Dos ascensos y una carta de despedida
La convivencia de opuestos en un espacio sonoro, si bien conlleva un riesgo notable, puede suponer también una fuente de riqueza con consecuencias impredecibles para el oyente. Es difícil encontrar dos figuras más contrapuestas en todos los sentidos que Joseph Haydn y Anton Brucker. El primero, mordaz y enérgico aún en su vejez, compuso su Te Deum para la emperatriz María Teresa rozando los setenta años y en la cúspide de su fama. La obra fue olvidada hasta que el musicólogo Robbins Landon la recuperó en los años cincuenta y nos permitió volver a darle un lugar en el repertorio. La fe honesta que Haydn abiertamente profesaba, carente de ínfulas de grandeza, es quizás su punto de encuentro con Bruckner. Éste último, también un profundo creyente, plasmó un particular relato de ascensión en su Sinfonía no 7 en Mi mayor. Como un homenaje a la reciente muerte de su amado Richard Wagner, la séptima parece entremezclar su luto personal con un relato universal de superación. Una combinación que, tras su estreno en Leipzig en 1884, supuso la definitiva consolidación de Bruckner como figura predominante del sinfonismo romántico a ojos de sus contemporáneos.
Eso no puede ser, María Teresa
Las circunstancias concretas que rodean la composición del Te Deum Hob. XXIIIc:2 de Joseph Haydn son poco conocidas. Sin embargo hay algunos datos que sabemos con seguridad. Tal y como sugiere el título Te Deum für die Kaiserin Marie Therese, la pieza fue dedicada a la emperatriz María Teresa, esposa de Francisco I de Austria. A lo largo de su corto periodo como soberana (1792-1807), la emperatriz promovió innumerables encargos de música religiosa dirigidos a compositores dentro y fuera de sus fronteras. Gracias a su extraordinario papel de mecenazgo, raramente reivindicado en la actualidad, disponemos de una amplia colección de música sacra de finales de siglo y primeros años del siguiente. Periodo a todas luces clave, en el que la exuberante escena musical vienesa sufría una transición entre las últimas sinfonías y oratorios de Haydn y los primeros éxitos de Beethoven. Sin embargo, todo ello posee un matiz digno de destacar: el amor de María Teresa por las obras para oficio religioso nos deja un legado de partituras corales que sería impensable de otro modo.
El periodo que comprendió su ejercicio coincidió con la creciente popularidad en Viena de los dramas importados del sur más próximo, como lo prueban las innumerables representaciones de óperas de compositores franceses como Mèhul o Cherubini. Estas nuevas tendencias -consecuencia de la revolución francesa acaecida pocos años antes- relegaron aún más el papel de la música sacra en el panorama vienés y hacen inimaginable, por tanto, que los compositores hubieran dedicado algún esfuerzo a escribir misas u oratorios. Solo su obcecado mecenazgo y amor por la música sacra nos permiten hoy en día disfrutar de decenas de obras, descubiertas y aún por descubrir, escritas por los mejores compositores de Europa del momento -Paisiello, Eybler o Michael Haydn, entre otros-.
En el caso concreto del Te Deum für die Kaiserin Marie Therese, y a juzgar por los manuscritos disponibles, es probable que fuera compuesto por Haydn entre 1799 y 1800 -a pesar de evidencias que podrían incluso datarlo en 1798-. Lo único que sabemos con exactitud es la existencia de una representación del mismo a principios de septiembre de 1800 en Eisenstadt. De esta primera representación conservamos solo las partes individuales de cada músico, no la partitura general. La compilación y unión de estas partes representa hoy en día la versión auténtica de la obra. Sus características principales, como su forma, duración y la ausencia de solistas vocales, recuerdan a otros Te Deum escritos para la emperatriz en ese periodo. María Teresa se implicaba hasta tal punto en cada encargo que hacía todo tipo de peticiones a los compositores, desde elegir qué tonalidades prefería, hasta en qué parte el texto debían escribir un solo de violonchelo y con qué carácter. Una auténtica gobernante en todos los aspectos.
Lamentablemente la partitura autógrafa se ha perdido, lo que lleva a muchas preguntas sobre las intenciones originales de Haydn. A modo de ejemplo, existen algunas evidencias que indican que originalmente la obra no tenía introducción orquestal y comenzaba directamente con la entrada del coro del noveno compás. Este pudiera ser un divertido ejemplo de como los compositores se las tenían que arreglar para satisfacer las peticiones de la emperatriz. Probablemente María Teresa, a juzgar por todos los Te Deum de su biblioteca, no gustaba de introducciones de ningún tipo para este texto litúrgico. Y fue el propio Haydn el que años después añadió esos compases iniciales para la representación registrada de 1800. Esto, aunque pura especulación, podría explicar el porqué las copias que poseía la emperatriz carecen de introducción y las partes individuales de Eisenstadt si. Con o sin permiso de María Teresa, Haydn parece haber finalmente impuesto su criterio. A pesar de esa fama de bonachón, cuando se trataba de música Haydn siempre iba hasta el final, como lo demuestran los diversos testimonios de enfrentamientos con sus superiores.
El brío haydniano
La obra se divide en tres partes bien diferenciadas: Allegro con spirito-Adagio-Allegro con spirito. El inicio en do mayor revela rápidamente sus intenciones. En este último periodo creativo, Haydn parece sintetizar y comprimir hasta el límite su poder expresivo, desechando cualquier transición demasiado larga o pasaje insustancial. A diferencia de sus coetáneos, y por supuesto de la generación romántica posterior, la narración en Haydn es siempre vertiginosa -propia de alguien que se jacta de poder abarcar un rango expresivo inmenso y contrapuesto en apenas tres compases-. Esta clave de escucha, indispensable para sumergirse en su música, es aquí si cabe aún más relevante. El tema Te, Te Deum Laudamus (a ti, o Dios, te alabamos) da paso tras una suave cadencia a un pasaje imitativo en la dominante, éste a un casi militar Sanctus que, tras otra resolución, deja por fin espacio a los violines para respirar y exponer su contracanto al aire. Hasta ese momento no ha habido pausa, no hay lugar para el reposo o la preparación meditada de la frase siguiente. Haydn representa ese discurso imparable, un torrente incontrolable en el que si te duermes estás perdido. A veces pareciera que él mismo intentara controlarse y poner el freno, pero tras unos compases siempre desiste. Do mayor, la menor, re menor, fa mayor y re menor otra vez. El texto parece solo describir el curso natural de la música, que rápidamente se vuelve cándida, después furiosa y luego pesarosa. Antes de terminar esta primera parte, vuelve el tema con Tu, rex gloriae, Christe, al que le sucede más tarde una obsesiva cadencia en re menor. Si hay algo que hemos de comprender con Haydn, es que con cada obra asistimos a un espectáculo donde si la máquina se para, todo se viene abajo. Nos lleva arriba y abajo o en espiral, siempre a donde él quiere, sin darnos apenas tiempo a recuperarnos.
De repente, y contra todo pronóstico, con el texto Te ergo quaesumus, tuis famulis subveni (te rogamos, pues, que vengas en ayuda de tus siervos) el motor, que parecía no poder pararse, se detiene y la segunda parte (Adagio) comienza con un suplicante do menor que inunda el espacio. La música se vuelve oscura y cromática, recordando a esos coros donde el pueblo de Israel implora piedad a Yavé, tan numerosos en los oratorios barrocos. En apenas nueve compases irrumpe la tercera parte (Allegro con Spirito) que recupera y aumenta el dinamismo de la primera. Sin fermata alguna, comienza la fuga conclusiva con el texto: In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum (en ti, Señor, confié: no me veré defraudado para siempre). El sujeto de la fuga incide con coloratura en la palabra “confié”, lo que resalta desde el comienzo su carácter afirmativo. Esta sección llena de júbilo parece acelerarse pasada la exposición, transitando por pasajes con intrincadas síncopas a veces en frontera con la danza. Lejos de resolver la pieza sin más, Haydn -ya acostumbrado a hacerlo en el formato sinfónico- nos reserva una sorpresa para el final. Pocos compases antes del desenlace, la música se torna terrorífica sin previo aviso mientras el coro canta “no me veré defraudado”. Tras dos intentos, de lo que parece a veces ser una broma pesada, orquesta y coro en canon unísono inciden en la frase y hunden la obra en un mar de tinieblas que se evaporan poco después con una dominante explosiva. En menos de veinte segundos, vamos al infierno y volvemos sin ninguna magulladura. Esa dominante da paso a las síncopas ya resueltas y a la cadencia triunfal, con trompetas y timbales acompañando al coro en su aeternum.
Amigos y enemigos
El 13 de febrero de 1883, Wagner falleció repentinamente en Venecia dejando infinidad de proyectos por concluir. Un año antes, con ocasión del estreno de Parsifal -su canto de cisne en el género- se había encontrado con Bruckner, al que siempre trató con afecto. Según palabras de este último, Wagner le cogió de la mano y le dijo: “no se preocupe, yo mismo dirigiré su sinfonía”. Esa sinfonía a la que Wagner se refería, la séptima, era aún un trabajo lejos de concluirse. Bruckner, sin embargo, sentía tal adoración por el Maestro que no dudó en hablarle sobre ella, abrumado seguramente por el firme interés de Wagner y su incondicional apoyo. Pocas veces fue Wagner tan afectuoso con nadie, exceptuando quizás a él mismo. Este último encuentro -que recuerda al de Mozart y Haydn en Viena en 1790- y la muerte de Wagner un año después fue clave para Bruckner y su séptima. Sobre la obra flota en todo momento la sombra del Maestro. Un hecho que, lejos de ser una romantización o lugar común cuando se habla de ella, fue remarcado una y otra vez por el mismo Bruckner en sus cartas.
Después de dos años de trabajo, el 5 de septiembre de 1883 Bruckner completó la partitura de su séptima sinfonía en mi mayor y la dedicó al rey Luis II de Baviera. En lugar de estrenarla en Viena como era costumbre, fue ejecutada finalmente en Leipzig el 30 de diciembre de 1884, por la orquesta de la Gewandhaus y Arthur Nikisch a la batuta. ¿Por qué este cambio de emplazamiento? Puede que no haya hecho que revele más claramente la apocada personalidad de Bruckner que su motivo para el traslado del estreno. Ese motivo se llamaba Eduard Hanslick. Este crítico bohemio, partidario de la facción brahmsiana, movía cielo y tierra con su pluma para hundir cada estreno de Bruckner en Viena. El fanatismo es lo que tiene. Bruckner sufría desde hacía décadas la desgracia de vivir en Viena, un territorio consagrado a la corriente musical que construía sobre la tradición beethoveniana y que era liderada en ese momento por Johannes Brahms. El claro posicionamiento de Bruckner -que lejos de ser teórico se reflejaba vivamente en sus obras- a favor de la facción “opuesta” liderada por Wagner y Liszt, supuso su aislamiento de la vida musical vienesa. Ciudad donde era frecuentemente tratado como un viejo desventurado, una suerte de campesino o un fanático religioso con inquietudes compositivas.
El estreno en Leipzig y el de Viena del año siguiente consagraron definitivamente el nombre de Bruckner, que a partir de su estreno gozó de un reconocimiento que dura hasta nuestros días. La pluma de Hanslick no pudo contrarrestar el fervor que despertaba la obra allí donde se estrenaba. No está de más recordar que la influencia de un crítico llega hasta que sus lectores perciben los colores del fanatismo en sus letras. A los comentaristas se les permite odiar, ser implacables, jocosos o incluso rastreros. Pero el fanatismo -de relieve cuando se intenta negar lo evidente- nunca se perdona. En una fecha tan temprana como 1885 de publicó la primera impresión de la obra, con algunos cambios en los tempos e instrumentación dudosamente atribuibles a Bruckner. En 1944 el musicólogo Robert Haas, basado en el manuscrito original, publicó una versión de la sinfonía que intentaba recuperar las primeras decisiones de Bruckner sobre la obra. Una de las más viejas polémicas al respecto es la inclusión o no de triángulo, platillos y timbales en el clímax del Adagio. Al contrario de lo que veíamos en Haydn, Bruckner solía dejarse llevar por sus editores, autorizando cambios de dudoso valor con tal de no tener que enfrentarse directamente a ellos. Aunque a fin de cuentas -y como ahora veremos- la polémica de “platillo si, platillo no” queda reducida al absurdo cuando escuchamos el movimiento en su totalidad y comprobamos como su esencia queda intacta en cualquiera de sus variantes.
Una séptima ascendente
El primer movimiento -Allegro moderato- se presenta con un delicado trémolo de los violines y el primer tema en trompa y violonchelos. Tras exponerse de nuevo en violines y viento madera la cuerda se va apagando y deja espacio a la sección de viento para presentar el segundo tema. Al contrario de lo que veíamos en Haydn, Bruckner diseña arquitecturas amplias donde podemos reposar. Una clave de escucha importante cuando nos enfrentamos a su música es ser conscientes en todo momento de que estamos ante un inmenso jardín donde pasear y contemplar cada detalle. Su mundo nos permite curiosear, divagar, examinar siempre con serena atención. Después de profundizar en el segundo tema, llega el tercero con un piano subito y tintes lejanos de marcha oriental. A lo largo del movimiento, los tres temas se van sucediendo, superponiendo, ampliando y reduciendo, mostrando todas sus caras. No es de extrañar que a esta sinfonía se la compare siempre con las grandes catedrales góticas. En Bruckner presenciamos un tipo de fenómeno envolvente, que aumenta su poder a medida que los minutos van pasando.
Sobre la estrella de la sinfonía, el segundo movimiento -Adagio. Sehr feierlich und sehr langsam- se ha escrito todo. Sin embargo, solo las palabras del propio Bruckner parecen ser suficientes para darse cuenta del hondo calado que supuso su composición. Refiriéndose al recién fallecido Wagner, Bruckner escribía: “En cierta ocasión llegué a casa inmensamente triste. Me figuraba que sin el Maestro no me sería posible seguir viviendo. Entonces se me apareció repentinamente el tema del Adagio en Do sostenido menor… Verdaderamente escribí el Adagio pensando en la muerte de aquel ser único y excepcional”. Con las violas liderando las cuerdas, junto a las cuatro tubas wagnerianas, se expone el primer tema. Una inflexión a mi mayor en el cuarto compás se queda grabada en la mente, no sin razón. Ya metidos del todo, las misteriosas tubas dan paso a las cuerdas con el segundo tema, un canto sorprendentemente despreocupado. Esa inflexión cadencial del comienzo del movimiento gana peso tras la recapitulación del tema principal, pasando de una sección a otra, intensificándose, demostrando la grandeza interior que posee y que antes solo se percibía como en potencia. Después de despedirse del segundo tema, Bruckner vuele a trazar el primero con un acompañamiento de seisillos en los violines, que dibujan un contorno aparentemente anecdótico. Lo inaudito se hace presente cuando observamos que esos seisillos no se detienen. Continúan sin un solo respiro y se intensifican. Como una sombra que no abandona nunca a la figura de la que depende, ese canto continúa hasta el famoso clímax, tras el cual el viento recoge los pedazos rotos y nos lleva al desenlace en pianissimo. Uno de esos pasajes donde todas las palabras del mundo no se acercan a describir lo que nuestros oídos saben.
Sobre el tercer y cuarto movimiento ha habido desde siempre algo de polémica. Su duración y “profundidad” en comparación con los dos anteriores, han extendido la creencia de que esta séptima sinfonía sufre de un desequilibrio notable. Tras dos grandes colosos, Bruckner termina la sinfonía con dos tiempos ligeros y de espíritu menos grave. O, si se quiere, más “alegres”. Este siempre ha sido, sin embargo, un lugar común en los críticos desde el romanticismo. Como si la alegría y el sosiego fueran menos dignos de transitar que el drama o la seriedad. No vamos a caer en esa torpeza de aquí en adelante, más cuando nos referimos a una música entre la mejor jamás compuesta. Un sombrío ostinato y el anuncio de la trompeta abren el Scherzo, que pronto revela su carácter triunfal. El contraste con el movimiento anterior lo hace aún más audaz y severo. El Trio, con sabor a Länder popular, es la joya que esconde todo héroe. Solo recuerdos aislados del tema principal en la trompeta perturban su aire de concordia.
El último movimiento, como un espejismo del último Schubert, hace una apuesta aún más fuerte por elevar el ánimo. El primer tema en violines es pronto interrumpido por los pizzicatos de la cuerda grave y un austero coral que frena el impulso inicial. Lo que parece un terrorífico tercer tema en unísono es solo el primero disfrazado, que embiste hasta dar paso al solo de timbal y al improvisado recital de viento. Estos materiales confluyen a través de las secciones del movimiento hasta el comienzo del clímax final, que arranca con las trompas interpretando por última vez el tema principal. A ellas se suman los metales en arpegios ascendentes, envolviendo la sinfonía dentro de una unidad temática. La séptima, una ascensión tras una caída, podría representar ese relato común a muchas culturas de nuestro mundo. Esa historia de renacimiento que todos, incluido el propio Bruckner, entendemos y compartimos desde siempre.