fanfarrias de los vientos. Sigue una solemne introducción a la “Danza sagrada (La elegida)”, donde febril y convulsa, la víctima baila hasta la muerte. El abrupto final disgustó a varios críticos. Según Stravinsky, el colapso representaba “el ciclo anual de fuerzas que nacen y caen de nuevo en el seno de la naturaleza”.
La partitura de Stravinsky perduró sobre el ballet, entrando sin dificultad en las salas de concierto y “colándose” en la cultura popular, desde la versión animada de Walt Disney en Fantasia (1940) hasta los “préstamos” para la banda sonora de Star Wars de John Williams. Primitiva, rotunda y brutal. A muchos aún hoy nos sigue erizando la piel.