Viena, cara y cruz de la música

En Viena cumplieron la plenitud de su obra los dos músicos convocados por este programa, Mozart y Mahler. Viena, Vaticano de la música, según alguien la definió. El primero, desde la almendra del estilo galante y el racionalismo clásico, se encaminó hasta su frontera. El segundo, recogiendo la herencia romántica, la enfatizó hasta darle la intensidad de un ocaso.

Las Vísperas solemnes del confesor en do mayor Köchel 339 de Mozart datan quizá, en cuanto a su composición, de marzo de 1780 y se conocieron al año siguiente. Es decir: el final de la etapa salzburguesa del músico y su partida hacia Viena. Se trataba de desembarazarse de la tutela del arzobispo príncipe de Collortedo y encarar su independencia respecto de su padre Leopoldo, su otro tutor. De todo se encargaría el genio del artista y a su obra me remito.

Cabe trazar velozmente una descripción de las Vísperas como forma. Su nombre proviene del latín vespro, que es como los romanos designaban el crepúsculo. En efecto, se trata de una liturgia crepuscular, la penúltima oración del día, antes de las Completas, previas al recogimiento nocturno. Cuando el día se oscurece, la actividad cotidiana cesa y se hace un recuento de lo hecho, cabe el rezo vesperal. Puede hacerse en casa o en la iglesia, en comunidad o individualmente. En tanto pieza musical, exige el conjunto y recuerda su origen muy posiblemente monacal, llevado al templo gótico cuyo crucero da lugar a la polifonía por medio del responsorio y la antífona. En efecto, aquél es una oración que suele preceder a las Vísperas y ésta es el primero de sus seis números, que se completan con textos de cinco Salmos.

La Iglesia regula cuáles Salmos corresponden a cada día de la semana y cuáles, a determinadas celebraciones. Mozart compuso dos veces en esta forma, una en memoria de la Virgen (Vísperas del Día Domingo, 1779) y ésta, acaso por San Juan y en relación con una Missa brevis conmemorativa de este santo. En general, no hay Vísperas antes de un día de solemnidad pero se suelen duplicar con un canto del día anterior (estrictamente, lo que quiere decir vísperas) seguido de procesión al que se suma el del día propio. El origen de esta liturgia es inmemorial mas se conocen reglas eclesiales y partituras de los siglos XII y XIII, es decir en plena evolución de la polifonía moderna.

Si bien como estructura musical y textual es muy estricta, en la práctica, dependiendo de cada comunidad y del santoral diario, a los números esenciales se suelen añadir otros ocasionales: Invitatorio, Lectura brevis, Canto Evangélico, Oración, Conclusión, alternando palabra hablada con palabra cantada.

Las Vísperas mozartianas siguen rigurosamente la norma formal y la adjetivación de solemnes significa que interviene una orquesta con trompetas y percusión, es decir un dispositivo sinfónico hábil también para la ópera. Hay cuatro solistas vocales, los cuatro registros clásicos, y un coro mixto. La sucesión de los números es la siguiente:

I: Dixit Dominus (Antífona)

II: Confiteor.

III: Beatus Vir.

IV: Laudate pueri.

V: Laudate Dominus.

VI: Magnificat.

Salvo el cuarto número, de trato fugado a cargo del coro, y el quinto, un aria para soprano, los demás números reúnen a todo el dispositivo: cuatro solistas, coro y orquesta, lo cual da a la partitura un empaque sostenido y una sonoridad siempre compacta. El aria citada es el momento más difundido de la obra, debido a su felicidad melódica y un despliegue vocal propio de la ópera italiana, lo cual lo ha convertido en pieza de lucimiento de distintas sopranos como integrante de conciertos vocales. Para el caso, Mozart se ha valido de los Salmos atribuidos al rey David y que llevan los números 110, 111, 112, 113 y 117 del Antiguo Testamento en la traducción latina Vulgata.

Sin quererlo, esta obra sirve para diseñar dos fronteras en el mundo mozartiano: la biográfica y la productiva. O, si se prefiere el énfasis: creativa. Es la última composición que pertenece a su etapa salzburguesa bajo la egida de Colloredo. Además, es una suerte de despedida del género litúrgico pues en lo sucesivo sólo habrá de encarar dos obras que han restado incompletas: una misa y el Requiem. Mozart tomó distancias de la Iglesia y, más significativamente, del catolicismo en general. No cabe olvidar al respecto sus páginas litúrgicas de carácter masónico.

El músico dejó Salzburgo y se instaló en Viena. Atrás quedaban sus aportes a los ritos religiosos, en especial dedicados a la Virgen María y que, desde luego, eran encargos del príncipe arzobispal. Pero también en un orden muy cercano, el vocal-sinfónico de la ópera, hay otro parteaguas. Sus títulos anteriores, considerando el panorama integral de su catálogo, son menores e inaugurales, en tanto Idomeneo, que empieza a componer por entonces con la obertura, abre la lista de su operística mayor. Otro rasgo de autonomía y autoridad es que, desde tiempo atrás, no acepta libretos impuestos sino que prefiere escogerlos personalmente. 

Los estudiosos de Mozart difieren al juzgar su obra religiosa. Alfred Einstein la considera de segunda importancia, si bien lo secundario en Mozart es siempre de una altura muy especial, muy mozartiana si se admite la redundancia. Tampoco se puede afirmar que siempre haya trabajado en ellas por mero encargo y en tamaños menores, pues un par de misas como las llamadas De la coronación y Del orfanato son obras inevitablemente maestras. Si ciertamente, tras estas Vísperas, poco hizo por la liturgia, es demasiado radical verlo como una decisión cortante.

Es verdad que Mozart trabajó al servicio de Colloredo y tanto que rechazó la oferta de la corte francesa para hacerse cargo del órgano en la iglesia de Versalles. Permaneció en su ciudad natal y también se “escapó” a Viena. Colloredo, con su despótico y denso paternalismo, quedaban en el pasado. Ahora bien: el músico pudo hacer su obra en los intersticios de del poder arzobispal, con y sin liturgia. Quizás el príncipe no pudo con la potente subjetividad y la creativa extravagancia del joven genio, o lo contrario: le dejó hacer unas cuantas cosas admitiendo que estaba ante quien estaba. 

Al duro escrutinio de Einstein otros autores como Jean y Brigitte Massin aplican matices de moderación. La música de iglesia no es, en el espacio mozartiano, mera frivolidad mundana bordada para el fasto y el oropel de una corte ya tardíamente barroca. Es algo más que una secuela tal vez anticuada del siglo XVII porque si bien se puede decir que la sintaxis musical de Mozart es la de aquellos maestros, no lo son su lenguaje musical, su gramática, su vocabulario, en definitiva: su discurso. Nadie confunde a Mozart con Telemann porque hay dos personalidades distintas que sustentan obras distintas. Y es allí, justamente, en la obra, en el concreto opus, donde está el arte y lo encuentra el receptor. 

Otros ensayistas como Jean-Victor Hocquard, ven en nuestro compositor no ya a un escritor de liturgias sino a un hombre religioso por el sentimiento de tal calidad que anima su música. En este sentido, conviene distinguir la música sacra, pegada íntimamente al rito, al que sirve como función, de la música religiosa, que bien puede darse fuera de toda liturgia. Es en su relación con lo divino, en la celebración de lo creado, tan propia del pensamiento ilustrado y de la sensibilidad razonante, donde anidan lo conmovedor a la vez que intelectual de la religiosidad mozartiana.

 

Desde 1898 Mahler era director artístico de la Ópera de Viena y al año siguiente también lo fue de la Filarmónica. Había llegado muy alto en su mundo, aunque no sin obstáculos. El Consejero de Corte Wlassack le había facilitado las cosas pero quería controlarlo, el intendente Plapp le discutía programas y repartos, la prensa antisemita no lo quería. Pero el compositor, llegando soltero a los cuarenta, aprovecha para vivir un breve aunque intenso vínculo con la soprano Selma Kurz. 

Un par de funciones con la Novena beethoveniana le permiten exponer sus correcciones a la partitura, que se suman a las de Wagner. El público delira de entusiasmo y la crítica se escandaliza. En 1900 con la Filarmónica presenta cuatro conciertos en la Exposición Universal de París, con entusiasta acogida, a pesar de que en los carteles se lo nombra como Gustave Malheur (Gustavo Desdicha). 

Según su costumbre, aprovecha los veranos para componer. Se retira a la montaña, primero a Salzkammergut y luego a Meiernigg, donde tiene una villa y una casita en la cual se aísla para trabajar, aprovechando los incansables apuntes que toma paseando por las soledades del lugar. En este marco elabora lo que será su cuarta sinfonía.

Componer, para Mahler, es divagar por un espacio donde conviven la sinfonía y la canción sinfónica. Canción es, para él, una balada a la manera de Carl Loewe pero sin repetir las estrofas sino variando en una suerte de fluida imagen sonora del devenir y el infinito. Por eso alterna un género y el otro, siempre con apoyos literarios. En esta época, los poemas populares o pastiches de tales que Brentano y Von Arnim recogen en El cuerno de la abundancia. Así, en la tercera sinfonía, el primer movimiento es la introducción al canto que sigue. Una sección sinfónica puede desprenderse y convertirse en La canción del lamento. Mahler se sirve de una imagen: componer es construir nuevos edificios con las mismas y viejas piedras, que son las vivencias infantiles. ¿Un juego de cubos, un Meccano con los cuales un niño eleva arquitecturas fantásticas, utópicas ciudades de sonido? Llenando pentagramas, Gustav vuelve a ver el rostro de su madre: lloroso, resignado, absolutorio, control doliente de su juego infantil.

En su retiro estival, recibe el texto de Hyppolitos, un drama de su amigo Siegfried Lipner, poesía abstracta que intenta personificar la oposición entre Dionisos y Apolo en la filosofía de Nietzsche. Mahler confiesa que su música es la que hay en los versos del amigo. Esta puede ser una clave – ya que hablamos de música – para entender su proceso compositivo: hurgar en el cañamazo musical de la palabra y resolver en sonidos musicales la articulación de las sílabas, que dan lugar a los versos, que a su vez dan lugar a las frases. Hay una búsqueda incesante de ese encuentro, que proviene de Wagner pero que no desagua en la escena sino en la plataforma de conciertos.

El gozo y el dolor alternan, si es que no son momentos de lo mismo. Mahler se pasea solo por los Alpes Dolomíticos, que se le aparecen como los Campos Elíseos de las almas bienaventuradas al tiempo que se vuelven el infierno del Tártaro. Miedo y culpa se le juntan. Gozar es algo culposo. El arte lo absuelve y le proporciona sentido a una vida que lo ha extraviado por completo. El artista romántico es un genio, un individuo incomparable para el cual, el mundo es algo extraño y carente de semejantes.

La cuarta sinfonía es el resultado de un curioso experimento interior. Trabajando en el teatro, la conciencia todo lo domina y no advierte que el inconciente está elaborando por su cuenta algo que parece obra de otro yo, un extraño o intruso que acaba siendo él mismo. Es la experiencia de lo siniestro, el culmen de la vida creadora en el romanticismo. En la soledad del campo, brota con ímpetu. Es su defensa ante un mundo despoblado, bajo un cielo hermético, donde todo lo hecho se desmorona y exige ser reparado. Y así llega a considerar que el andante es su obra maestra, cimera, perfecta, por lo feliz de la melodía y la plenitud de sus desarrollos. Le proporciona dicha y tristeza, lo hace reír y llorar. No obstante, al acabar el trabajo el 5 de agosto de 1900, no es la alegría su recompensa. Acaso se ve de nuevo en sociedad, en la Ópera, en la corte, entre los demás. La magia solitaria se esfuma. Severa dialéctica de un hombre aislado en su arte y, al tiempo, sociable como para tratarse constantemente con una multitud, a tal punto de considerar el colmo de la polifonía los ruidos callejeros mezclados con varios organillos que tocan a la vez.

La cuarta sinfonía es buena prueba de todo ello. El texto final, De la vida celestial, lo preocupa desde 1892 y primero lo ha pensado como una de las humorescas de El cuerno de la abundancia, después como remate de la tercera sinfonía, hasta parar en la cuarta. Igualmente, hay motivos que irán a la quinta y a la octava. Es decir que Mahler ha compuesto un gran fresco inconcluso, una sola obra de canciones y sinfonías que son lo mismo y lo diverso, y que las ha escandido con diversos títulos y numeraciones.

La cuarta es, con la primera, las que más se aproximan a la historia cuatripartita que narran las sinfonías clásicas. La diferencia está en que la apoteosis final es una canción sinfónica que describe el Paraíso como una granja de campesinos que labran la tierra y cuidan ganados, entre santos cristianos y héroes del Antiguo Testamento, bajo la mirada controladora de San Pedro. Las indicaciones de velocidad y carácter también son clásicas:

Uno: Mesurado, sin prisa, a veces lento.

Dos: Movido con prudencia, sin atropellarse.

3: Tranquilo.

4: Muy cómodo. La voz de la soprano canta el texto reseñado.

Mahler evitó estrenar la obra en Viena, dada la resistencia de los músicos locales. Lo hizo en Munich, el 25 de noviembre de 1901, confiando en la Orquesta Kaim que dirigía Félix Weingartner. Los muniqueses, público y crítica, que habían celebrado su segunda sinfonía, quedaron decepcionados. Pero fue en el estreno vienés de 1902, una sorpresa aterrorizada, una curiosidad desconcertada que acabaron con un aplauso sordo y una rechifla enorme. Hoy, desde luego, Mahler es un músico canónico, es decir que nos hemos habituado a él y tenemos sólidas expectativas cada vez que se anuncian sus obras en conciertos y grabaciones. Desde su angustia, previó un cambio en el gusto de los públicos. La música es la historia de la música y seguimos encantados en ella.

Blas Matamoros