Viaje con B
Juan Francisco de Dios Hernández
Profesor de Historia y Ciencias de la Música de la Universidad Autónoma de Madrid.
Viaje con B
Disculpe la irrupción de estas palabras mientras disfruta del espacio, de la compañía e incluso del tiempo. Tenemos la osadía de invitarle a un viaje. No, no tendrá que moverse de su butaca, pero le aseguramos que cuando se levante ya no será el mismo. Será una odisea. En efecto, como la de Ulises. Una odisea en la que visitaremos los lugares sonoros que idearon un grupo de compositores cuyos apellidos comienzan por B. El objetivo del viaje es individual, aunque seamos muchos frente a los mismos horizontes sonoros. Unos se mirarán al espejo del arte y se podrán conocer mejor, otros tendrán la suerte de reconocerse allí, entre notas y dibujos musicales; algunos disfrutarán de momentos emocionantes, otros visitarán lugares sonoros comunes o incluso descubrirán recovecos insospechados… De cualquier manera, este viaje con B partirá de la fascinación, de ese milagro humano llamado Música, de esa capacidad de la escucha por la que una simple combinación de sonidos nos despierta la necesidad y la certeza de ser y estar.
Notarán que partiremos de un escenario sencillo, incluso vacío. Y es que el viaje arrancará con la voz humana y esa inefable capacidad de lograr que algunos sacrifiquen su individualidad por el beneficio colectivo. La espiritualidad en el arte sonoro ha abierto ventanales inmensos. Los creadores de todas las épocas han sabido servir a lo sublime siendo coherentes con sus temperamentos y su tiempo. Hoy en nuestro viaje tendremos paradas en los tenues amaneceres británicos, en las puestas de sol eternas de Escandinavia, en la explosión vital norteamericana, con parada frente a los acantilados de la atemporalidad luminosa del Mediterráneo. Nuestro último tramo nos sumergirá en los lagos de Estiria desde donde Brahms vislumbró su cuarta aventura sinfónica.
El primer destino de nuestro viaje con B nos acercará a la contemplación de lo espiritual. Dos partituras nuevas y una de las obras cumbre del renacimiento inglés en los atriles de nuestro coro. Tres miradas a lo espiritual de la voz humana. Rumbo al Sur. Del tenue sol septentrional a la contemplación del blanco meridional. Texturas polifónicas, tanto pronto prolijas en juegos contrapuntísticos, tan pronto homofonía monocroma, acordes densos y sonoros con los que la voz humana genera la esencia sonora de occidente.
El primer estadio de nuestro viaje serán las notas, las voces y las islas de William Byrd (c.1540-1623), principal exponente de esplendor coral en el renacimiento tardío inglés. El compositor londinense supo desarrollar una brillante carrera en medio del cambio dinástico entre los Tudor (Isabel I) a los Estuardo (Jacobo I). Ya en plena madurez creativa, Byrd publicó su Gradualia (1605), una colección de más de un centenar de obras religiosas dentro del rito católico. Contenida en esta producción de polifonía litúrgica, Ave Verum Corpus es sin duda una de sus obras más famosas. Himno eucarístico atribuido al Papa Inocencio IV en el siglo XIV, ha disfrutado de grandes miradas sonoras (de Mozart a Gounod, pasando por Elgar) pero probablemente la versión de Byrd sea una de las más recurrentes en el repertorio. La polifonía de Byrd procura mantener la inteligibilidad de las palabras mostrando una evidente herencia trentina, pero sin renunciar al color brillante de los episodios contrapuntísticos. La magia de Byrd consiste en dejar volar unas notas que tienden a recogerse apaciblemente al final de cada verso. El conjunto suena denso, corpóreo, donde cada voz tiene su momento de lucimiento y donde la música fluye con la naturalidad de las aguas calmas.
Aún resuenan las frecuencias del coro a cuatro cuando, desde el siglo XX, se nos abre una ventana al pasado. Le propongo que cierre los ojos en el primer acorde de los Tres himnos latinos (1931) de Gottfried Berg (1889-1970) y compruebe que viajar en el tiempo es posible. Los tres himnos latinos: Veni creator, Miserere y Ave Maria nos conectarán con el pasado, con la inmaterialidad. Berg, compositor sueco de ascendente germano, planteó un ciclo de tres pequeñas obras corales bajo el paraguas de la fiebre neoclásica que inundó la Europa de entreguerras. La eclosión de la Musicología como materia revitalizadora permitió redefinir las claves de lo bello en la música. Explicar la belleza musical, verbalizar la obra sonora fue un nuevo objetivo para muchos. Pero mirando atrás se rompía la natural tendencia que nos proyectaba siempre al futuro. Y es que la crisis estética propuesta por las vanguardias históricas a finales del siglo XIX había cambiado las sillas de sitio. Algunos parámetros sonoros se habían modificado tanto que comenzó una inusitada nostalgia del pasado huyendo del presente. Aquella vuelta al pasado escondía un cierto miedo al futuro. Pero cada tiempo tiene sus paradigmas y aunque todo vuelve, nada lo hace del mismo modo que fue. Una joven generación de compositores germanos propuso una nueva mirada a la espiritualidad vocal. Este movimiento fue especial en Suecia, animada por la Sociedad Coral Religiosa, con un programa de formación de coros, revistas, ediciones de partituras y una mayor presencia musical en los templos. Berg fue uno de los grandes representantes de aquel movimiento. Los Tres himnos latinos de Gottfried Berg que disfrutaremos son hijos de esa revisión historicista. Música fluida, serena, donde los episodios contrapuntísticos se alternan con otros en los que la verticalidad nos retrotrae a lugares pretéritos.
El sonido mediterráneo, el amor luminoso, la despedida coral de Luciano Berio, E si fussi pisci (2002) nos conduce a Sicilia, a una canción popular en el dialecto propio de la isla. Como las olas marítimas, esta canción de amor estuvo presente a lo largo de toda la vida creativa de Berio. La primera vez que se dejó seducir por esta melodía, el compositor de Oneglia tenía apenas 23 años. A sus Due Canti Siciliani (1948), para tenor y coro, le siguieron un arreglo para viola en 1981, ya con el título E si fussi pisci, al igual que en uno de los 34 Duetti (1979-1983). ¿Por qué tantas vueltas, por qué tantos regresos? “…Y si fuese un pez cruzaría el mar/ y si fuese un pájaro volaría hacia ti/ y boca a boca te querría besar/ y cara a cara de lo diría…”. Pues eso…
La obra está dedicada Umberto Eco y encontraremos al coro imitando el trotar de un caballo hasta que se abra paso la melodía con los tenores. E si fussi pisci, la canción de amor, la canción de la dicha deseada, pasará por todas las voces, resonando en su belleza limpia. Berio no se limita a armonizar el canto original, sino que lo reconduce, lo aprehende, generando una nueva luz, un nuevo estadio de belleza intensa como los ojos y el mar. Berio cierra varios círculos con un regreso al movimiento, al camino, a la canción de amor. Fue su penúltima obra, la última para una masa coral, dando fin a la primera parte de nuestro viaje con B.
En este momento, nuestro periplo ha de sobrevolar todo un océano. Frente a las costas norteamericanas recogeremos velas invitando al solista y a la orquesta a proseguir nuestro viaje. Nuestra nave se llenará de timbres, de nuevos colores, de nuevas motivaciones. Frente a nosotros, Leonard Bernstein (1918-1990), una de las figuras más famosas de la reciente historia musical estadounidense. Bernstein tuvo que cargar pronto con la herencia de la tradición popular y la europea en un país que se debatía entre ambos continentes. La gran música americana desde Joplin a Gershwin, desde Ives-Cowell a Corigliano-Adams, sin olvidarnos de aquellos grandes europeos que se refugiaron de la ira y la furia nazi contra la cultura, todos ellos chispearon entre los neones de los grandes teatros y las inmensas salas de concierto. Chichester Psalms (1965) emergió tras el éxito incombustible de West Side Story (1957) y su indispensable reclamo en los grandes auditorios mundiales. Brillante, dinámico, eléctrico, extraordinario conocedor de los recovecos de la orquesta, Bernstein logró algo único, inusitado en nuestro tiempo, fascinar a todos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, intelectuales e iletrados. Puro talento.
En Chichester Psalms, Bernstein desplegará al coro frente a la orquesta, con especial presencia de la percusión y reservando al solista un segundo tiempo de reflexión. No es una lucha de estilos, de maneras de converger frente a lo divino, sino una unión de intereses, una dinámica fusión de identidades sonoras. Tres movimientos. El primero ágil, rítmico, haciendo sonar los Salmos 108 (2) y el 100 al completo. Música divertida, desenfadada, incluso fácil en la escucha, que dará paso a un tiempo más introspectivo en el que el solista expandirá un diálogo con apoyos jazzísticos y recursos vocales hablados en el coro. Escrito para una voz blanca o un contratenor, serán entonces los Salmos 23 y el 2 (1-4) los que servirán como apoyo textual a una música más despojada, más austera y compleja en el segundo tiempo. Cerrará el viaje un tercer movimiento mahleriano –cómo no viniendo de uno de los grandes directores de las sinfonías del compositor bohemio– , dramático y de tonalidad expandida, en el que Bernstein despliega las alas de aquel tipo de música contemporánea a la que sólo renunció teóricamente en sus programas televisivos, pero a la que supo integrar entre los paradigmas de su creación sonora.
Quizá se haya tomado un respiro, incluso haya comentado con alguien las sensaciones y las emociones de lo vivido. Quizá simplemente se ha quedado sentado, disfrutando de los acontecido y de lo que está por venir.
Con seguridad ha escuchado alguna vez aquello de las tres B de la gran música alemana: Bach, Beethoven y Brahms, o incluso aquello del espíritu trascendente y vertical de lo germano como un sonoro Rin inapelable que llama a las puertas de la eternidad. Y claro, nuestro viaje con B no podía prescindir de esa atracción inefable. Johannes Brahms (1833-1897), disfrutó de un verano en Estiria, concretamente en el pequeño pueblo de Mürzzuschlag, al sur de Viena. Ya no era aquel joven atlético capaz de remontar a pie las orillas del Rin en la década de los años cincuenta. Aquel rubicundo de voz atiplada, excelente pianista que tocaba dúos con Eduard Reményi allí donde paraba el tren y que se enamoró de la música de Schumann y de la figura de su esposa Clara Wieck-Schumann, era ya un inmortal en vida que no seguía a nadie, sino que era seguido por otros. Ya en la cincuentena, tras haber superado el conflicto moral de la sinfonía como género, el maduro Brahms afrontaba la cuarta y última de su ciclo.
La aspiración de eternidad del músico hamburgués quizá ubica nuestro viaje en el lugar de la música pura, en un espacio colgado de un equilibrio imposible. Durante aquella estancia en Estiria, Brahms comenzó a trabajar en su 4ª Sinfonía, compuesta entre 1884 y 1885. Se trata de una de las obras más representativas del concepto de música absoluta tan alejada de los textos como de los pretextos. Música que surge de sí misma, del trabajo intenso y de un ingenio que apalea –como dijo Hanslick tras la primera escucha de la obra–. Nada de lo que suena, ni una sola nota que se desgaja de la orquesta, es fruto del azar creativo. Cada motivo surge de otro generando una estructura tan exacta y pensada, que aplasta y apasiona en el análisis y en la escucha. Esta Cuarta Sinfonía posee el gran beneficio de lo que parece natural, sencillo, casi encontrado por casualidad –aunque parte de eso encontrado esté ya en Beethoven, como el motivo inicial de la sinfonía y ya presente en la Hammerklavier –. Brahms desarrolló una coherencia formal y motívica que le ponían por méritos propios en una peana semejante a Bach, Haydn o Beethoven. No, a Mozart no, que se le caían las melodías de los bolsillos, como decía Hesse. La coherencia estructural es de tal calibre que la escucha repetida de sus entresijos es tan inagotable como una fuente surgida de la piedra. Cuando Brahms presentó la obra en reducción pianística a algunos de sus allegados, estos quedaron estupefactos, superados por una creación tan densa y personal. Y es que como dijo Brahms: “… las cerezas de Mürzzuschlag son amargas…”. Hubo reticencias en algunos de ellos, pues consideraban que el uso de determinados recursos (demasiadas cuartas en los motivos que rompían la escucha de las tríadas) dificultaba la comprensión musical. Demasiadas cuartas, muchas referencias, demasiadas cosas. Y claro, nadie reclamó la partitura para su estreno. Fue el propio compositor frente a la Meininger Hofkapelle, una de las orquestas más antiguas de Europa y que por entonces estaba dirigida por el saliente Hans von Bulow y el entrante Richard Strauss, la encargada de dar vida a esta cuarta sinfonía. Al contrario de lo que cabría esperar, la obra fue un éxito importante, volviendo a demostrar que los criterios de la escucha formal no son los mismos que se perciben en la escucha sensorial.
Con un fulgurante acorde de mi menor llegamos al final de nuestro viaje. Nuestro viaje con B. Un camino que nos demuestra que todo lo que tomemos con pasión e ilusión, no puede ser pasajero, anodino, gris, sino más bien fascinante, incluso inolvidable. Los ecos de las voces y las palabras, los pensamientos y las identidades, todos los atardeceres, todos los tiempos… y todos los viajes.