De umbral y plenitud
Con estas palabras titula Christoph Wolff, musicólogo y profesor de la Universidad de Harvard, su estudio Mozart at the Gateway to His Fortune (volumen disponible en nuestro idioma desde 2018, traducido por Ramón Andrés bajo el rótulo de Mozart en el umbral de su plenitud), un análisis monográfico dedicado a los acontecimientos que desembocaron en la composición del Réquiem de Mozart. De entre todos ellos, es pertinente destacar aquí el creciente interés de Mozart por la música sacra en esos años, 1788-1791, una inclinación que puede rastrearse en los conciertos que dirigió gracias al auspicio del barón Van Swieten, cuyos programas comprendieron un número considerable de oratorios (incluyendo algunos de los títulos más granados del género, como los firmados por Georg Friedrich Händel). Esta proximidad progresiva hacia el repertorio religioso cristaliza en un segundo jalón importante, a saber, los compromisos adquiridos con la vienesa catedral de San Esteban, en 1791, persiguiendo el deseo de obtener el cargo de Kapellmeister, detentado entonces por Leopold Hofmann. En este sentido, el Kyrie K. 341 ha de ser enmarcado en el acervo vienés del periodo mencionado, frente a lo que sugieren el sobrenombre de “Kyrie de Múnich” y, más explícitamente, la inscripción “Entstanden wahrscheinlich in München, zwischen November 1780 und März 1781” que figura todavía en ciertas ediciones alemanas de la partitura. Fue a raíz de los avances en la datación de manuscritos mozartianos alcanzados por Alan Tyson, especialmente en su Mozart: Studies of the Autograph Scores, y por Ulrich Konrad, con su Mozarts Schaffenweise: Studien zu den Werkautographen, Skizzen und Entwürfen, cuando nuevos elementos de juicio permitieron desmentir una creencia sostenida hasta finales del siglo XX: la de que todos los fragmentos de música religiosa escritos por Mozart eran anteriores a 1780 y habían sido producidos en Salzburgo. La investigación de las filigranas del papel empleado en estos borradores probó que se trataba de música posterior, aunque en la actualidad no resulta posible despejar por completo la incógnita de si dichos bosquejos están directamente relacionados con el desempeño de las funciones en San Esteban o responden a causas diferentes, como el propósito de crear una obra de no escasa ambición formal, previamente o en paralelo a la concepción del Réquiem. En este sentido, se especula, sobre todo a la luz de la aparición en 2008 del esbozo de un Credo en re mayor, con la posibilidad de que el Kyrie K. 341, publicado en 1825 por Johann André, integrase el proyecto de gestación de una gran misa. Tampoco podemos decidir si la obra que ahora nos ocupa fue culminada por el propio Mozart, o si alguien la terminó por él, acaso el abad Maximilian Stadler. Sea como sea, la textura de las cuatro voces y el acompañamiento orquestal (dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, dos trompetas, timbales, cuerdas y órganos) ha llegado hasta nosotros como el pecio del naufragio de una nave aún por construir. Y es en ese proceloso océano que representan los contornos del Mozart postrero donde las aguas de la religión se entremezclan con las de la búsqueda de un nuevo lenguaje, y donde la lectura de estudios como el de Wolff, y la escucha de conciertos como el de esta tarde, cobran un atractivo más intenso.
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Si tengo que citar los dos artículos más interesantes dedicados al análisis de la música de Mahler que se han publicado recientemente, no me entran dudas, siempre nombraría los de Fredric Jameson: “Trascendencia y música de película en Mahler” (incluido en su libro Los antiguos y los posmodernos: Sobre la historicidad de las formas) y “An Allegorical Symphony? Mahler’s Sixth” (incluido en su libro Allegory and Ideology, aún sin traducir al castellano). El primer gesto que Jameson realiza en ambos textos es situar a Mahler con respecto a la posición del crítico o del intérprete bajo la categoría de lo que Carl Dahlhaus denominó “música absoluta”, una decisión que, de entrada, nos aleja de los ejercicios referenciales a los que frecuentemente se somete la música de Mahler, en especial su Primera Sinfonía. La obra sinfónica, así pues, sería un medio completamente diferente al Lied, y un compositor de sinfonías que también compone Lieder sería, afirma el teórico norteamericano, como un pintor que escribe poesías, un novelista que pinta, etc. Sin embargo, esta perspectiva, la de observar la partitura desde una óptica en la que la relación sonido-sentido no está condicionada por la letra de ningún canto, resulta sorprendente en la medida que el Lied ocupa un lugar central en la composición sinfónica de Mahler: como es sabido, muchas de sus sinfonías incorporan actuaciones corales, y muchos movimientos de sus sinfonías, también los de la Primera, son una reelaboración de Lieder previos (a este respecto no debe dejar de consultarse otro muy recomendable y reciente estudio: Mahler’s Voices, de J. Johnson). Por otra parte, Mahler renegó de la música programática durante el proceso de creación de la Primera, a pesar de que en su correspondencia es habitual encontrar asociaciones entre su obra sinfónica no coral y ciertos caracteres o relatos. Pero todavía disponemos de notas descriptivas del autor a propósito de su opera prima, como las que se distribuyeron entre el público que asistió a la interpretación de la versión de la Titán del 29 de octubre de 1893:
Primera parte. Recuerdos de juventud. Momentos de flores, frutos y espinas.
- “La primavera que no acaba” (Introducción y Allegro comodo). La introducción describe el despertar de la naturaleza tras un largo sueño de invierno.
- “Blumine” (Andante)
- “A toda vela” (Scherzo)
Segunda parte. Commedia humana.
- “Atrapado (en la arena)” (Marcha fúnebre a la manera de Callot). Para explicar esta pieza, no estarán de más los siguientes comentarios. El autor ha extraído la inspiración inicial de un grabado paródico bien conocido por los niños austríacos, “El entierro del cazador”, que figura en una vieja antología de cuentos de hadas. Los animales del bosque acompañan hasta el cementerio el cuerpo del difunto cazador. Unas liebres portan el estandarte, mientras una pequeña orquesta bohemia conduce el cortejo en una marcha grotesca, acompañado por gatos, cornejas y sapos músicos, junto con ciervos, corzos, zorros y otros animales del bosque, de pelo y pluma. La pieza debe crear una impresión que tan pronto resulte irónica y alegre como sombríamente meditativa.
- “Dall’inferno” (Allegro furioso). Explota de repente, como la explosión brutal y desesperada de un corazón profundamente herido.
¿Cómo ignorar estas indicaciones? ¿Qué decir, desde las coordenadas interpretativas defendidas más arriba, sobre la Titán? Tal vez, de nuevo parafraseando a Jameson (quien no consagra su investigación a esta sinfonía, sino a la Sexta y la Novena), que el proyecto de analizar la narrativa de la música de Mahler se identificaría con el de mostrar la inteligibilidad de una estructura que implosiona, la borrosa legibilidad del enfrentamiento entre bloques definidos por progresiones demarcadas y sacudidas orientadas hacia la superación de los límites en que aquellas se enmarcan. Por decirlo con palabras diferentes: el rasgo principal de la poética mahleriana residiría en la radicalización de una serie de ambivalencias que constituyen una dialéctica entre inmanencia y trascendencia formal, a saber, la amalgama entre los elementos propios de las sonatas sinfónicas (según la fórmula empleada en la última publicación que recomendaré aquí: Mahler’s Symphonic Sonatas, de Seth Monahan) y los elementos que siembran en tales moldes semillas de inestabilidad. Me contentaré con sugerir que en la Primera Sinfonía pueden perseguirse los signos de esa tensión, aún no con la evidencia de trabajos posteriores, sin duda, pero sí con la suficiente consistencia como para ensayar una lectura en dicha dirección. Porque esta resistencia a la inteligibilidad que trata de ser resuelta por la forma de la obra ya puede advertirse en la Titán a partir del recurrente principio mahleriano de la resolución no resuelta, la conclusión incompleta, el cierre abierto, según ilustran, acaso mejor que ninguna otra sección de la pieza, la apertura y la transición que une la Trauermarsch: Feierlich und gemessen, ohne zu schleppen con el Stürmisch bewegt. Cabe sostener que en la Primera, aunque de un modo aún difuminado, se combinarían dos fuerzas musicales, y creo que esta contradicción in nuce es la misma que el resto de las sinfonías de Mahler, con un grado de variable de éxito, intentarían articular: la oposición entre la distinción de un enunciado inteligible, narrativo, subsumible en la forma sonata o en la forma sinfónica, y un segundo tipo de corriente interna, en la que el sonido musical se perpetúa a través de impulsos discursivos que buscan ir más allá. La pregunta es: ¿cómo lograr un final que tenga coherencia con esta dinámica? El movimiento que clausura la Primera Sinfonía evidencia un tratamiento de este problema muy diferente al que puede encontrarse en el Mahler tardío, y quizás ahí estribaría el mayor vínculo de la obra con un contenido religioso. Diría que, entre otros autores, Pierre Boulez se acercó a esta intuición cuando aludió a la dimensión mítica de la resurrección en ¿Mahler actual?: “El humor llega, en la agresión, a invadir todo con un color irreal fantasmagórico, hasta radiografiar el tema y entregárnoslo con esa arborescencia fuliginosa que nos alerta y nos desconcierta: un mundo de huesos entrechocados, sin carne ya, tan real por lo extravagante, por lo grotesco incluso de las combinaciones sonoras; un mundo surgido de la pesadilla y dispuesto a volver a sumergirse en ella; un mundo de sombra, sin color, de cenizas sin sustancia. ¡Qué ávidamente ha sido captado y qué vigorosamente ha sido expresado este universo espectral en el que la memoria se deshilacha! ¿No será que nos atraen los reflejos sentimentales, extraños o sarcásticos, de un mundo en decadencia que un hombre ha sabido captar con agudeza? ¿Puede bastar eso para retener y cautivar nuestra atención? Hoy, la fascinación proviene con seguridad del poder hipnótico de una visión que abraza apasionadamente el final de una época que debe absolutamente morir para que otra renazca del aniquilamiento: esta música ilustra, demasiado literalmente casi, el mito del Fénix”. Las palabras de Boulez, si bien envueltas en ese afán referencial del que se alertó al inicio de estas notas, expresan una idea que, así enunciada, seguramente no puede parecer original en nuestros días, pero que, sin embargo, permanecería vigente en su declinación estrictamente formal. La interpretación del Kyrie K. 341 y de la Titán brinda la oportunidad para una comprobación personal de estas hipótesis de lectura, para escuchar las obras en cuestión como objetos luminosos y opacos al mismo tiempo, que nos sitúan intermitentemente en los dominios de la plenitud y en los del umbral.