De la broma de Hindemith a los fantasmas de Mozart
Cristina Roldán
Musicóloga e investigadora en la Universidad de La Rioja
El sentido del humor de Paul Hindemith (Hanau, 1895-Frankfurt, 1963) se hizo evidente desde sus primeras composiciones. Le gustaban las parodias, la instrumentación grotesca y el choque entre diferentes mundos musicales, sobre todo si se trataba de enfrentar la música antigua con la moderna, lo «sagrado» con lo «profano».
Un buen ejemplo lo encontramos en Ragtime (Bien Temperado), que compuso en 1921 reinterpretando el tema de la fuga en Do menor de Bach, en El Clave Bien Temperado, como un insospechado rag orquestal. «¿Crees que Bach se revuelve en su tumba?», cuestionaba Hindemith, «Al contrario: si Bach viviera hoy, muy bien podría haber inventado el shimmy o al menos haberlo incorporado a la música “respetable”. Y tal vez, al hacerlo, podría haber usado un tema de “El clave bien temperado” de un compositor que ostentara la posición que Bach tiene hoy a nuestros ojos». En aquella época Hindemith puso los pelos de punta a los críticos satirizando Tristán e Isolda de Wagner en su frívola ópera cómica Das Nusch-Nuschi, incluyó una sirena de incendios en la instrumentación de Kammermusik No. 1 (diez años antes de que lo hiciera Edgar Varèse en Ionisation), y con picardías musicales como éstas se aseguró la fama de enfant terrible en la música alemana de su tiempo.
No se aburría en la década de los 20. También tocaba la viola en el Cuarteto Amar, participó durante varios años en la organización del Festival Donaueschingen para la promoción de la música contemporánea, donde además estrenó varias obras, y llegó, incluso, a crear algunos de los primeros repertorios en el campo de la música electrónica. Quizá distraído por tanta actividad no vio venir lo que supondría el ascenso al poder de Adolf Hitler en 1933, ni tampoco advirtió que las cartas que tenía en su mano no eran fáciles de jugar: su esposa Gertrude, aunque católica conversa desde su juventud, era mitad judía de nacimiento; los músicos con los que solía tocar, Emanuel Feuermann y Szymon Goldberg, también lo eran; y había colaborado en el pasado con otros artistas perseguidos por las autoridades como Kurt Weill y Bertolt Brecht. El régimen no llegó a prohibir su música, pero bastó con boicotearla alegando que apestaba a «bolchevismo cultural» y poniéndole la etiqueta de música «degenerada». Dieron así el empujón definitivo a Hindemith, que se marchó a Suiza en 1937 y, tres años más tarde, a los Estados Unidos, donde sus obras eran apreciadas por ser de las pocas creaciones alemanas libres de la influencia nazi.
Precisamente en esta etapa americana se gestó el Concierto para vientos madera, arpa y orquesta. Era un encargo para el quinto Festival de Música Estadounidense Contemporánea que patrocinaba el fondo Alice M. Ditson de la Universidad de Columbia (Nueva York). Cuando Hindemith se enteró de las fechas de celebración del festival, del 9 al 15 de mayo de 1949, no dudó en pedir que el estreno de su concierto fuera el 15 de mayo. ¿Por qué? Para hacerlo coincidir con su veinticinco aniversario de bodas y darle así una sorpresa a su esposa Gertrude.
El concierto se estructura en tres movimientos y está planteado a la manera del concerto grosso: con un grupo de instrumentos (flauta, oboe, clarinete, fagot y arpa) que toman la delantera como solistas, y los metales (dos trompas, dos trompetas y un trombón) que actúan como parte de la orquesta. El estilo de Hindemith, con una intricada red de partes que se responden y contraponen entre sí, prevalece en este concierto. El primer movimiento, «Moderadamente rápido» (Mässig schnell), es el más extenso: de los aproximadamente quince minutos que dura toda la composición, ocupa unos ocho. Solo así puede acoger la multitud de temas que presenta, algunos vigorosos, otros más líricos… con todo, Hindemith decide que el tema «principal» que abre el movimiento se retome al final para dotarlo de unidad. También hay espacio para el despliegue virtuoso de los instrumentos solistas en la cadenza que el compositor les regala. Mucho más breve que el primero resulta el segundo movimiento. Recibe el nombre de Grazioso por su carácter juguetón o «con gracia». Dividido en tres partes, en la primera y la tercera Hindemith demuestra su habilidad en el canon, mientras en la sección central dota a los instrumentos de viento madera de una amplia melodía al unísono con un acompañamiento ágil de las cuerdas, invirtiendo después los papeles.
Pese a todo, la singularidad del concierto que comentamos no reside en nada de lo anterior. Es el propósito de Hindemith al escribirlo lo que le convierte en una obra tan especial. No en vano él solía decir que «un compositor solo debería escribir cuando sabe con qué propósito lo está haciendo». ¿Cuál era el suyo?
Como intuirá el/la lector/a atento/a, ya hemos dado la pista en líneas anteriores: celebrar sus bodas de plata. Por eso, en el tercer y último movimiento del concierto, el Rondó («Bastante rápido»), Hindemith tenía reservada una ingeniosa broma: en el entramado musical, pero de forma perfectamente reconocible, el clarinete toca repetidamente un archiconocido tema musical. ¿Qué melodía podría emplear Hindemith para celebrar tan señalada fecha? ¿Una marcha nupcial, quizá? ¿Sería la de Lohengrin de Wagner? Se trata, en realidad, de una cita a la famosa marcha nupcial que Felix Mendelssohn escribió en 1842 para El sueño de una noche de verano. A lo largo del breve movimiento final, escuchamos de manera recurrente este divertido homenaje musical protagonizado por el clarinete. Algunos autores se han atrevido a proponer, incluso, que todo el concierto emplea motivos derivados de la marcha nupcial, aunque no sean fácilmente reconocibles.
Con un propósito completamente diferente escribió Wolfgang Amadeus Mozart (Salzburgo, 1756-Viena, 1791) su Réquiem. Si Hindemith celebraba a gritos el amor y la vida, Mozart apenas se atrevía a levantar la voz ante la llegada de la muerte. Generaciones de oyentes han recibido con conmoción la música que Mozart compuso en 1791, el año en el que celebró su 35 cumpleaños y, meses después, fue enterrado en una tumba sin nombre. Si aún hoy nos eriza la piel, no es solo por razones musicales, sino también, y en buena medida, por los fantasmas que rodean la creación del Réquiem y las circunstancias de la muerte de su compositor.
Uno encuentra tentador imaginar que un mensajero de “el más allá”, que no quiso revelar su identidad a Mozart, le encargó la música de su propio funeral. Y la posibilidad de que fuera envenenado por alguien de su entorno no hace sino aumentar la intriga (postulándose como candidatos su rival en la ficción, Antonio Salieri; el esposo de su presunta amante, Franz Hofdemel; o su discípulo Franz Süssmayr, de quien se decía que mantuvo relaciones con su mujer, Constanze). Aunque el mito forma una parte tan indisoluble del Réquiem como su música, lo cierto es que la realidad habría sido menos truculenta. El desconocido mensajero no fue enviado por la Muerte, sino por el conde Franz von Walsegg, quien, para ensalzar la memoria de su difunta esposa, pretendía hacer pasar la futura misa de difuntos de Mozart como suya (lo mismo habría hecho en el pasado con la autoría de otras composiciones). Tampoco parece ser el envenamiento la causa del final de Mozart, sino la fiebre reumática, una dolencia del sistema inmune que se desarrolla tras una infección por estreptococo.
Hay algo cierto, no obstante, en toda esta historia. Como si de una profecía autocumplida se tratara, el tiempo le daría la razón a Mozart: ¡estaba escribiendo la música de su funeral! Días después de su muerte, se celebró una ceremonia por el alma del compositor en la iglesia de San Miguel en Viena, en la que se interpretaron fragmentos del Réquiem.
Lo que no se cumplió fue el encargo. La muerte llegó antes de lo debido y Mozart dejó inacabada su última obra. El primer número del Réquiem, el Introito, fue el único que compuso y orquestó. Algunos movimientos quedaron pendientes de ser completados a partir de apuntes manuscritos del propio Mozart (el Kyrie, las partes de la Secuencia y el Ofertorio), mientras que los últimos (Sanctus, Benedictus y Agnus Dei) tuvieron que ser creados desde cero y el Lux aeternam final fue resultado del reciclaje de partes del Introito y el Kyrie.
Varias fueron las manos que trataron de completar el Réquiem bajo la supervisión de su mujer Constanze. Pasó por las de Joseph Eybler, amigo de Mozart, que no pudo concluir la tarea acaso por el respeto que le causaba la obra. El abate Maximilian Stadler tomó el relevo. Era un buen amigo de la familia con pericia musical y consiguió orquestar parte del Ofertorio. No obstante, sería Franz Xaver Süssmayr quien remataría la faena: para ello trabajó con los esbozos que había dejado Mozart y las anotaciones de Eybler y Stadler. La versión final de Süssmayr fue la que se popularizó, interpretándose durante más de 200 años por todo el mundo. Sin embargo, no han faltado voces discrepantes proponiendo otras alternativas, o interpretaciones del Réquiem ajustadas a los números en los que participó el salzburgués (es decir, todos excepto el Sanctus, Benedictus y Agnus Dei).
Hablemos de algunos de ellos. Probablemente el comienzo del Introito (recordemos: único número que completó Mozart) sea uno de los más conocidos de la historia de la música. Se trata de una introducción instrumental donde los corni di bassetto y los fagotes se suceden en una especie de canon, por encima del ritmo entrecortado de las cuerdas que recuerda a los pasos de un cortejo fúnebre. Les sigue un coro «de espíritus», en un contrapunto imitativo, reclamando el descanso eterno («Requiem aeternam dona eis, Domine»). Y si hasta entonces Mozart nos había sumergido en las tinieblas, luego decide arrojarnos un rayo de luz y esperanza: el coro canta «y la luz perpetua nos ilumine» («et lux perpetua luceat eis») con un nuevo color y una actitud más optimista que perdura en el resto del movimiento.
Fácilmente reconocible resulta también el Kyrie que le sigue. Una fuga audaz en la que Mozart usa dos temas principales que van a pasar de una voz a otra en una petición desesperada de misericordia: el primero corresponde a la vocación «Kyrie eleison» («Señor, ten piedad»), y el segundo, a «Christe eleison» («Cristo, ten piedad»).
Y qué decir que no se haya dicho ya del siguiente número: el terrible Dies irae. Una representación del día del juicio final tremendamente estremecedora. Evoca la fatalidad que Mozart creó anteriormente en Don Giovanni, y quizás refleje el temor que él mismo sintió ante aquel misterioso mensajero que parecía dispuesto a anunciarle la llegada de su final. La música tiembla, y sobre todo nos hace temblar, cuando los bajos cantan «¡Cuánto terror habrá en el futuro!» («Quantus tremor est futurus»).
Un futuro que parece cada vez más cercano según anuncia la famosa trompeta del juicio final en Tuba mirum (aquí representada por un trombón). Como en una escena extraída de sus mejores óperas, Mozart nos ofrece el primer gran cuarteto vocal que comienza con el que posiblemente sea el solo de trombón más famoso de todos los tiempos. Le sigue Rex tremendae («Rey de tremenda majestad») con su característico y solemne salto de octava para introducir al coro que aclama con rotundidad, al unísono, al rey de los cielos.
Tras el escalofrío, Mozart nos concede un soplo de paz y serenidad en Recordare, una de sus creaciones más sublimes y bellas. Será, no obstante, algo temporal, porque pronto llegará el terrorífico Confutatis. En él los instrumentos parece que se agitan, mientras las voces masculinas exclaman enfadadas y rabiosas como si representaran a los condenados al infierno. Contrastan con el coro de sopranos y contraltos, serenas y suplicantes, que les suceden después.
Llega entonces uno de los números más conocidos del Réquiem: Lacrimosa. ¡Qué extraordinario comienzo nos regala aquí Mozart! Pocas representaciones del llanto resultan tan logradas cómo la que consigue con los violines y la viola. Luego entra el coro cantando cada vez más alto y más fuerte en coherencia con el significado del texto: «Día de lágrimas será aquel día en que resurja de las cenizas para ser juzgado el hombre culpable». Y son precisamente estas palabras las últimas que dejaría escritas Mozart, llegando hasta el compás octavo del Lacrimosa. El resto del número corrió a cargo de Eybler y Süssmayr.
Aunque el Ofertorio se interprete después de lo anterior, lo cierto es que en parte fue compuesto por Mozart para ser terminado por Süssmayr. Consta de dos movimientos: El primero, Domine Jesu, está cargado de contrastes y estallidos repentinos. Nos lleva de la agitación a la serenidad, del temor a la esperanza, de la sombra a la luz. El segundo, Hostias, se caracteriza por su absoluta sencillez y puede recordar en su homofonía al Ave verum corpus de Mozart.
Los tres números siguientes, como anticipamos, corrieron a cargo de Süssmayr. Para el movimiento final del Réquiem, Lux aeterna, Süssmayr recuperó pasajes del Introito y el Kyrie. De este modo, dota a toda la composición de cierta unidad. Hay alguna evidencia de que esta fue la intención de Mozart. Nunca lo sabremos.
Con esta música finaliza el programa del próximo 25 de mayo. Hindemith celebraba la longevidad del amor. Mozart temblaba ante el fin de sus días, buscando la salvación. Ambos nos recuerdan que el tiempo es lo más valioso que tenemos y, a la vez, lo más perecedero.