V – ABONO SINFÓNICO
Maurice Ravel. Ma Mère, l’Oye (Mi madre, la oca) (1910/1911)
Igor Stravinsky. Sinfonía de los Salmos (1930)
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Ludwig van Beethoven. Sinfonía nº7, op. 92 (1812)
Los cuentos de Charles Perrault dan forma a Mi madre, la Oca, delicada partitura para dos pianos de 1910 que Maurice Ravel trasplantó al medio orquestal un año después, antes de darla a conocer –ampliando su duración– como ballet. La afinidad de Ravel con el universo infantil –que redobló y expandió en su ópera El niño y los sortilegios– supone un refrescante bálsamo frente a la extrema politización que el arte sufrió durante el Periodo de entreguerras. Compuesta en 1930, a las puertas de una de las décadas más convulsas y polarizadas del siglo XX, la Sinfonía de los salmos de Igor Stravinsky recurre a la religión como antídoto frente al «execrable monstruo soviético, al liberalismo, a la democracia y al ateísmo», en una obra que ejemplifica a la vez la deriva reaccionaria de su pensamiento (político) y su instintiva inclinación al modernismo (musical).
Más de un siglo antes, la Séptima Sinfonía de Beethoven había cumplido una función similar, al servir como entremés musical para las delegaciones asistentes al Congreso de Viena (1814-15), en el que se finiquitó el orden napoleónico y se restauró el Antiguo Régimen. Reverso «conservador» de las supuestamente «republicanas» Sinfonías Tercera y Quinta, la Séptima se ha mantenido invariablemente entre las obras beethovenianas favoritas del público gracias a su célebre Allegretto, una suerte de marcha fúnebre de la que –a diferencia de la incluida en la sinfonía «Heroica»– nunca sabremos si fue escrita para despedir a alguien en particular o –mejor aún– a toda una época.