El último péché mortel de un corazón bufo
Carlos Figueroa, musicólogo
Cuenta Orlando Figes en su monumental Los europeos que Gioacchino Rossini sentía pavor por los trenes. Hay constancia, al menos, de un viaje en ferrocarril entre Amberes y Bruselas en 1836, pero a partir de 1840 prefirió desplazarse únicamente en coche de caballos. No deja de ser simbólica, como subraya el historiador británico, la incapacidad del músico para adaptarse a los tiempos que le había tocado vivir. Tiempos revueltos en que el idealismo y el sentimiento habían virado, según sus propias palabras, hacia «el vapor, el robo y las barricadas». La vibrante poética musical rossiniana, ventana abierta al mundo durante apenas diecinueve años –el tiempo comprendido entre su primera y su última ópera–, se había visto arrollada, en efecto, por la descomunal locomotora de la grand opéra, inflamación parisina del género, que lo ensanchó hasta adquirir dimensiones mastodónticas.
La historia es conocida: después del apoteósico estreno de su Guillaume Tell en 1829, Rossini, el compositor cuyos éxito, fortuna y reconocimiento público no tuvieron parangón durante el primer tercio del siglo XIX, decidió retirarse. En ese momento, el punto álgido de su carrera, su nombre estaba indisolublemente vinculado a un género que lo había sido todo social, política, intelectual e incluso amatoriamente hablando en la Europa que lo idolatraba; y, singularmente, en la Italia que lo había encumbrado. Las verdaderas razones del abandono fueron diversas y han sido motivo de especulación hasta nuestros días. Franz Liszt afirmó que la puntilla fue el éxito de Robert le diable (1831), la ópera de Giacomo Meyerbeer, cuyos moldes espectaculares, que incluían multitud de actos, grandes masas vocales y números de ballet, habrían resultado estructuralmente inalcanzables para la modesta artesanía rossiniana. Musicólogos e historiadores han coincidido, sin embargo, en apuntar otras causas más allá del cambio en los gustos del público. Así, junto al agotamiento del músico y su exigua salud, deben mencionarse los nuevos aires políticos o la tranquilidad que podía proporcionarle la inmensa fortuna amasada durante sus años en activo, aun no habiendo escrito una sola nota más durante el resto de su vida. Todos estos elementos, en mayor o menor medida, tienen su peso a la hora de desentrañar el largo período de silencio que siguió al Tell. Sea como fuere, y visto con perspectiva, el caso de Rossini no fue el único –sí el primero– de una lista que comprende a otros compositores cuya labor creativa se desempeñó en el campo de la música escénica, desde nuestro Pablo Sorozábal hasta autores señeros de Broadway como Irving Berlin o Jerry Herman. Llegados a un punto, todos ellos comprendieron que su momento había pasado y lo mejor era callar.
La salud física y mental del maestro no fue, como queda dicho, asunto menor. La desaceleración en el ritmo de producción es notoria si se observa el número de óperas creadas en las décadas de 1810 y 1820, respectivamente. Philip Gosset ha afirmado que, finalizada su carrera, Rossini vivió como un semi inválido hasta su muerte. A la fatiga y las crisis nerviosas cabría añadir problemas en la uretra, con las consiguientes peregrinaciones de un médico a otro en busca de la ansiada sanación, así como cuitas conyugales que propiciarían el distanciamiento de su primera esposa, Isabel Colbran. Súmense a esto las zozobras económicas derivadas de la caída de Carlos X de Francia, de quien el compositor había obtenido, bajo contrato, una renta vitalicia anual –compusiera o no– y cuyas cláusulas se habían convertido en papel mojado tras la Revolución de 1830. Sería otra revolución, la de 1848, la que le crease nuevas complicaciones vitales, en aquella ocasión en su Italia natal.
Los litigios para recuperar las rentas comprometidas con el rey destronado llevaron al compositor seis largos años. Rossini viaja a París en 1830 para poner en orden sus finanzas. Allí estrechará lazos con Olympe Pélissier, a la postre su segunda esposa, quien cuidará con devoción del enfermo. Son tiempos de achaques e incertidumbres, pero también de ajetreada vida social y de viajes. En Alemania conocerá a Felix Mendelssohn, a quien causará una profunda impresión, e iniciará una amistad de por vida con Ferdinand Hiller. Si el rossinismo se había convertido en leyenda, el hombre que lo encarnaba aún podía portar sus bien ganados laureles; a pesar de que el cetro de la ópera había pasado, si bien transitoriamente hasta el descollar de Verdi y Wagner, a manos de aquel alemán italianizado llamado Meyerbeer, que no sólo viajaba asiduamente en ferrocarril, sino que incluso componía a bordo de aquél.
Uno de esos viajes llevará –o, más bien, traerá– a Rossini hasta Madrid. A comienzos de 1831 viaja a la ciudad como acompañante de su íntimo amigo Alejandro María Aguado, banquero sevillano que había hecho fortuna en París. La aventura, hasta cierto punto exótica a ojos de un italiano, deparará al maestro homenajes por doquier, encuentros con la Familia Real y admiradores como Ramón Carnicer o Ramón de Mesonero Romanos, y un encargo que romperá parcialmente su silencio compositivo. De España partirá el músico con la encomienda, por parte de Manuel Fernández Varela, Comisario General de Cruzada, de escribir un Stabat Mater que será estrenado, sólo con parte de su música con el autógrafo de Rossini –pidió a su amigo Giovanni Tadolini que escribiera la mitad de la partitura–, el Viernes Santo de 1833 en la hoy desaparecida iglesia de San Felipe el Real de Madrid. No será hasta 1841 cuando, muerto Varela y adquirida la pieza por un editor parisino interesado en darla a conocer, el compositor se vea obligado a renegar de la bastarda versión primigenia y completar los números faltantes a regañadientes. La posteridad había de quedar sin mácula.
El Stabat Mater parisino no supuso un regreso, a lo sumo una apostilla luminosa, pero venía a demostrar que el aliento creativo del músico no había desaparecido a pesar del rechazo que, desde ciertos sectores, con Richard Wagner a la cabeza, sufrió la obra. Retirado definitivamente en 1829, como se ha dicho, ni siquiera los intentos de Aguado consiguieron que volviera a plantearse la posibilidad de escribir una ópera. Los años de silencio, no obstante, lo fueron sólo relativamente, pues no faltaron pequeñas piezas de circunstancias, música de salón, una cantata de compromiso, algún himno, etc. Solucionado al fin el asunto pecuniario en 1836, el músico volvió a Italia en compañía de Olympe Pélissier para dedicarse principalmente a la buena mesa y los placeres mundanos, a vivir de las rentas –también en el sentido artístico– siempre que el combinado de los vaivenes políticos, las afecciones nerviosas y su mala salud de hierro se lo permitieron. Los testimonios de algunos de sus íntimos nos lo muestran, durante largas temporadas en los casi veinte años que mediaron hasta su regreso definitivo a Francia, como un hombre francamente abatido y al borde de la muerte. Imagen ésta desconcertante al encararla con el cliché generalizado que nos lo dibuja como un gourmet hedonista e inmarcesible bon vivant.
En compañía de Pélissier regresará de nuevo a París en 1843 en busca de ayuda médica, y una vez más en 1855, ya como marido y mujer. Se obra entonces el milagro. La salud vuelve a su maltrecho cuerpo; y con ella la alegría, el sentido del humor, el interés por la vida, también la social… ¡ah, y la música, por supuesto! Su primera composición, cargada de significado, son seis musicalizaciones distintas de unos versos de Metastasio, «Mi langerò tacendo», cuyo subtexto en relación con la difícil etapa vital que había atravesado es fácil descubrir: «Me doleré callando / de mi suerte amarga, / mas que yo no te ame, oh, querida, / no lo esperes de mí». Estaban dedicadas a su esposa «como simple testimonio de gratitud por el afectuoso e inteligente cuidado que me prodigó durante mi demasiado larga y terrible enfermedad». El matrimonio decide instalarse definitivamente en Francia y se construyen una villa en Passy, a las afueras de París. El hombre que había callado durante tantos años se enfrasca entonces en una febril actividad compositiva, llegando a escribir alrededor de 150 piezas breves entre música para piano, canciones y pequeños conjuntos vocales o de cámara. Denominará a algunas de estas obras, que sólo dará a conocer a su círculo más íntimo en veladas privadas, Péchés de vieillesse (pecados de vejez), y, a su muerte, los editores y la sinécdoque harán el resto con la colección completa. La ironía del joven Rossini se da la mano, en esta última etapa, con audacias, experimentos y hallazgos que, por momentos, permiten vislumbrar lo que será no sólo el movimiento neoclasicista francés encabezado por figuras como Camille Saint-Saëns varias décadas más tarde, sino incluso algunos de los procedimientos técnicos del joven Igor Stravinsky. El maestro estudia además, con fruición, la música de Bach. Los Péchés son, por tanto, mucho más que un pasatiempo o la intención de recuperar los años perdidos. En un ejercicio de modesta reflexión, de ponerse a prueba sin necesidad de demostrar nada al mundo, Rossini abre nuevos caminos para su música sin renunciar ni un ápice a ser él mismo.
El último y más importante de estos pecados –«le dernier Péché mortel de ma vieillesse»– será esta Petite Messe Solennelle (1863) que nos ocupa, de título equívoco y juguetón: sus dimensiones contradicen el primer adjetivo, humildades del autor aparte, y su peculiar plantilla –coro de doce voces con cuatro solistas, dos pianos y un armonio– le restan toda la pompa al uso en el género en pos de una encantadora intimidad camerística. Intimidad que resulta conmovedora, entre otros aspectos, por la tímbrica singularísima que esos pocos elementos conforman. Años después, el propio compositor realizaría una orquestación que se pudo escuchar por vez primera en el Théâtre Italien de París, aquél donde había estrenado su Viaggio a Reims o su Stabat Mater, un 28 de febrero de 1869; el día más cercano posible al que habría sido su 77º cumpleaños.
La dedicatoria es doble: de un lado, a la condesa de Pillet-Will, en cuya capilla y para su consagración se estrenó la obra un 14 de marzo de 1863; de otro lado, en diálogo franco con la deidad, el compositor dedica la obra al Bon Dieu:
Buen Dios, he aquí terminada esta pobre pequeña Misa. ¿Es música sacra lo que acabo de hacer o bien música condenada? Nací para la ópera bufa, ¡bien lo sabes! Un poco de conocimiento, un poco de corazón, sólo eso. Seas por siempre bendecido y concédeme el Paraíso.
La primera dedicatoria parece motivada por las circunstancias, como si a la condesa, que prestó la capilla, le hubiera dedicado el manuscrito y a Dios la misa misma, con toda su carga emocional. Alberto Zedda, el gran experto rossiniano, señaló que la Petite Messe es una obra «enigmática e intrigante […], de inspiración inequívocamente teatral (aunque sería mejor situarla en el ámbito de una severa espiritualidad laica)». Explicaba de esta manera las distintas concepciones que, mediado el siglo XIX, tenían de la religiosidad –y de la religiosidad puesta en música– los compositores del sur y los del norte. Esto es, católicos y protestantes. A los primeros correspondería un rechazo a la idea de la deidad como ente metafísico e inalcanzable, así como una preferencia por el diálogo terrenal y familiar. No deben olvidarse, asimismo, las dificultades que la propia Iglesia Católica imponía, mediante condenas conciliares, a la hora de escribir música para el culto. Por todo ello, Zedda se aventura a adivinar en la obra una «voluntad consciente de dar un cuerpo original a una cita con la fe de un laico no dispuesto a renunciar hasta el fondo a su independiente escepticismo». Un laico, subraya, racional, enamorado de la vida pero irónicamente desencantado.
Cabría leer la Petite Messe como una mera traslación de la poética teatral rossiniana al púlpito después de la experiencia del Stabat Mater, pero caeríamos, volviendo de nuevo a Zedda, en un error interpretativo. Ya en el Stabat, y mucho más en la Messe, Rossini se adentra en un «canto significante» de tormentosos caminos, alejado del artificio belcantista en tanto que aquel modelo frenaba los excesos pasionales mediante «fórmulas de abstracción e imágenes idealizadas». Y esto, precisamente, en una buscada evitación del sentimentalismo. Piénsese, sin ir más lejos, que a ojos del pathos romántico, Rossini elevaba el espíritu «sin conmover el corazón», en palabras de Benito Pérez Galdós. La Petite Messe Solennelle no suponía una teatralización del rito a pesar de ser, por causas técnicas y estructurales, inservible para fines litúrgicos –tal y como sucedía con el Stabat Mater, cuyas virtudes eclesiásticas residirían, en todo caso, en la edificación religiosa–. Es precisamente su verosimilitud emocional, su confesión a corazón –bufo– abierto, lo que la aleja del universo operístico de nuestro autor y la emparenta con el lenguaje de aquellos contemporáneos suyos que le sumieron en tan largo silencio. Como en los Péchés de vieillesse, las audacias armónicas y cromáticas, los experimentos sonoros insospechados, son habituales. Las obsesiones rítmicas del autor, tan presentes en el soberbio arranque del «Kyrie», se dan la mano con homenajes a Bach y una estricta observancia a la tradición polifónica en los diferentes episodios corales y fugados, así como en el «Preludio religioso» con que se inicia la segunda parte. Las destrezas técnicas propias del trabajo contrapuntístico llevaron a Rossini a superar una escritura coral, la habitual en la mayor parte de sus óperas, de carácter homorrítmico y homofónico. El conjunto es una mezcla, según Gosset, entre «lo culto, lo concertado, lo arcaico y lo operístico […] en un todo infantil que conmueve y convence al oyente».
Con la Petite Messe, el viejo maestro parece pagar tributo por la salud recobrada, como aquel Beethoven que incluyó en su decimoquinto cuarteto de cuerda un emocionado «Canto de agradecimiento a la deidad» tras superar un período de convalecencia. También, por supuesto, está el deseo de decir una última palabra antes del silencio total; de trascender con ella el propio rossinismo agrandando, si cabe, su leyenda; desplazando más allá la propia estética sin renunciar por ello a que la música suene inconfundible, inmensamente rossiniana.