Naturaleza y vida
Daniel Quirós Rosado. Musicólogo y locutor de Radio Clásica
Debussy: El ‘Preludio a la siesta de un fauno’
Claude Debussy señaló que su música pretendía ser una interpretación emocional de lo que es invisible en la naturaleza. A simple vista, esta actitud se ve reflejada en “El Preludio a la siesta de un fauno”, donde se abordan, de forma exquisita, las bases de la música programática. Lo escribió pensando una historia mucho más ambiciosa que, sin embargo, no llegó a completar: el tríptico “Preludio, interludio y paráfrasis final para la siesta de un fauno”, que partía de la égloga del autor francés Stephane Mallarmé, “La tarde de un fauno” (1876).
Pese a todo, durante su primera representación el 22 de diciembre de 1894 confesó que la música de este preludio es una ilustración muy libre del hermoso poema de Mallarmé; no pretende ser una síntesis. Es, más bien, una sucesión de fondos sobre los que se mueven los deseos y los sueños del fauno en el calor de la tarde. Por fin, cansado de perseguir a las asustadas ninfas y náyades en su huida, se abandona a un sueño embriagador, rico en anhelos finalmente realizados, de plena posesión en la naturaleza universal. Sin embargo, el propio poeta criticó la utilización de su obra como origen para la música de Debussy, pese a sus buenas intenciones, ya que es un verdadero crimen en lo que a poesía se refiere yuxtaponer lírica y música, aunque se tratase de la mejor composición jamás escrita.
Años después, en 1912, los hermanos Nijinsky -en colaboración con el empresario Serguei Diaguilev- adaptaron la obra de Mallarmé para elaborar un ballet sobre la música de Debussy. El resultado no convenció al compositor ni a los espectadores, quienes salieron escandalizados de su estreno en el Teatro du Chatelet de París por una escenificación demasiado sexualizada y provocadora para los cánones de la época.
En cuanto a la música, Arnold Schoenberg escribió en su libro “El estilo y la idea” que las armonías en Debussy, carentes de sentido constructivo, a menudo sirven para el propósito colorista de expresar estados de ánimo e imágenes plásticas. Tanto estos estados como las figuras, aunque sean extramusicales, se convierten así en elementos constructivos, incorporados a la función musical; ocasionan una suerte de comprensibilidad emotiva. De esta forma la tonalidad se ve completamente destronada en la práctica, si no en la teoría.
La parte armónica se basa en tres pilares fundamentales. El primero de ellos indica un mayor dominio del color sobre la tensión de la obra, generando un fondo musical sencillo y plano, sin grandes contrastes. El segundo lleva directamente a la armonía tonal, que emplea con continuos cromatismos y acordes encadenados a través de sus cadencias, observándose notas ajenas a esos mismos. El tercer puntal muestra uno de los elementos básicos del impresionismo debussyniano: las escalas de tonos entrelazadas con otras basadas, a su vez, en culturas exóticas que el propio compositor habría escuchado durante la celebración de la Exposición universal de París en 1889.
Falla: ‘Noches en los jardines de España’
Han sido muchas las partituras escritas para piano y orquesta en la música española, pero, por encima de todas, la musicología suele situar las “Noches en los jardines de España”, de Manuel de Falla. Una obra maestra estrenada el 9 de abril de 1916 en el Teatro Real de Madrid, tras seis años de gestación, por la Orquesta Sinfónica de Madrid, el pianista José Cubiles y el director Enrique Fernández Arbós. Sus tres números –“En el generalife”, “Danza lejana” y “En los jardines de la sierra de Córdoba”- causaron una gran impresión entre sus contemporáneos. Tal fue el caso de Federico Sopeña, quien proclamó que Falla había creado la mejor obra española para este tipo de formación hasta la fecha. Nadie, ni Granados ni Albéniz, ha sido capaz de lograr un hito como éste.
Los ecos de lo popular, dentro de su atmósfera casi programática, permitían que el público escuchase por primera vez los perfumes, ambientes, discursos e historias de su Andalucía natal, con tintes de la música francesa, gracias a la universalidad cultural que presentaba París a comienzos de siglo, donde residió. En la intimidad de su estudio presentó a célebres compositores como Debussy, Ravel, Viñes, Albéniz o Dukás algunas ideas que, a la larga, serían importantes para las “Noches en los jardines de España”.
Pero, ¿cómo pudo elaborar tan bellos paisajes sin haber viajado nunca a La Alhambra? Conocido es, por los escritos de María de la O Lejárraga, que la única fuente para su trabajo serían fotografías y descripciones de libros o revistas. Ella misma, seis años después de su estreno, fue la encargada de mostrarle tamaño complejo andalusí. En sus memorias tituladas “Gregorio y yo” describe aquel importante acontecimiento para Falla con estas palabras:
Manuel no conocía ni la Alhambra ni el Generalife, ni su bosque encantado ni sus fuentes; mas, por no sabemos qué hechicería cordial e intelectual, supo hacer suya totalmente la emoción que otros habían sentido, y nadie ha cantado esto como él. Así que una mañana de abril -aire de cristal, cielo de esmalte, olor a gloria- dije: “Hoy vamos a visitar la Alhambra”. Y allá fuimos subiendo la colina hechizada, bajo los olmos plantados por Wellington. Al llegar a las puertas de lo que fue palacio y fortaleza, dije a mi compañero de peregrinación: «Deme usted la mano, cierre los ojos y no vuelva a abrirlos hasta que yo le avise». Consintió mi capricho, divertido como un chiquillo que juega a ser ciego, y yo le hice pasar rápidamente por el Patio de los Arrayanes -bajo las aguas de cuyo estanque duerme un corazón-, por la Sala de la Barca, por el prodigioso Salón de Comares… “¡Mire usted!”, dije, soltando la mano de mi compañero. Y él abrió los ojos. No se me olvida el “¡Aaah!” que salió de su boca. Fue casi un grito. ¿Simple admiración? ¿Gozo de haber adivinado, a través de las páginas de un libro, el encanto que desconociera? ¿Orgullo de haberlo sabido interpretar? ¿Regocijo de artífice por haber logrado sutilizar en ritmo y sonido la maravilla de lo ignorado? Acaso todo junto.
Sea como fuere, ese grito ya estaba impreso en su propia música, en una partitura que se ha constituido como una de las cimas para piano y orquesta de todos los tiempos. No es sencillo representar todo aquello que el compositor había imaginado y, menos aún, a la manera que deseaba que se tradujese. Como escribió en el programa de su estreno, téngase presente que la música de estos “nocturnos” (así llamaba a sus tres movimientos) no pretende ser descriptiva, sino simplemente expresiva, y que algo más que rumores de fiestas y de danzas ha inspirado estas evocaciones sonoras, en las que el dolor y el misterio tienen también su parte.
Pese a todo, la descripción siempre ha estado ligada a cualquier interpretación, quizás, como forma sencilla de representar ese primer tema que aparece en el movimiento inicial, donde el clima nocturno lo inunda todo, en un tempo tranquilo de 6/8. La orquesta lo muestra al oyente antes de cedérselo a un piano que desarrolla toda su brillantez y virtuosismo con figuraciones melódico-rítmicas de gran velocidad. Después, como si de un pequeño rayo de luz emergiese, el segundo tema se impone en un ritmo ternario que actúa in crescendo apoyado por los metales. Sin esperarlo, un pianissimo deja paso al segundo movimiento, la “Danza lejana”, en tempo Allegro giusto. La noche sigue presente, dando una impresión tridimensional gracias a las respuestas en eco de las cuerdas a los vientos. Y, por fin, un vivo “En los jardines de la sierra de Córdoba” –basado en los escritos del filósofo cordobés del primer milenio, Ibn Masarra-, sin solución de continuidad, en forma de rondó con estribillo, hace explotar a toda la orquesta en zambras gitanas. El siguiente Allegro moderato vuelve a dar protagonismo al piano con un solo al más puro estilo andaluz. El folklore se muestra en todo su esplendor en un Falla más humano que nunca, sensual, lírico, apasionado y, en ciertos momentos, derrengado. Algunos la han tildado como la imagen musical de la noche más profunda que se ha escrito nunca.
Dvorák: ‘En el reino de la naturaleza, Op. 63, B. 126′
“Naturaleza, Vida y Amor”. Éste fue el título que Antonin Dvorák pensó durante la primavera de 1891 para un tríptico de tres oberturas de concierto que, finalmente, acabaría separando. La primera de ellas sería “En el reino de la naturaleza, Op. 91”; la segunda, “Carnaval, Op. 92”; y la última, “Otelo, Op. 93”. Todas, pese a no mantener su concepto inicial, sí que guardaban en común su fórmula programática y su relación con la naturaleza y la humanidad. Sabido por todos era que el compositor, ante todo, amaba la naturaleza, los pájaros, los largos paseos por el bosque, los ríos, los mares y los árboles. Sin embargo, se puede atisbar otra visión de “En el reino de la naturaleza”: su pensamiento panteísta del universo, ya reflejado en su célebre “Réquiem”, donde las ideas de una esfera natural y divina indisolubles quedaban patentes.
Tras algo más de tres meses, desde el 31 de marzo hasta el 8 de julio de 1891, Dvorák terminaba de escribir el manuscrito. En sus cuadernos de bocetos también pensó en otros títulos como “Obertura lírica”, “Noche de verano” y “En un lugar apartado”. Casi un año pudo estrenarla y dirigirla con notable éxito en el Rudolfinum de Praga el 28 de abril, junto a las otras dos partes del tríptico. La Orquesta del Teatro Nacional, complementada por un grupo de jóvenes estudiantes del Conservatorio de la ciudad –donde daba clases de composición e instrumentación-, sería la encargada de cerrar la gira del compositor por las ciudades checas y moravas antes de su viaje a Estados Unidos.
Escrita en la tonalidad de Fa mayor, presenta una clara forma de arco y comienza con una introducción donde el tema principal, el denominado “motivo de la naturaleza”, pasa por todos los instrumentos de viento y las violas cual bandada de pájaros, hasta que se asienta en toda la orquestal. Sin embargo, este tema principal no salió de la mente del compositor, sino de un canto moravo llamado “Halekacka” que escucharía durante su estancia en Praga y alrededores. Esta exposición, muy poco ortodoxa, ofrece campos temáticos individuales con varios motivos conectados entre sí. El desarrollo, mucho más breve, oscuro y dramático, se cimienta sobre una progresión armónica y un tratamiento contrapuntístico exquisitamente logrado –con el protagonismo repartido entre todos los instrumentos- en torno al “motivo de la naturaleza”. Por último, la reexposición se asemeja a un espejo, con unos desarrollos temáticos decrescendo hasta llegar a la coda final donde la naturaleza deja de brillar ante la inminente llegada de la noche.
Martinů: ‘Sinfonía nº3, H. 299’
La Segunda Guerra Mundial, con su clima de terror y odio, causó un profundo dolor en el siglo XX. Los casi 60 millones de muertos que dejó tras su paso propiciaron un nuevo cambio en la mentalidad de una sociedad que debía empezar de cero evitando caer en los mismos errores del pasado. En el ámbito de la música, uno de los compositores que, al mismo tiempo, no sólo vivió la contienda, sino también una crisis personal, fue el bohemio Bohuslav Martinů. Afincado en París desde los años 20, tuvo que observar desde la distancia cómo su tierra natal y gran parte de su familia fueron sometidos bajo la Alemania de Hitler en 1938. Sin embargo, tampoco allí estaría seguro, pues la toma de Francia le obligó a salir del país en dirección a Estados Unidos tres años después. No es de extrañar que la depresión y el temor se apoderasen de su mente hasta el punto de pasar por algunos periodos de escasa actividad. Así viviría casi tres años más en Nueva York, hasta que un retiro en la campestre Ridgefield (Connecticut) entre el 2 de mayo y el 14 de junio despejó su mente por completo y la idea de escribir una nueva sinfonía, “la Tercera”, se materializó.
La escribí desde como regalo para la Orquesta Sinfónica de Boston, que la estrenó –indicó en una entrevista a The New York Times-. Sin embargo, lo hizo con extremo dolor, como señaló en una carta a Milos Safránek: Acabo de empezar a escribir esta sinfonía, pero algo dentro de mí no funciona bien. No sé qué me pasa. Tengo la sensación de que me desmorono por completo. Los sueños de que regresamos a casa no cesan. Finalmente, el 12 de octubre de 1945, la misma Orquesta Sinfónica de Boston, con Serge Koussevitzky en el podio, estrenó la pieza con un notable éxito entre el público y la crítica.
En lo relativo a su música, la “Tercera sinfonía” presenta una forma tripartita, destacando su último movimiento por encima de los dos precedentes. Comienza con un motivo de apertura que sumerge al oyente en un ambiente trágico -pero resiliente- y minimalista, que homenajea al Réquiem de Dvorák, del que toma su melodía. Esa presentación de un clima hostil se contrapone con un tema mucho más lírico y melancólico en el fagot, primero, y el oboe, después. La intensidad aumenta durante un desarrollo extremadamente violento, con más carga sobre los metales, hasta que la reexposición, mudada de Allegro a Allegro vivo, se ve interrumpida crudamente.
El Largo de su movimiento central, en ritmo ternario, guarda una estrecha relación con su “Sinfonietta Giocosa para piano y orquesta de cámara” (1940) en cuanto a su forma de fantasía contrapuntística, su utilización de métodos barrocos -alternancia del tutti con el solo al al modo del concerto grosso– o su instrumentación clara y transparente. La melodía y los breves motivos, como en el resto de la pieza, mayoritariamente son diatónicos y se supeditan a unas armonías disonantes. Poco a poco la tensión crece antes de una calma repentina que finaliza en unísono.
Su último movimiento arranca con un Allegro compuesto por dos partes, a priori, contradictorias. Del salvajismo inicial, donde algunos musicólogos asumen que Martinů mostraba poca fe por el desenlace de la II Guerra Mundial, se transita a una alegría contenida en la coda Andante que, según dicen, refleja la noticia del “Desembarco de Normandía” por las tropas aliadas.