Transfiguraciones de la forma
Martín Llade
Periodista y escritor
Resulta curioso saber que en su juventud Serguéi Prokófiev denostaba a Mozart por considerarlo anodino. Pero no debe extrañar tanto si tenemos en cuenta que cuando él era estudiante en los conservatorios rusos no se promovía el estudio del clasicismo porque se consideraba algo ya superado, frente a las innovaciones de Beethoven y el romanticismo. Prokófiev encontró una excepción en Nikolai Tcherepnin, quien le impartía clases de dirección en el Conservatorio de San Petersburgo: este músico, también compositor, insistía en dar a conocer a sus alumnos la obra de Haydn y de Mozart.
En 1917, poco antes de que estallase la Revolución, Prokófiev se inició en la lectura de la filosofía de Kant y esto le impulsó a componer una sinfonía a la manera de Haydn, sin la ayuda del piano. Contaba entonces veintiséis años y decidió elaborarla mentalmente mientras daba largos paseos por bosques de coníferas cubiertos de nieve. ¿Se le ocurrió de repente brindar a sus detractores una página que los descolocase y les hiciera replantearse su reproche constante de que era incapaz de escribir algo que sonase disonante ni estuviera repleto de estridencias? Recordemos que el primer Prokófiev no dejaba de ser en muchos aspectos un epígono de Stravinski. De hecho, su primer intento de ballet, Ala y Loly, fue rechazado por el empresario Diaghilev, que lo encontró sospechosamente parecido a La consagración de la primavera, que él mismo había encargado a Stravinski. Pero la broma de un pastiche clásico casaba bien con el sentido del humor sardónico de Prokófiev. Por un lado, acallaría a sus críticos, desconcertándolos, y por otro, jugaría con la forma clásica de la sinfonía vienesa, estructurada en cuatro movimientos por la Escuela de Mannheim, que luego sería acabada de establecer por Haydn (en su origen, las sinfonías se dividían en tres movimientos, a la italiana, como los conciertos). Prokófiev pensó que, en consecuencia, la orquestación también debía de ceñirse a la que hubiera empleado una orquesta de finales del siglo XVIII, y quedó establecida así: dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, dos trompas, dos trompetas, percusión y cuerda. Algo que bien poco tendría que ver con las gigantescas sinfonías de Mahler, que databan de apenas unos pocos años atrás. En su autobiografía, el músico proporcionó las claves de lo que perseguía: “Me había dado cuenta de que el material temático compuesto sin el piano era a menudo de mejor calidad. Cuando se transfiere al piano, suena extraño por un momento, pero después de unas cuantas repeticiones, parece que es exactamente la forma en que debería haberse escrito. Me intrigaba la idea de escribir una pieza sinfónica completa sin el piano. Una composición escrita de esta manera tendría probablemente tendría colores orquestales más transparentes”.
La obra comenzaría con un “allegro” en forma sonata que acabó resultando una página expansiva y extraordinariamente alegre. Ahora bien, más que un remedo clásico o una imitación, puede hablarse de un eco de dicho lenguaje de algo más de un siglo atrás. En realidad, el lenguaje es incontestablemente moderno, y sus armonías anticipan al Prokófiev soviético de dos décadas después. Consciente de que este movimiento irradiaba una frescura fuera de lo común, el músico consideró adecuado suprimir la repetición de la exposición inicial, que sí hubiese sonado en una sinfonía del clasicismo, a fin de no diluir ese efecto.
En el “larghetto”, Prokófiev demuestra algo de lo que muchos dudaban (pero que ya había demostrado en el movimiento lento de su Concierto para piano nº 1, siete años atrás). Y es que era capaz de resultar inspiradoramente lírico, y todo ello sin dejar de respetar el equilibrio formal que la naturaleza de esta obra exigía.
No menos sorprendente es la “gavotta” que constituye el tercer movimiento. Por lo general, esta miniatura apenas supera el minuto y medio de duración en la mayor parte de las versiones. Pues bien, Prokófiev debió de considerarla un logro. En sí, esta breve recreación de una forma antigua sintetizaba todo el espíritu de la sinfonía. Por un lado, sonaba antigua, pero sin dejar de resultar a su vez exquisitamente novedosa. De ahí que veinte años después la reutilizara sin alteraciones en su obra maestra, el ballet Romeo y Julieta, que constituirá la apoteosis del lenguaje descubierto en esta obra.
Una prueba de que el músico trabajó duro para acabar de dar forma a la sinfonía es que el final tuvo que ser sometido a distintas rescrituras. El original era grave, incluso hasta demasiado denso. Su amigo Asafiev le hizo la observación de que aquello sonaba a la idea subyacente en Europa respecto a un carácter eternamente triste del pueblo ruso. Así que Prokófiev llegó a la conclusión de que debía volver a recobrar el alborozo del movimiento original. “Debía de ser un final lo suficientemente alegre -escribiría- como para que hubiera una ausencia total de tríadas menores en todo el movimiento, sólo mayores”. Y de esta manera, lo rescribió por completo, conservando, eso sí, el segundo tema del movimiento final primigenio.
Prokófiev, muy satisfecho de su nueva obra, dejó escrita su intuición sobre lo que iba a suceder en el estreno: “Cuando nuestros músicos y profesores de inclinación clásica (a mi parecer, falsamente clásica) escuchen esta sinfonía, estarán obligados a gritar en protesta por este nuevo ejemplo de insolencia de Prokofiev, ‘miren cómo no deja que Mozart yazca tranquilo en su tumba, sino que tiene que venir a perturbarlo con sus mugrientas manos, contaminando la pureza clásica con horribles disonancias prokofievianas’. Pero mis verdaderos amigos verán que el estilo de mi sinfonía es precisamente el clasicismo mozartiano y lo valorarán en consecuencia, mientras que el público, sin duda, se contentará con escuchar una música alegre y sin complicaciones que, por supuesto, aplaudirá”.
La obra vio la luz, después de demorarse en varias ocasiones, el 18 de abril de 1918, dirigida por el propio autor. Hasta el último momento se temía que los músicos jóvenes considerasen que había experimentado una peligrosa involución. Pero la mayor parte de los colegas de su edad entendieron el carácter innovador de la partitura. Y sus detractores también la disfrutaron, al poder contar al fin con una composición de Prokófiev asequible para su gusto.
Esta obra ha sido considerada la inauguración del periodo “neoclásico” del músico, pero a este no le gustaba dicha etiqueta: “El neoclasicismo es adjudicarle a Bach las notas equivocadas” argumentó. Y para demostrar que en modo alguno quería seguir por ahí, su Sinfonía nº 2 no pudo ser más distinta. Su carácter experimental, más ligado al futurismo, con un segundo y último movimiento establecido como una profusa serie de variaciones, alejó al público. No tuvo más suerte con la Sinfonía nº 3, obra de carácter expresionista que partía de materiales de su ópera El ángel de fuego, que jamás llegaría a ver representada. De igual manera, las dos versiones de su Sinfonía nº 4 se nutrieron de la música de su ballet El hijo pródigo, y tampoco obtuvieron el respaldo del público, manteniéndose la crítica dividida. Años después, ya instalado en la URSS, y con su nuevo lenguaje que anunciaba la “Clásica”, Prokófiev estrenaría en enero de 1945 su Sinfonía nº 5, en la que se percibe claramente una continuidad (especialmente en su segundo movimiento). Las dos siguientes sinfonías seguirían esta misma estética. Surgida como una broma, la Clásica se convirtió pronto en una de las sinfonías más interpretadas del siglo XX, cuando no dejaba de ser una ingeniosa reformulación del clasicismo vienés que su autor había llegado a aborrecer en sus años juveniles.
En el caso de Arnold Schönberg, antes de revolucionar la historia de la música con el dodecafonismo, su estética era de carácter posromántico y estaba influida por el cromatismo de Wagner, además de por Brahms y Mahler. La noche transfigurada, de 1899, se inscribe en ese período. Schönberg se enamoró perdidamente de Mathilde, hermana de su amigo el compositor Alexander von Zemlinsky y escribió, en apenas tres semanas, esta obra, sobre un poema de Richard Dehmel. Curiosamente, otro compositor vienés, Oskar Fried, estaba escribiendo otra composición al mismo tiempo sobre estos versos, pero en su caso era una adaptación vocal. Schönberg prefirió concebir un sexteto de cuerda que tradujera de forma abstracta la historia contada en el poema. Dehmel narraba, a través de cinco secciones (que se mantienen en la partitura), a dos amantes internándose en un bosque en una noche de plenilunio. La mujer confiesa con vergüenza que está embarazada de otro y él decide aceptarla, concluyendo todo con una reflexión sobre lo radiante del universo y cuanto los circunda.
Esto es lo que Schönberg cuenta a través de una atmósfera nocturna, valiéndose de dos violines, dos violas y dos violonchelos. A pesar de su estética posromántica, hay cierta contención, muy cerebral, en la que se puede intuir al teórico que sacudiría tiempo después los cimientos de la música occidental. Sin embargo, Schönberg no renegaría de la obra e incluso hasta realizó una versión para orquesta de cuerda en 1917, que todavía retocaría en 1943, ocho años antes de su muerte.
Por cierto, que al escribir esta Noche transfigurada, el compositor parecía estar invocando su propio destino: y es que años después, ya casado con Mathilde, esta le abandonaría por un pintor llamado Richard Gerstl. Tras pasar una temporada con él, Mathilde regresaría arrepentida y Arnold la perdonaría. El pintor Gerstl, en cambio, se ahorcó tras verse abandonado por ella.
La última obra en programa es el extraordinario Concierto para violín de Beethoven, que data del año 1806 en el que se produjo su ruptura con su protector, el Príncipe Lichnowsky. Poseía este una residencia en Gratz (Silesia) en la que se produjo el siguiente incidente: unos oficiales franceses acudieron al palacio y el Príncipe pidió a Beethoven, parece que de cierta mala manera, que tocara para ellos. El músico, indignado, reaccionó de forma violenta y rompió un busto de Lichnowsky. “Príncipes hay muchos, Beethoven hay solo uno” se dice que dijo. Y después, añadiría en una carta al susodicho: “Lo que vos sois lo debéis a vuestros antepasados -escribió- lo que yo soy me lo debo a mí mismo”. En su furia, Beethoven regresó andando a Viena y el aguacero que tuvo que soportar a punto estuvo de arruinar la partitura original de su sonata para piano Appassionata.
Recién regresado a Viena, recibió un encargo de Franz Clement, concertino y director de la Ópera de Viena desde 1802 y responsable del estreno de la Eroica. Clement le solicitaba un concierto para violín, a fin de interpretarlo en una gala benéfica que tendría lugar el 23 de diciembre en el Theater an der Wien. Beethoven aceptó, pero el violín no le apasionaba especialmente, De hecho, guardaba un concierto de juventud del que apenas había escrito 259 compases. Dado que contaba con poco tiempo para cumplir el encargo, rescató aquel borrador y decidió aprovecharlo.
Clement recibió la partitura muy poco antes del estreno y no tuvo tiempo apenas para prepararla. Al parecer, tampoco esperaba encontrarse una obra tan compleja. Es más, jamás se había escrito un concierto para violín tan extremadamente elaborado. Ya fuera por esto o porque era costumbre de la época, Clement intercaló entre el primer y segundo movimiento la interpretación de una sonata de su autoría, ejecutada con una sola cuerda y con el violín al revés. Esto no ayudó en absoluto a comprender una partitura tan novedosa y densa y la crítica abominó del concierto, como parece que también hizo el público.
En todo caso, Beethoven aceptó hacer una versión con piano en lugar de con violín del concierto, a petición de Muzio Clementi. En esta sí introdujo una cadenza, que no había llegado a escribir para el original. En todo caso, y a pesar de que publicó la partitura en 1808, en la editorial Kunst Comptori, con una dedicatoria a Stephan von Breuning (y no a Clement, como hubiera sido lo lógico, de no haber arruinado el estreno), a nadie más le interesó tocarlo. Es más, pronto circuló entre los violinistas la idea de que era imposible de tocar. Este tabú sería roto en 1844, treinta y ocho años después del estreno, por un mozalbete de trece años llamado Josef Joachim, quien lo tocó bajo la dirección de Mendelssohn. A partir de ese momento, el concierto sería reconocido como una de las grandes obras del repertorio. Joachim, por cierto, sería el dedicatario de otros dos grandes conciertos: el de Brahms y el nº 1 de Max Bruch.
El movimiento inicial, en forma de sonata, posee, como es habitual, dos temas. Cuatro golpes del timbal anticipan la entrada de la orquesta y Beethoven procede a hilvanar los distintos motivos surgidos de esos golpes como tema recurrente. La forma en la que lo hace, de un empaque sinfónico extraordinario, desconcertó al público de su tiempo, que jamás había encontrado nada tan grandioso en la introducción de una obra concertante.
El violín entra de forma reposada, presentando el primer tema, ya intuido antes por la orquesta. La madera subraya todo esto y toma el relevo en la exposición del segundo tema, que el violín no abordará en su totalidad hasta casi el final de dicho movimiento.
Pletórico de un melodismo infrecuente en él, Beethoven trabaja los dos temas de la forma menos convencional posible dentro de una forma sonata. La repetición obsesiva del tema principal, que pasa por todas las secciones de la orquesta, es tan variada que logra una frescura sorprendente para un movimiento de tan profusa arquitectura. Beethoven hace desfilar todos los estados anímicos imaginables a través de este tema principal. Hacia el final de un movimiento que suele acercarse a la media hora de duración, se reexpone el comienzo, con las cuatro notas iniciales del timbal, aunque sometiendo este material a curiosas variantes. Este extenso movimiento finaliza con una virtuosísima “cadenza” del solista, en la que se aprovecha al máximo el segundo tema.
Hay quien ha querido ver en las romanzas para violín Op. 40 y Op. 50 una suerte de antecedentes del segundo movimiento, con una calma apacible que también se anticipa al del “adagio” de la Novena. Sobre un tejido orquestal de la cuerda en un pianissimo apenas audible, se desenvuelve el único tema, presentado por el violín, sobre el que se realizará media docena de variaciones de carácter ornamental, en las que participan también el viento y el metal. Todo ello configura una de las páginas más soñadoras de la producción beethoveniana.
El rondó final es un movimiento de una alegría exultante, que puede recordar a la que transpirará después el allegro inicial de la Sinfonía nº 7. El violín comienza con un tema vivaracho que algunos apuntan fue proporcionado por el propio Franz Clement. La orquesta lo repite y juega con él, en una concatenación de estribillos que parecen llevar al violín al límite de sus posibilidades expresivas. En ese clímax de belleza extrema, la melodía en sol menor del violín pasa al fagot. Se introduce entonces la “cadenza” (inexistente en la versión original, no así en la de piano), que en muchas ocasiones suele ser la que escribió Fritz Kreisler. Aunque muchos intérpretes actuales (entre ellos, María Dueñas), proporcionan las suyas propias. Todo finaliza con una coda en la que se reexpone el tema introductorio de este movimiento.