En tiempos de guerra
Eva Sandoval
Musicóloga e informadora de Radio Clásica (RTVE)
“La música tiene la capacidad de controlar el comportamiento, y aquellos que desearon conquistar el mundo trataron de aprovechar ese poder. La música es peligrosa porque posee una fuerza invisible que le permite representar emociones y crear afinidades colectivas”
John Mauceri: La guerra y la música. Los caminos de la música clásica en el siglo XX (2022)
Música e historia dialogan mucho más profundamente de lo que en un principio pudiera parecer. El arte de los sonidos es una de las manifestaciones culturales que reaccionan con mayor inmediatez a los hechos históricos relevantes que determinan el curso de la humanidad. Y esta realidad se pone de manifiesto comprobando cómo al menos desde la Edad Media casi cualquier conflicto bélico ha tenido repercusión en las partituras de su época. Incluso han surgido géneros o subgéneros derivados de esta relación entre el arte de la música y el arte de la guerra, como las batallas renacentistas o los réquiems de guerra del s. XX. Por otra parte, han sido muchos los músicos cuya vida personal y profesional se han visto fuertemente influidas por las circunstancias políticas que les tocó vivir, convirtiendo parte de su producción en un reflejo fiel de la beligerancia de su tiempo. Este intenso vínculo entre la guerra y la música lo vamos a poder comprobar de primera mano a través de las obras de Haydn y Rachmaninoff programadas en el concierto sinfónico VII de la ORCAM.
Al compositor austríaco Joseph Haydn (1732-1809) también le afectó la política de su época, pero su vida nunca llegó a los extremos de la tortuosa existencia que padecieron otros autores a consecuencia de las decisiones gubernamentales, como podrían ser los casos de Shostakovich o Richard Strauss. Es más, la vida de Haydn fue relativamente tranquila y pacífica. Una de las frases más famosas que se han puesto en su boca dice así: “Estaba aislado del mundo, nadie cerca de mí podía confundirme ni importunarme en mi camino, de ahí que no me quedara más remedio que ser original”. Haydn se refería con este comentario al extenso período de cerca de treinta años en el que trabajó a las órdenes de la aristocrática familia Estherházy, especialmente para su querido patrón Nikolaus, en su palacio de Hungría, donde desarrolló gran parte de su carrera como músico de corte. Eso sí, nunca dejó de echar de menos poder residir durante más tiempo en Viena, que era (y en muchos sentidos sigue siendo) el centro neurálgico de la vida musical del momento.
En 1790, liberado ya de las fuertes ataduras que le unían a los Esterházy, Haydn se trasladó primero a Londres y después a Viena. En esos años finales de su vida escribió algunas de las mejores obras sinfónico corales de su catálogo, como los conocidos oratorios La creación, Hob. XXI:2 (1796-1798) y Las estaciones, Hob. XXI:3 (1799-1801). Pero también compuso seis importantes misas latinas para Nikolaus II Esterházy, nieto del que había sido el más importante patrón del músico. Haydn regresó a su servicio como colaborador después de sus exitosos años en Londres. Las seis obras que constituyen el ciclo completo, concebido entre 1796 y 1802, podrían considerarse como “misas de guerra”, ya que fueron escritas durante las dos primeras Guerras de Coalición contra la Francia republicana y reflejan en algunos de sus títulos este hecho. Ese es el caso evidente de la Misa en re menor “in Angustiis”, Hob. XXII:11 (1798), también llamada Misa Lord Nelson, cuyo dramatismo la ha convertido en, quizás, la más popular de las catorce misas que concibió Haydn. Esa angustia evocada en el título tiene que ver con las andanzas de Bonaparte en su campaña egipcia y la destrucción de la flota francesa en Aboukir por parte del vicealmirante de la Marina Real británica, Horatio Nelson.
La que hoy nos ocupa, la Misa en do mayor “in tempore belli”, Hob. XXII:9 para cuatro solistas, coro y orquesta, exhibe ese subtítulo, “en tiempos de guerra”, en el propio manuscrito autógrafo. Haydn, que era un hombre profundamente religioso, también añadió las palabras “Alabado sea Dios” al final de la partitura. Y es que 1796, año de su escritura, fue un momento convulso para Europa y de movilización general en Austria. Las tropas de Napoleón amenazaban con invadir Viena por el sur, ya que el general Bonaparte estaba venciendo a los austríacos en Italia. De hecho, en el mes de agosto de ese año, las autoridades vienesas habían llamado al levantamiento general y se prohibió hablar de paz hasta que el enemigo no fuera conducido de regreso a sus antiguas fronteras. En ese contexto bélico, de inminente invasión napoleónica, fueron varios artistas los que contribuyeron al fervor patriótico. Haydn lo hizo con ésta y otras obras. Pero, además, en esta misa podemos comprobar la influencia de los decretos imperiales sobre la nueva música eclesiástica austríaca. La obra se interpretó por primera vez en público el 26 de diciembre de 1796 en la parroquia escolapia de Maria Treu en Viena durante una ceremonia en honor del hijo del funcionario imperial Johann Franz von Hofmann. Posteriormente, se escuchó en la Bergkirche de Eisenstadt el 29 de septiembre de 1797.
Escrita allí, en Eisendstadt, esta Misa “in tempore belli” combina la maestría de Haydn en el género sinfónico, que había perfeccionado en sus más de 104 sinfonías, con su destreza operística. Ese sentido de teatralidad, conseguido con una fuerte imbricación entre texto y música, logra una poderosa eficacia dramática y espiritual que sentará las bases para una nueva forma de concebir las obras sacras. De hecho, la pieza es conocida también como “Paukenmesse” o “Misa de timbales” debido al uso simbólico que hace Haydn de este instrumento. Por otra parte, el equilibrio entre las voces del coro y los solistas con la orquesta es tan perfecto que estas últimas misas del maestro austríaco han sido denominadas como “sinfonías para voz y orquesta sobre el texto de la misa” o “misas sinfónicas”.
En la primera sección, el Kyrie” se establece la deslumbrante tonalidad principal de la obra: do mayor. Tras una introducción lenta pero esperanzadora, irrumpe el tema principal con la soprano solista que se opone al coro en la famosa plegaria Kyrie eleyson (Señor ten piedad). El Gloria, una pequeña sinfonía coral en sí mismo, se estructura en tres secciones de tempo contrastante Vivace, Adagio y Allegro. Las dos extremas utilizan materiales musicales similares elaborados con carácter de júbilo y exaltación para ilustrar el texto de alabanza a Dios. En la sección central encontramos un pasaje lírico y profundamente conmovedor para barítono acompañado por un violonchelo solista en el registro agudo con intervenciones dramáticas del coro que representa la súplica de la colectividad. Esta textura irrumpe en las palabras “Qui tollis peccata mundi, miserere nobis” (“Tú que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros”).
Como suele ser habitual, el Credo, el texto más extenso de la misa, se divide en distintas secciones. La partitura de Haydn ilustra con su música los distintos pasajes de esta declaración de fe. Destaca la apertura, en la que encontramos el espíritu y el vigor de la música religiosa de Johann Sebastian Bach. Se trata de una suerte de fuga en la que cada una de las cuatro voces del coro, en sus rítmicas y joviales entradas individuales, ponen en valor las primeras líneas del Credo: “Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae” (“Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”). Destaca el “Crucifixus” (“Crucificado”) con su clima de desolación extrema cantado por el coro. Y en “Et vitam venturi saeculi” (“Y la vida del mundo venidero”) el coro inicia una grandiosa fuga haendeliana interrumpida en distintas ocasiones por los solistas vocales.
Tras el breve y majestuoso Sanctus, llega uno de los pasajes más teatralmente bélicos de la misa: el Benedictus. Tras una inquietante introducción instrumental que establece la sombría tonalidad de do menor, las tres voces solistas más graves (mezzosoprano, tenor y barítono) acompañan la melodía de la soprano con gestos cortos y nerviosos, como si de temblores angustiosos se tratase. Los timbales se ponen de relevancia especialmente al final de la obra, en el Agnus Dei, una sección casi militar con unos prominentes solos poco habituales en las obras sacras de la época. Estos pasajes representarían la amenaza latente de las tropas francesas “Como si se oyera al enemigo aproximándose a lo lejos”, habría dicho Haydn. Pero es en los compases previos al fragmento textual más próximo a aquella posible guerra, el “Dona nobis pacem” (“Danos la paz”) final, cuando Haydn incluye los golpes de timbal más siniestros y amenazadores reforzados por apocalípticas fanfarrias de los vientos que desembocan en un final vivo y luminoso.
La Misa “in tempore belli” de Haydn fue escrita en 1796, pero hasta los primeros años del s. XIX Napoleón no consiguió invadir Viena. Curiosamente, el compositor falleció el 31 de mayo de 1809, a los 77 años de edad, durante uno de los más graves ataques a la ciudad por las tropas francesas. En un intento por calmar y tranquilizar a sus sirvientes cuando un disparo de cañón cayó cerca de su casa, parece ser que entre sus últimas palabras afirmó: “No tengáis miedo, donde esté Haydn, no puede haber daño alguno”.
En el caso de Sergei Rachmaninoff (1873-1943), sus circunstancias vitales, tanto personales como políticas, condicionaron su capacidad y su disposición para componer. La sensibilidad extrema, el carácter depresivo y nostálgico y la sensación de miedo e inseguridad económica le llevaron a buscar distintos refugios a lo largo de su trayectoria que le permitían potenciar su creatividad. Las tres sinfonías que nos dejó fueron escritas en tres de ellos y en tres etapas vitales muy diferentes. Concibió la primera con 22 años en Ivánovka, una finca cercana a Tambov de sus parientes aristócratas, los Satin, que se convirtió en la residencia de verano del compositor hasta su salida definitiva de Rusia en 1917. Una década después de haber completado su primera obra sinfónica, inició la segunda durante su estancia en Dresde, donde se trasladó con su familia huyendo de las revueltas sociales que empezaban a incrementarse en su país natal. Y, por último, la tercera, la compuso al final de su vida, entre 1935 y 1936, en la villa Senar, una parcela cercana al Lago de Lucerna en Suiza que fue configurada en imitación a Ivánovka.
Tras el exitoso estreno de su segunda sinfonía en 1908, Rachmaninoff consiguió recuperar completamente el amor propio y la confianza en sí mismo frente al género sinfónico. Cuatro años antes, en 1904, el músico se había hecho cargo de la dirección orquestal del Teatro Bolshói. Pero durante su segunda temporada allí, en el contexto de la Revolución de 1905 contra el régimen del zar Nicolas II de Rusia, comenzó a vivir en primera persona el malestar social del Moscú del momento. Los artistas y el personal del teatro organizaron protestas y demandaron condiciones y salarios más dignos. Así las cosas, en febrero de 1906 presentó su renuncia. Y no sólo eso, en octubre de aquel mismo año, el temor por la creciente agitación política y la necesidad de aislarse para componer llevó a la familia Rachmaninoff a trasladarse a Dresde, donde permanecieron tres años, regresando a Rusia sólo para las temporadas veraniegas en Ivánovka.
Tan reconfortante fue la nueva situación en Alemania que, en el mes de octubre de aquel primer año 1906, el autor tuvo el valor de comenzar su Sinfonía nº2 en mi menor, Op. 27 tras el estrepitoso fracaso de su primer intento sinfónico. El día de Año Nuevo de 1907 ya había concluido el primer borrador de la partitura, pero su inseguridad con la nueva criatura le hizo someterla a distintas revisiones durante meses. La dirigió en su estreno en San Petersburgo el 8 de febrero de 1908 y, afortunadamente, la recepción fue muy favorable, hasta el punto de que la obra ganó el prestigioso Premio Glinka diez meses más tarde. La partitura está dedicada a Serguéi Tanéyev, compositor, profesor y teórico ruso alumno de Chaikovski.
Estamos ante una de las obras orquestales más apreciadas de Rachmaninoff, especialmente por la exuberante orquestación y las melodías envolventes y extraordinariamente apasionadas tan propias de su lenguaje. Se estructura en cuatro movimientos. En el primero encontramos una amplia y misteriosa introducción Largo que puede llegar a los cinco minutos de duración. Se basa en una línea sencilla y ondulante en las cuerdas graves que reaparecerá en diversas formas a lo largo de toda la composición. El lirismo y la intensidad crecen progresivamente hasta que el corno inglés a solo desemboca en el Allegro moderato, cuyo tema principal presentan los violines y que se caracteriza por el incesante flujo melódico que preside toda la obra. Más tarde, violonchelos y contrabajos presentan otro material más agitado y palpitante. En el desarrollo, Rachmaninoff juega extensamente con los motivos anteriores modificando las texturas para alcanzar clímax vigorosos y conmovedores.
El segundo movimiento Allegro molto es un scherzo en modo menor que se inicia con un fervoroso impulso rítmico animado por las trompas. Poco después tiene lugar uno de los pasajes más memorables y recordados de esta obra: Rachmaninoff ralentiza el tempo y nos introduce, a través del clarinete, en una melodía hipnótica de un romanticismo arrebatador. En la sección central nos encontramos con una suerte de fuga irregular, no exenta de ironía, que arranca en los segundos violines y que se va construyendo con las demás secciones de la orquesta. Tras la presentación en forma de coral del motivo inicial de la sinfonía por parte de los instrumentos de viento metal, llegamos al tercer movimiento, un Adagio que constituye el pasaje más popular de la pieza. Se presentan dos melodías al mismo tiempo: una línea ornamentada en tresillos que introducen las violas y el diseño anhelante de los violines respondido por el clarinete, un pasaje que, por sí mismo, habría hecho pasar a la historia a esta Sinfonía nº2. Este tema, por cierto, fue llevado al pop por Eric Carmen en 1976. La habilidad del compositor para trenzar contrapuntísticamente los distintos materiales nos conduce a la cima emocional de la sinfonía. El Finale Allegro vivace concluye la obra de forma brillante, como era de esperar, en modo mayor y con un gran derroche de virtuosismo y colorido orquestal. Aunque aparecen nuevos materiales, como una trepidante tarantela, el movimiento se construye en torno a los temas de las secciones anteriores.