Salve al celeste sol sonoro: Latinoamérica y sus voces contemporáneas
El primer concierto del Ciclo Polifonía 21/22 del Coro de la Comunidad de Madrid conforma un mosaico musical de canciones polifónicas al calor de los versos que resuenan desde el otro lado del Atlántico.
Existen cantos luminosos con poder de congregación. Se reúnen para añadir un punto de luz alrededor al recorrer el amor, el rumor, la soledad, la turbulencia. No reprimen la emoción y cuidan con exquisito mimo la experimentación de dominios sensoriales insólitos, divergentes, remotos. Música y poesía colman la creación coral latinoamericana de los siglos XX y XXI. La atención a su sonoridad se adivina en la propia palabra, en el terreno fértil de la figura retórica, en el choque que provocan versos como el que articula este programa: “Salve al celeste sol sonoro”, aquel sol sonoro que irradia de las infinitas sinestesias en la poesía del nicaragüense Rubén Darío. A la exploración de estos inusitados encuentros expresivos se entrega este primer programa, bajo la dirección de la venezolana María Guinand. Esta travesía por las voces contemporáneas de Latinoamérica sonará en la confluencia de cuatro enfoques inherentes: poesía hecha música, nuevos lenguajes, la música popular y sus versiones corales; y una mirada, a modo de homenaje, a los hondos tangos de Ástor Piazzolla.
Poesía hecha música
En este persistente intercambio creativo de ida y vuelta, el refugio vital también resultó una alternativa posible. Es el caso del compositor español Rodolfo Halffter (1900-1987), quien tras el hostigamiento aéreo contra los últimos reductos republicanos de febrero de 1939, se decidió a cruzar la frontera con Francia para marchar después a México, el país que sería su casa durante 50 años. En aquel último bombardeo perdió la partitura de su primera obra de inspiración cervantina, una ópera cómica titulada como el episodio XLI de la segunda parte del Quijote y su cósmico caballo alado de madera, Clavileño, op. 8 (1934/36). Una década más tarde, el mito quijotesco serviría como nexo simbólico del exilio ante el cuarto centenario del nacimiento de Cervantes en 1947. Integrado en la vida cultura mexicana, Halffter dedicó a la celebración de la efeméride el primero de los Tres epitafios para coro a capella: “Para la sepultura de don Quijote” (segunda parte, capítulo LXXIV). Trece años después, completó el tríptico con dos epitafios más: “Para la sepultura de Dulcinea” (primera parte, capítulo LII) y “Para la sepultura de Sancho Panza” (primera parte, capítulo XXXIV), el reconocido soneto en boca del burlador, académico argamasillero, al “escudero más simple y sin engaño que tuvo el mundo”. Los Tres epitafios se estrenaron el 27 de octubre de 1954 en el Palacio de Bellas Artes de México, a cargo de la misma agrupación que había defendido el primero: el Coro de Madrigalistas, dirigido por Luis Sandi. Al alcanzar los años sesenta, la obra ya se habían escuchado en Washington y en Los Ángeles. El acercamiento a la figura de Rodolfo Halffter abraza los vínculos artísticos con algunos de los protagonistas de este programa envuelto en uno de los periodos de mayor esplendor literario, el de la Generación del 27, el del irrepetible ambiente intelectual de la Residencia de Estudiantes que Halffter gozó junto a Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca. El compositor no cesó en ensalzar la riqueza presente en el Cancionero musical popular español, que incluso compiló y editó desde México, y que, en más de una ocasión, legitimó en las precisiones de quien pereciera en el exilio puertorriqueño rendido de poesía. Para Juan Ramón Jiménez, el trianero que pintaba cacharros o la mujer lagarterana que bordaba las telas, lo hacían bien porque no inventaban, sino porque copiaban, inconscientemente, modelos escogidos. A él, que amaba aquella “tradición popular del arte”, dedicó el compositor venezolano Gonzalo Castellanos Yumar (1926-2020) el madrigal Al mar anochecido (1963), donde el amor carnal y el espiritual pugnan entre los Sonetos espirituales del Nobel onubense. Gonzalo Castellanos aseguraba que toda su casa era música, resonancia. Distinguido director de la Orquesta Sinfónica de Venezuela y formado con Sergiu Celibidache, Castellanos estableció en Al mar anochecido una íntima relación con las posibilidades dinámicas del texto poético desde una concepción sinfónica de los timbres vocales. A su labor se debe el impulso de la creación y difusión del movimiento coral venezolano al frente de las primeras agrupaciones que emprendieron giras internacionales, como la Coral UCAB, la Coral Venezuela y la fundación de la Coral Filarmónica de Caracas. Su interés constante por la polifonía vocal le condujo a completar la edición de los tres volúmenes que conforman la Antología de la Música Coral de Venezuela. Siempre se consideró un compositor que dirigía y no un director que componía, y supo diferenciar entre la orquesta “más técnica” y el coro, que era para él “80% de emotividad”.
Las poesías anónimas del romancero español, las de Francisco Quevedo, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Pablo Neruda, Gabriela Mistral o Manuel Altolaguirre ocuparon el vasto repertorio consagrado a la voz del argentino Carlos Guastavino (1912-2000). Sumergió sus composiciones en las raíces frescas de la música popular al abrigo de la tonalidad. Aseguraba no conocer el folklore nacional, pero también que llevaba su aroma en las venas: “Adoro el canto, veo un verso y siento la música adentro”. Su producción sobrepasó, sin embargo, a su hermetismo hacia las vanguardias para lanzar éxitos como Se equivocó la paloma, Pueblito mi pueblo o La tempranera. En 1967 firmó la serie de seis canciones titulada Indianas. Con textos de León Benarós en Quién fuera como el jazmín, y de Juan Ferreiyra Basso en Una de dos, ambas piezas conforman la segunda y la sexta canción del ciclo, esta última con referencias directas a la danza criolla sudamericana, y danza nacional de Chile, en su indicación de “Aire de cueca”. Según precisó Guastavino, se les llamaba indianos a los descendientes de españoles nacidos en las Indias, las Américas; así, la serie, concebida para grupo vocal mixto y grupo vocal masculino con piano, mantiene melodías y ritmos autóctonos con “ropaje extranjero”, es decir: “armonía europea”. “De ahí el nombre de Indianas”.
La creación venezolana cierra esta primera interacción entre música y poesía con algunas de las obras más significativas de su repertorio coral. El origen del madrigal venezolano está indisolublemente ligado a nombres como el de José Antonio Calcaño (1900-1978), quien, junto al liderazgo de Vicente Emilio Sojo y Juan Bautista Plaza, apostó por la fundación de un proyecto coral para Venezuela del que surgió un caudal de obras para la nueva formación: el señero Orfeón Lamas. Entre las primeras se encuentra Evohé, sobre el poema del influyente escritor venezolano Enrique Planchart. En este grito de invocación al dios Baco, “Evohé, Mare Nostrum”, las voces indiscernibles de las bacantes resuenan al arrullo del mar: “todo es tan intenso que se diría que los dioses viven aún bajo este cielo inmenso”.
Al magisterio de los compositores mencionados se debe el germen del desarrollo coral venezolano al que siguieron autores como Miguel Astor (1958) y Alberto Grau (1937). Astor, profesor de la Universidad Central de Venezuela, del Conservatorio Nacional de Música “Juan José Landaeta” y principal investigador de la obra musical de Gonzalo Castellanos, se inspira en aquellas músicas que Federico García Lorca pensó procedentes del alma de los pájaros en su poema Árboles. Profesor de Astor y, a su vez, alumno de José Antonio Calcaño, el compositor y director de coro venezolano, Alberto Grau, nacido en Cataluña en 1937, impulsó los estudios de dirección coral en Venezuela al instaurar en 1971 la primera cátedra desde la naciente Fundación Movimiento Coral Cantemos. Cuenta con una extensa trayectoria internacional entre la que destaca la fundación de la célebre Schola Cantorum de Caracas, que, bajo la dirección de su directora titular, María Guinand, ha sido protagonista de estrenos mundiales de reconocidas obras de Osvaldo Golijov o John Adams. Sobre el verso de Rubén Darío que aglutina este programa y con el que culmina su poema Programa Matinal, Alberto Grau compuso Salve al celeste sol sonoro (2008) como encargo del coro Kamer de Riga. De la palabra sol se desliga su inicio, del que emerge la poesía en un solo de barítono, hasta la apoteosis rítmica que pies y manos dibujan en el propio cuerpo, esto es, su máxima expresión en alianza con el sentido de gratitud hacia la belleza de la vida.
Nuevos lenguajes
La mirada recóndita a la tradición oral florece en la renovación de lenguajes que desembocan en el sincretismo musical contemporáneo. Es la perspectiva desde la que Diana Syrse (1984) se asoma a la flaca muerte que ríe bajo un sombrero de flores naranjas en La muerte sonriente (2014). En esta obra, encargada por el Túumben Paax Contemporary Vocal Ensemble, Diana Syrse escribe tanto la música como el texto para remontarnos a la cultura mexicana de la muerte. El pulso, el aliento o la coquetería adquieren presencia de nuevo en la corporalidad y la visualidad escénicas. Los giros virtuosos de la voz, con sonoridades próximas a la onomatopeya, se rodean de instrumentos prehispánicos en tobillos o muñecas para contagiar la vitalidad del ayoyotl azteca, el huehuetl o la ocarina junto al efecto percusivo del golpeteo de las plantas de los pies.
La memoria del rito, del espíritu jovial que narran los acontecimientos festivos se adentra en la que, tal vez, constituya la variante de la rumba más popular dentro del género: el guaguancó. “Coral guaguancó” es la denominación que otorga a El Guayaboso el compositor cubano Guido López Gavilán (1944). Los poemas que su abuela le leía serán la semilla de su creación: “Me acordé de estas rimas dispares, que probablemente surgieron en una fiesta campestre en la provincia de Matanzas en los últimos años del siglo XIX”, las mismas que se filtraron años más tarde en el texto de El Guayaboso. López Gavilán destinó este guiño humorístico a un coro juvenil con acompañamiento de percusión en la década de los años sesenta, y que arregló dos décadas después para coro mixto. En su transformación, son los propios solistas quienes deben interpretar vocalmente las polirritmias pensadas originalmente para la percusión.
Homenaje a Piazzolla
La festividad se extiende a los claroscuros de este 2021 en la conmemoración del centenario del nacimiento del compositor argentino que puso el tango del revés: Ástor Piazzolla (1921-1992). Desde la intimidad de su viejo bandoneón de segunda mano se irguió frente a la aún más vetusta guardia del tango para darle un futuro y liberarlo al mundo. Esta búsqueda impenitente de libertad creativa para el nuevo tango desembocó en una de sus obras más versionadas, Libertango (1974). Pieza introductoria que da nombre al disco homónimo, Libertango fue una puerta de par en par a la reafirmación de la ruptura en el formato y en las armonías del tango, con la integración de la guitarra eléctrica, la batería, la sección de cuerdas o la aproximación a sonoridades procedentes del jazz. Primavera porteña (1970) conforma la tercera de las cuatro Estaciones porteñas, concebidas entre 1964 y 1970 como piezas independientes que Piazzolla interpretaría ocasionalmente en conjunto. La obra supone una muestra que revela la mezcla de la esencia porteña que Piazzolla imaginó en la agitada cotidianidad de Buenos Aires con la técnica compositiva que adquirió en sus estancias europeas como alumno de Alberto Ginastera y Nadia Boulanger. Compuesta para quinteto instrumental de bandoneón, violín, piano, guitarra eléctrica y contrabajo, la versión que escucharemos de Primavera porteña consta del arreglo coral de Óscar Escalada, que nos devuelve la evocación de la estación del renacer, capaz de perfumar de color, sensualidad y melancolía cada rincón de la ciudad porteña.
La música popular y sus versiones corales
De la primavera pasamos a ese “invierno triste, mirando caer la lluvia, que tantas cosas me dice”. La última parte del programa ahonda en las entrañas de la música popular con el protagonismo de Venezuela. Uno de sus cantautores más insignes, Otilio Galíndez (1935-2009) nutrió el repertorio vocal venezolano de canciones navideñas, canciones de cuna, aguinaldos, parrandas, merengues, bambucos o joropos. Miembro del Orfeón Universitario de la Universidad Central de Venezuela, y parrandero en esencia, acabó fundando el grupo El parrandón universitario y obteniendo, finalmente, el Premio Nacional de Cultura en 2001. Firmó la letra citada en su serenata Caramba, donde rememora punzante la nostalgia del amor frustrado. De esta añoranza está plagado el cancionero venezolano, entre cuyas piezas destaca la agudeza y avidez lectora de Galíndez, en obras como Luna decembrina, Pueblos tristes, Cruz de Mayo o Mi tripón. Desde los cantos maternos que afirmó como simiente al placer diario de la naturaleza, Galíndez nos regala el asombro de lo pequeño en la pieza que completa el programa con De una tarde del alba.
La mágica promesa del amor que torna en desamor revela en la mata de un limonero su lugar simbólico. Desde esta metáfora cítrica, Adeleis Freites (1943-2020) popularizó su Acidito a partir de la combinación del ritmo de tumbao. Junto a temas como El espanto, El cardenalito, o Los dos gavilanes, Adelis Freites defendió la cultura popular venezolana cargado de infancia y de las vivencias de los campos desde sus orígenes en el estado de Lara hasta sus primeros pasos como cantante y bajista en diversas formaciones de salsa, de gaitas, cuatros o maracas. Con “Carota, Ñema y Tajá”, de la que fue su fundador y principal compositor y cantante, se convirtió en emblema de la resistencia cultural venezolana que recorrió el mundo.
Y desde el sol sonoro que inauguraba el programa hasta “la tierra del amor, la tierra donde nace el sol, donde las verdes palmeras, se mecen airosas al soplo del mar”, el cancionero popular latinoamericano preserva sus vínculos entre música y poesía y vibra con Caribe soy, del guitarrista, vocalista y compositor nacido en Santiago de Cuba, Ángel Luis Alday (1914-1995). Caribe daba igualmente título al trío que compartía con Alberto Aroche y Rafael Reynaldo, y de ahí, Alday pasó a formar parte de tantas otras agrupaciones a trío, como Trovadores del Caney, Trío Habana o Con el Trío Cuba, que se mantuvo en el aire de Radio Progreso a diario durante diecisiete años. Sería Leo Marini el encargado de inmortalizar con su voz Caribe soy junto a la exitosa orquesta cubana Sonora Matancera. Con este soplo de sol y mar nace y nos alcanza la creación coral latinoamericana de los siglos XX y XXI que, como dicta la letra de Alday, nos quita del alma el pesar.