Recorremos, en este concierto, buena parte de la producción europea para coro. Se abre con el mundo bohemio de Dvórak (se dice algo así como “Vorsak”, por cierto) y el de Janácek (que se pronuncia “Yanachek”), que reivindican la lengua checa y el mundo eslavo, anteriormente poco visitado en la música occidental. Así, Dvórak trabaja con poemas populares serbios, mientras que Janácek muestra una espiritual íntima y cercana: se autodenomina como “pato salvaje”, que habla con Dios para que guíe su vuelo. La sencilla interioridad del estonio Arvo Pärt sigue en esta línea. Considerado uno de los compositores fundamentales del minimalismo, trabaja con un material sencillo con el que construye una letanía llena de expresividad. Es especialmente relevante su uso del espacio de la música. Pues mientras se afirma, casi de forma obsesiva, de que “Cristo está conmigo”, se va abriendo poco a poco el trabajo coral, como si se quisiera expandir, hacia fuera, esa certeza de sentir a Cristo adentro hacia el resto de experiencias vitales.
El mundo austriaco es protagonizado por Hugo Wolf y Schubert, que entonan canciones de entierro, afrontando, sin embargo, la muerte con serenidad y de encuentro con Dios, como consuelo de que la vida no sea solo esto. Se une, en esta música, lo bello y terrible que describió Rilke en su Primera Elegía a Duino, de unos años más tarde:
“Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue”.
Francia es representada por Poulenc y Fauré, pero más especialmente, su música es una forma de apostar por la resistencia. Poulenc habla de la resistencia política: “Un soir de neige”, de 1944, toma textos surrealistas de Paul Éluard para hablar desde el supuesto absurdo de la vanguardia, del absurdo de una guerra que nunca debió comenzar. Fauré, por su parte, que contaba solamente con diecinueve años cuando compuso su Cantique de Jean Racine, toma textos del poeta francés Jean Racine que tratan sobre la esperanza que siempre nos queda en la fe. Su resistencia es la del que no se rinde, esa de la que hablaba el filósofo Walter Benjamin cuando decía que la esperanza solo le es dada a los desesperanzados.
Williams, Barber y Hamilton ofrecen, cada uno desde una latitud (Gran Bretaña, Estados Unidos y Nueva Zelanda) la expresividad del inglés, una lengua muy querida en el pop pero explorada con detalle en la música “clásica” solo desde hace algo más de un siglo. Barber propone, además, esa unión de mundos, entre lo “clásico” y lo “pop” (que nunca estuvieron realmente separados) en la tierna conversación de un monje con su gato…