Anclados a la tradición, mirando al futuro
Mario Mora
Pianista y cofundador de Clásica FM
A lo largo de la historia ha existido una división, en ocasiones inconsciente, entre aquellos compositores continuistas que se inspiran en la tradición frente a los que buscaban inmediatamente romper las reglas y avanzar el lenguaje. Divisiones que a veces se palpaban en las conversaciones que los propios compositores tenían entre sí. Quién pudiera haber estado presente en el diálogo que mantuvieron Mahler y Sibelius un 2 de noviembre de 1907 en Filandia a este respecto. Discutieron, entre otras cosas, sobre los caminos posibles para un género como la sinfonía ya entrado el s.XX. El continuista finlandés Jean Sibelius defendía conservar la forma, el rompedor Gustav Mahler abogaba por destruirla.
Los compositores del presente programa podrían enmarcarse en el grupo de los tradicionalistas. Einojuhani Rautavaara (1928-2016) comenzó entregando su estilo a las líneas trazadas por su compatriota antes mencionado, Jean Sibelius. Antonín Dvořák (1841-1904) representó el tradicionalismo sinfónico en el s.XIX, y Johannes Brahms (1833-1897) abanderó aquel grupo de los conservaduristas que fueron despreciados ferozmente por los wagnerianos, defensores de la ruptura con cualquier tipo de tradición.
En estos casos, el ancla en la tradición no impide la mirada al futuro. La mirada de Brahms hacia los atrevimientos post-románticos, la de Dvořák a los lenguajes inercontinentales, y la de Rautavaara a la exploración, en momentos determinados, de los estilos más vanguardistas. Pasado y futuro, algo que las obras de este concierto comparten y cuyas sonoridades nos van a transportar por un viaje a través de los siglos.
Canción del Destino op. 54, de Johannes Brahms
La década de 1860 fue para Brahms un momento de cambio. El año en el que nacían Isaac Albéniz o Gustav Mahler, Johannes Brahms comenzaba a disfrutar de cierto respeto y popularidad. Desde este momento, y recién roto su compromiso con Agathe von Siebold, centró su vida en la dirección orquestal al tiempo que se sumergió en la composición de varias obras vocales, como sus Cuatro Canciones op. 17 o su Salmo op. 27. En 1861 comenzó a diseñar su gran obra coral: Un Requiem Alemán, op. 45. Una vez estrenado en 1868, y tras sufrir duros momentos vitales como la muerte de su madre, comenzó a pensar en la primera obra que tenemos entre manos: la Canción del Destino, op. 54.
La concepción de esta composición nace de un poema de Friedrich Hölderlin. Brahms conoció este texto en una visita a varios amigos en 1868, y la profundidad del mismo le impactó tanto que tuvo que apartarse a escribir en ese mismo momento, invadido por esa inspiración que le visita en sus momentos creativos y que él mismo relata como torrencial y divina. Existe una relación directa entre la música y el poema que se tratará de exponer en la siguiente descripción de la obra.
De la lenta introducción orquestal llama inmediatamente la atención el ritmo obstinado de los timbales, con unas notas repetidas que recuerdan vagamente a esos cuatro golpes iniciales de la Quinta Sinfonía de L. van Beethoven (del ‘destino’). La textura, puramente brahmsiana, presenta, con los giros melódicos de los violines doblados, un momento de esperanza paralelo al que irradia el inicio de el poema. Las contraltos comienzan, acompañadas de las maderas agudas y adornadas, con el texto “Vagáis arriba en la luz / en blando suelo, ¡genios felices!”, a modo de salmo al que responde el coro completo con el mismo texto. El coro a cuatro voces continúa “brisas de Dios, radiantes, / suaves os rozan” con un acompañamiento lento, solemne y lleno de diálogos entre las secciones de la orquesta y el coro. En una tercera frase del coro, “como los dedos de la artista / las cuerdas santas”, se genera el momento de mayor esperanza y volumen sonoro hasta el momento.
Un interludio orquestal completado por una solemne fanfarria da paso a los siguientes versos del poema, que continúan en la misma textura musical: “Sin sino, como infantes / que duermen, respiran los dioses”. Un luminoso acorde de do mayor da paso a las tiernas y todavía esperanzadoras palabras “resplandecen / en casto capullo guardados / sus espíritus / eternamente.”. Cierran toda la gran primera parte los versos “Y en sus ojos beatos / brilla tranquilo / fulgor perpetuo”, con una frase final más oscura y que comienza a mostrar lo que acecha a continuación.
Los oscuros arpegios en las cuerdas, de acordes disminuidos tensionados, inician el Allegro, la segunda parte de la obra en la que el coro arranca gritando “Mas no nos es dado / en sitio alguno posar. / Vacilan y caen / los hombres sufrientes, / ciegos, de una / hora en la otra, / como aguas de roca / en roca lanzados”. Todo el tornado sonoro desemboca en un fortissimo en el que, sobre el tutti de la orquesta y un redoble de timbal, el coro pronuncia la palabra “eternamente”. De forma súbita, el volumen disminuye para susurrar las últimas palabras del poema: “hacia lo incierto”.
Tras una repetición variada de todo el Allegro, Brahms toma una importante decisión que ha sido criticada por muchos a lo largo de la historia: realizar una recapitulación de la introducción orquestal, sin el coro, volviendo musicalmente a la calma y a la esperanza con la que comenzaba el poema. Esta decisión puramente estructural rompe con el carácter de desasosiego de los últimos versos. No obstante, es seguro que el compositor la añadió por una cuestión de equilibrio musical y no por razones de significado expresivo.
La sonoridad de la obra muestra reflejos de una música anterior. La biblioteca de Brahms estaba repleta de manuscritos y copias, algunas hechas por él mismo, de música renacentista alemana. La influencia de esta escritura en sus obras corales es palpable, tanto auditiva como analíticamente, y así lo muestra esta Canción del Destino, op. 54, que se estrenó en Karlsruhe, Alemania, en 1871. El propio Brahms dirigió aquella primera interpretación.
Misa de niños op. 71, de Einojuhani Rautavaara
Escuchar la obra de Einojuhani Rautavaara es acercarse a la creación de uno de los compositores más valorados de las últimas décadas, y al mismo tiempo, es enfrentarnos a una experiencia a ciegas en la que es complejo tener prejuicios o preconcepciones. No hay estilo compositivo que se le haya resistido, y por esa razón uno puede descubrir en su música desde un postromanticismo heredado de Sibelius, quien lo recomendó para estudiar en la Juilliard School de Nueva York, hasta un feroz dodecafonismo que probó en su Tercera Sinfonía.
Además de sus ocho sinfonías, nueve óperas y doce conciertos, abunda en su catálogo la música coral, destacando Vigilia o El verdadero y falso unicornio. La obra que tenemos entre manos, su Misa para niños, op. 71, es otro de esos ejemplos en los que trata a un coro, en este caso infantil, con un estilo que mira al pasado con los recursos del futuro. Su originalidad le llevó a ganar el primer premio de composición de coros en el Concurso de la Ciudad de Espoo.
Esta Misa op. 71, ‘Lapsimessu’, está estructurada en siete breves partes que recorren cuatro momentos de la liturgia católica. Escrita en 1973, comienza el coro infantil con una exigente primera parte a capela cantando el texto del Kyrie (I, “Señor, ten piedad”), en una sección de ritmos sencillos dentro de una métrica variada y con una armonía muy enriquecida. La textura ya nos anuncia reminiscencias renacentistas adaptadas al lenguaje del s.XX, especialmente en los acordes finales que dan paso a una segunda parte en la que la orquesta –solo cuerdas– realiza una Meditación sobre el Kyrie (II). Mucho más oscura, pensante y cromática suena esta primera meditación en respuesta a la animada participación del coro, como si se tratase de una sombra infernal de la proyección celestial inicial.
Lo mismo ocurre sobre el Gloria (III, “Gloria en el cielo”), a capela por el coro de niños, y su respuesta con la Meditación sobre el Gloria (IV) de la orquesta, iniciado por unos vivos pizzicatos que rápidamente desaparecen para retomar las notas arrastradas y lánguidas que resucitan el carácter sombrío de cada meditación. El final de esta cuarta sección recurre a efectos de glissando y notas extremas de los instrumentos que suenan como gritos silenciados del más allá.
La paz angelical vuelve con una nueva intervención sin orquesta del coro, el Agnus Dei (V, “Cordero de Dios”), algo más calmada, y respondida con el momento más etéreo de la obra, con toda la orquesta tremolada -notas repetidas rápidas- y sin apreciar líneas claras más allá de acentos rítmicos que recorren toda la Meditación sobre el Agnus Dei (VI). La música va tomando cuerpo a través de unas melodías que aparecen, primero en violonchelos y contrabajos, después en violas y violines segundos, y finalmente en los violines primeros, muy divididos durante toda la obra.
El momento final de la misa es una comunión entre los dos protagonistas que hasta ahora habían participado por separado: el coro y la orquesta. Los apenas dos minutos finales son los únicos compases en que el coro infantil canta acompañado por la orquesta, en un Halleluja (VII) que reclama festivamente el cielo con un forte casi constante, finalizando en un acorde consonante y muy sonoro, el mismo acorde de Re menor en el que cadencian tantas y tantas misas renacentistas.
La obra es una rara avis en las programaciones, también en los registros, con apenas dos grabaciones profesionales. Es una suerte que Ana González, directora del coro, se vuelva a atrever con esta partitura 10 años después de que los Pequeños cantores de la JORCAM ya la interpretasen en 2012, en aquella ocasión junto con la Joven Orquesta de la Comunidad de Madrid.
La Sinfonía n. 8 op. 88 en Sol mayor de Antonín Dvořák
Antonín Dvořák nació en 1841 cerca de Praga, y siempre quiso ser el compositor que abanderase el nacionalismo checo. Pero los críticos no se lo pusieron fácil: su nombre le presuponía una identidad germana, y esta Octava Sinfonía, encargada por la Universidad de Cambridge por su nombramiento como Doctor Honoris Causa, fue considerada durante mucho tiempo, para irritación del compositor, como su ‘Sinfonía Inglesa’. Sin embargo, en la mayoría de sus obras, compuestas entre las décadas 1860-1900, procuró marcar su origen checo a través de elementos melódicos y rítmicos extraídos del folclore de su patria. La Sinfonía n. 8, op. 88 está fechada en los meses de verano de 1889, creada desde una cómoda villa en Vysoká. Probablemente el momento confortable de su vida en el que se encontraba, aupado por los éxitos profesionales como director y compositor, sea una de las razones que hacen que esta penúltima sinfonía de su remarcable colección esté exenta de tensiones y dramatismos.
Dvořák opta por una escritura muy clara, en la que los temas principales estén doblados en viarios instrumentos y se escuchen de forma penetrante y transparente. Así comienza la primera melodía, interpretada por clarinetes, fagot, trompas y violonchelos, con más instrumentos ejecutando el tema principal que acompañándolo. A pesar de la sensación que pueda tener el oyente, no es una introducción lenta, sino que nos encontramos ya en el Allegro con brio (I) que reina durante todo el movimiento. Es la escritura de notas largas y sin ritmos precipitados la que provoca la sensación de tranquilidad.
La flauta anticipa, a modo de anuncio, la idea final de este primer tema, con un ritmo más pronunciado y popular, carácter que va a tomar toda la sinfonía. Después de culminar toda la orquesta hasta en dos ocasiones con este ritmo pronunciado, se dan paso a los segundos temas: el primero de ellos más camerístico y rítmico, y el siguiente más orquestal y luminoso. Todas las ideas se diluyen para llegar a la sección intermedia conocida como “desarrollo”. El oyente tendrá en este momento la sensación de una vuelta al inicio, pero es una falsa impresión, pues la sinfonía continúa retomando temas antiguos e introduciendo nuevas ideas. La trompa anuncia, atrevida, la zona de conflicto y lucha del movimiento, que finaliza con la vuelta a los temas iniciales, esta vez intercambiando el carácter de cada uno: el que anteriormente era presentado como tranquilo suena ahora con fuerza en las trompetas, y el motivo rítmico se diluye a través de los diferentes instrumentos de la orquesta. Cierra el movimiento una coda que se retroalimenta compás a compás, generando la sensación de que cualquier frase puede ser la última.
El extenso Adagio (II) se presenta con elementos musicales disgregados a lo largo de una primera sección oscura y en la que es difícil encontrar una única línea melódica, ya que los motivos se reparten por toda la orquesta con predominancia del ritmo y de los silencios. La sección central presenta melodías protagonistas en los instrumentos más agudos, incluyendo un reseñable solo de violín que lidera la orquesta hacia uno de los clímax del movimiento protagonizado por las trompetas. Ambas secciones vuelven a repetirse para posteriormente finalizar con una coda llena de pompa utilizando con los elementos iniciales, que en algún momento pueden recordar a los ritmos y elementos de la marcha fúnebre de la Tercera sinfonía de Beethoven.
En lugar del Minueto o del Scherzo habitual, Dvořák elige para el tercer movimiento un Allegretto grazioso (III) a modo de vals, más cerca de las sinfonías de Chaikovski que del germanismo que se le achaca al autor. La melodía, uno de los momentos más reconocidos de la sinfonía, rezuma algo de la nostalgia y del romanticismo propio del nacionalismo checo. La sección central, muy atractiva para el oyente, suma melodías placenteras y colores transparentes muy aptos para el disfrute.
La fiesta y los momentos más populares llegan con el Allegro, ma non troppo (IV), el movimiento final. Después del anuncio de las trompetas, comienza el tema principal con un marcado tinte folclórico, presentado por los violonchelos. La orquesta responde a una mayor velocidad, aprobando festivamente la primera idea musical. A continuación, se presentan algunas variaciones sobre este primer tema sin perder la perspectiva estructural. La variedad temática es intencionadamente limitada, y ello hace que, con la genialidad de las modificaciones que se plantean, el oyente se sienta cómodo reconociendo los elementos que van sucediéndose hasta el explosivo y contundente final.
La última sinfonía europea de Antonín Dvořák concluye un programa en el que el pasado no deja de estar presente. Las sombras del Renacimiento, del folklore o del mismísimo Beethoven aparecen a lo largo de las obras, enmascaradas como impulsos desde los que partir para llevar las ideas de cada uno de estos tres autores a los niveles más sublimes.