La música forma parte de nuestra identidad. Dice mucho de cómo somos, de cómo nos comportamos e incluso se expresa por nosotros suplantando a las palabras en la problemática representación de lo que sentimos. Pocos dudan hoy de la capacidad de la música para incorporar una serie de significados sociológicos además de ideas rigurosamente musicales. Sin embargo, el potencial de la música “clásica” –terreno en el que la consideración artística y autónoma sigue prevaleciendo– para simbolizar la voz de la sociedad y transformarla es menos claro. Las instituciones recuerdan su contribución al bienestar de las personas y su integración en la ciudadanía y, en la prensa generalista, junto a las noticias sobre las inquietudes de populares intérpretes, los precios que alcanza un mechón de pelo de Beethoven o la recuperación de piezas inéditas, abundan las informaciones acerca de sus beneficios. Decenas de titulares, basándose en estudios de diverso carácter, nos anuncian que experimentar cualquier clase de belleza, visual o musical, impacta positivamente en nuestras conexiones neuronales o que la música clásica es la preferida por los fetos durante el embarazo; sus beneficios para la salud se consideran tan incuestionables que incluso las nuevas UVIs móviles del Servicio de urgencias médicas de la Comunidad de Madrid incorporarán música clásica durante sus servicios. Parece evidente que la música “académica” es importante, aunque da la impresión de que sus beneficios son equiparables a los de la dieta mediterránea o el deporte, que muchos practican solo porque es saludable. La realidad es que los datos de consumo son mucho más bajos que los de la música popular. Si nos referimos estrictamente a la escucha en vivo, un estudio de la SGAE sobre la evolución de los hábitos y prácticas culturales de los españoles desde 1990 hasta 2003 indicaba que solo un 8,4% acudía a los conciertos de música “clásica”, frente al aproximadamente 25% de los que lo hacían a los de música “actual” (categorías cuya comparación debería, no obstante, matizarse señalando la multiplicidad de músicas “actuales” y la fragmentación de sus públicos). Según datos de la misma institución de 2017, en comparación con el 2008, se acumulaban unos descensos del 10% en el número de espectadores. ¿Tienen realmente los ciudadanos la necesidad de la música sinfónica? ¿Para qué o para quiénes se hacen los conciertos? Mi invitación a la reflexión –en eso consiste este texto, y no en recetas ni recomendaciones dirigidas a los profesionales, en especial programadores y gestores que disponen de más elementos de juicio que yo– parte de algunos contenidos de la prensa online nacional e internacional propicios para iniciar un diálogo encaminado a conseguir que el concierto sinfónico sea una experiencia que transforme tanto a intérpretes como a oyentes, cuyos valores se amplifiquen más allá de los foros musicales. Ese es el reto al que se enfrentan el equipo y los casi cien músicos que conforman la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid.
“Colas denigrantes ante el Ministerio”
La noticia la recogía la revista Ritmo en octubre de 1961. Con el objetivo de conseguir una entrada para los conciertos dominicales en el Teatro Monumental, a los que acudía especialmente un público joven, se formaban unas enormes colas ante el Ministerio de Educación Nacional, a veces desde las cinco de la madrugada hasta las diez, hora en la que abría la taquilla. A finales de la década continuaba esta pasión y, para obtener acceso a los conocidos como “Domingos del Real”, donde actuaban los grandes directores de orquesta y solistas, debían hacerse colas que a menudo se prolongaban durante más de un día. En esa época se producían también los altercados en los conciertos sinfónicos, en especial con la interpretación de obras contemporáneas, ocasión en la que solía estallar el enfrentamiento entre los partidarios de la nueva música –generalmente una minoría de jóvenes “entendidos” que vinculaban este repertorio a una renovación de estructuras culturales y políticas caducas– y el público más conservador. Puede señalarse ese periodo como el momento crítico en el que la música popular, asociada al desarrollo de los medios de comunicación, supo encauzar más efectivamente la voz de la sociedad y sus reivindicaciones.
La situación de la música “clásica” hoy no es peor que entonces: aunque no disponemos de datos precisos sobre la asistencia a los teatros de aquellos años y teniendo en cuenta que las colas ya no son imprescindibles para conseguir una entrada, es indudable que nunca ha habido tantos conciertos, tanto público ni tantas orquestas como ahora. Frente a los números consignados en 2011 en la Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales en España elaborada por el Ministerio de Cultura, en 2015 crecían casi un punto los datos de asistencia a los conciertos de música clásica (desde un 7,7% a un 8,6%). El Anuario SGAE de las Artes Escénicas, Musicales y Audiovisuales 2018 confirmaba esta tendencia: durante 2017 asistieron 4.971.694 espectadores a este tipo de conciertos, un 6,2% más que en 2016. De ellos, el 16,8% fueron de música sinfónica. ¿Podemos empezar a ser optimistas?
“Baltimore needs Beethoven”
El 6 de julio de 2019, The Telegraph se hacía eco de las reivindicaciones de los músicos de la Orquesta de Baltimore que, portando pancartas con lemas como el que proclamaba la necesidad de la música de Beethoven, protestaban por los recortes de sus salarios. La crisis de las orquestas es generalizada, y especialmente visible, en el continente americano: se han producido protestas en la Sinfónica de Puerto Rico, en la de Chicago o en la de Philadelphia, salvada finalmente de la bancarrota por una millonaria aportación de varios donantes anónimos. En España, los angustiosos problemas económicos de varias agrupaciones orquestales han llegado hasta los titulares de revistas y periódicos, aunque nunca han alcanzado la repercusión social que ha supuesto en alguna oportunidad la quiebra de un club de fútbol de rango medio. Desafortunadamente, pocas formaciones han suscitado un similar sentido de identidad o pertenencia, algo que sí llegó a representar, por ejemplo, junto a otro tipo de valores educativos y sociales, la Orquesta Nacional Juvenil de Venezuela.
Desde una perspectiva fundamentalmente basada en el mecenazgo privado, distintos colectivos en Estados Unidos se afanan por lograr que la sociedad establezca vínculos afectivos con sus orquestas. Una de las más activas en este sentido es la neoyorkina The Orchestra Now (TON). En el intermedio de los conciertos, y con el propósito de paliar la prácticamente nula relación entre los que tocan y los que escuchan, sus miembros están llamados a compartir con el público los pasillos y la cafetería del teatro para conversar con los asistentes y satisfacer su curiosidad. Los músicos asumen, además, la redacción de las notas al programa y toman el micrófono para comentar las obras desde una perspectiva personal, inmediatamente antes de su interpretación. Con su director, Leon Botstein, al frente, este conjunto es también representativo en cuanto a las iniciativas que las principales orquestas y auditorios del mundo están desarrollando para ofrecer alternativas a las convenciones del concierto, con programas que, por ejemplo, exploran los paralelismos entre la música orquestal y las artes visuales o entre la música y la tecnología.
Con todo, las orquestas siguen siendo predominantemente conservadoras en la elección de su repertorio. Un estudio del musicólogo y gestor Miguel Ángel Marín confirmaba no hace mucho algunas de las intuiciones que ya teníamos respecto a la uniformidad de las programaciones, pero conseguía sorprendernos por la radical situación que reflejaban los datos expuestos: tras analizar las programaciones de casi 5000 conciertos celebrados entre 2010 y 2015 en casi 300 ciudades del mundo, concluía que el 50% de las obras interpretadas pertenecía a solo 33 compositores. De ellos, todos excepto tres habían muerto 80 o 90 años antes. Marín demandaba más riesgo e innovación por parte de los programadores para proponer al público una oferta alternativa al repertorio canónico. El formato convencional del concierto no está agotado, pero se echan en falta más propuestas que busquen un nuevo concepto de los espacios, de la iluminación o de la disposición de los músicos y del público; una alternativa a las formas convencionales de escuchar y al repertorio occidental y masculino.
“En la música nunca hubo problemas con las mujeres”
Si bien las declaraciones del pianista y director Daniel Barenboim al periódico Clarín el 14 de julio de 2018 pretendían, paradójicamente, mostrar su apoyo al sector femenino de la música, acabaron por representar una muestra más de la falta de empatía de un mundo predominantemente masculino respecto a la situación de clara desigualdad de las mujeres, especialmente en el terreno de la música sinfónica. Dando por hecho que la proporción de intérpretes hombres y mujeres empieza a ser equitativa, si nos referimos a algunos de los acontecimientos musicales más difundidos en los medios de comunicación, nunca una mujer ha dirigido el famoso concierto de Año Nuevo y Marin Alsop fue la primera, en 2013, en estar al frente de la orquesta durante la tradicional Last Night de los británicos Proms, retransmitida por la BBC. Acercándonos al terreno de la misoginia, hace un par de años el director Mariss Jansons afirmaba que no le iban mucho las mujeres directoras. Sin necesidad de salir de casa, el pasado marzo un estudio de la asociación Clásicas y Modernas basado en los datos de las orquestas españolas en la temporada 2016-2017 revelaba el estado de cosas en el panorama sinfónico español: solo se programó a un 1% de compositoras y únicamente un 5% de los conciertos fueron dirigidos por mujeres. Estos datos contrastan con los de la formación femenina en ambas disciplinas: durante el mismo curso, un 29% de alumnas obtenían su titulación en Composición y un 24% en Dirección en los conservatorios españoles. Si la música sinfónica quiere ser relevante en nuestros días, tiene que salvar la enorme falla que existe entre las reivindicaciones de la lucha por la igualdad de género y estos escandalosos porcentajes. Los reconocimientos a las mujeres directoras y compositoras llegan con cuentagotas; una de las últimas en conseguir un prestigioso galardón, el Premio Pulitzer de Música, ha sido Ellen Reid, compositora residente de la Chamber Orchestra de Los Ángeles. La protagonista de su ópera Prism es una mujer que sufre los efectos psicológicos de una agresión sexual. Algo así apela a amplios sectores potenciales de público con mucha más fuerza que los habituales iconos culturales a los que tantas veces recurre la ópera.
Es evidente que las orquestas pueden ser un espacio de visibilización de valores, y así lo demuestra el hecho de que sus apariciones se consideran lo suficientemente significativas como para hacer de ellas un ámbito de reivindicación política: antes de que los eurodiputados del Brexit dieran la espalda el pasado julio a la interpretación de una versión del Himno a la Alegría, varios parlamentarios euroescépticos mostraron la misma actitud en 2014, cuando la Filarmónica de Estrasburgo interpretaba el himno europeo durante la constitución del Parlamento. Más recientemente, la Orquesta de Filadelfia tuvo que interrumpir algunos de sus conciertos debido a las protestas suscitadas por su programada visita a Israel. Ya no solo se le pide a una orquesta que alcance la excelencia en sus interpretaciones, sino que, como colectivo, incorpore en su idiosincrasia unos valores evidentes en el perfil de su organización, en el carácter de su programación y en la profundidad de sus propuestas.
“Dejad en paz a la música clásica”
Hace unos meses, desde las páginas de una conocida revista musical, se exhortaba a “dejar en paz a la música clásica”. No pretendo alimentar polémicas, y por ello no soy más explícita en la cita, pero me pareció que la frase constituía un buen ejemplo de la arrogancia con la que buena parte de los profesionales y aficionados ligados a la música académica se ha manifestado a lo largo del último siglo. Si queremos que la música “clásica” esté viva en la sociedad, tendremos que abandonar las tentaciones elitistas y evitar que constituya un reducto para entendidos instalados en empinados lenguajes privilegiados. Se puede insistir en todo lo que el público no sabe desde el punto de vista técnico e histórico, pero eso solo reforzará su incomodidad y conseguirá alejarlo de las salas de concierto. Si la mitad de la audiencia de una serie como Mozart in the Jungle acudiera a los conciertos sinfónicos, el problema estaría prácticamente solucionado. Interés parece que hay. Se puede criticar a programadores o intérpretes por no atenerse a los criterios de autenticidad al seleccionar determinadas secciones de una obra, destruyendo su original e intocable unidad, o recordar a nuestros vecinos de butaca que deben mantener unas normas de escucha y no aplaudir entre las secciones de una composición sinfónica, pero olvidamos que el público no podía reprimir su entusiasmo por la música de Haydn y aplaudía incluso en los pasajes más suaves de los movimientos lentos de sus sinfonías, que debían ser bisados: un buen ejemplo de comunicación fluida entre los músicos y su audiencia. Se puede apelar a la autonomía del arte musical y hacer énfasis en la experiencia puramente auditiva, concentrada en lo esencial que requiere una escucha consciente, pero estaremos olvidando el poder de seducción de intérpretes como Liszt o Paganini, perpetuado hasta las figuras de nuestros tiempos. Los mitos no nacen: hay que construirlos. ¿Es posible pretender que el mundo de la música se comporte de manera diferente a la sociedad en la que vive, cuando la imagen es casi la única forma de “estar presente” en nuestro tiempo? Me gustaría que no dejáramos en paz a la música “clásica”, en un mundo aparte donde solo los entendidos puedan apreciarla; es posible que necesite menos “respeto” y que nos acerquemos a ella de tú a tú. Quizá nos escandalice que los programas de televisión hayan convertido a jóvenes valores de la música “clásica” en objeto de entretenimiento para masas, pero tengámoslo en cuenta cuando lamentemos la falta de referentes de esfuerzo y sacrificio en los medios de comunicación.
Ejemplos de excelencia y de trabajo –como la violinista de 16 años María Dueñas, ganadora de prestigiosos premios, entregada a la música desde su precoz asistencia a los conciertos de la orquesta de su ciudad– no faltan entre los más jóvenes, que conectan con normalidad corrientes musicales que fluyen de forma diferente y, según las evidencias, están cada vez más interesados en formar parte de las mismas: las estadísticas del Ministerio de Cultura recogen índices progresivos de crecimiento en las enseñanzas generales y universitarias relacionadas con las artes o el ámbito cultural. Durante el curso 2017-2018, 398.474 alumnos se matricularon en Enseñanzas Artísticas del Régimen Especial, un 1,2% más que en el curso anterior. El 82,5% de esos alumnos lo había hecho en enseñanzas de Música. Hace unos meses conocíamos que, por segundo año consecutivo, España es el país con mayor número de instrumentistas en la Joven Orquesta de la Unión Europea: 32, siete más que el año pasado, una cifra que triplica las de los otros países con más representantes. Y es, sin duda, un acontecimiento llamativo y emocionante contemplar el entusiasmo de las jóvenes orquestas españolas, cuyos integrantes disfrutan poniendo su trabajo individual al servicio de un colectivo, para integrar una maquinaria que solo gracias a ellos conservará su poder. ¿En qué punto de la cadena se rompe esa dinámica?
Christopher Small, un célebre musicólogo neozelandés que vivió buena parte de su vida en Cataluña, pensaba que todo ser humano nacía con el don de la música y que, reservando [las posibilidades de desarrollar] ese don para una minoría, en cierta manera se nos había arrebatado esa musicalidad innata. Las estadísticas parecen confirmar su percepción: dos tercios de los europeos no practican ningún tipo de actividad musical o artística y en España menos del 20% lo hacen al menos una vez al mes. Small acuñó el término “musicking” para constatar que, en su opinión, no había música fuera de la práctica de la misma y que solo participando e involucrándose en ese proceso podría comprenderse su función en nuestra vida. El bailarín y coreógrafo Alexander Ekman, una de las figuras más enriquecedoras de la danza contemporánea de los últimos tiempos, exponía en una charla de un conocido canal digital por qué su concepto del “triángulo mágico” establecido entre la obra, el espacio y el público surge solo en raras ocasiones. En su opinión, para crear un momento que se sobreponga a los problemas de cada día, no solo la obra y el espacio deben ser atractivos, sino que cada persona debe estar “presente”, escuchando de forma activa y formando parte de una unidad como público. Cualquier elemento individual de perturbación –el sonido de un teléfono sin silenciar, el fogonazo de una mirada furtiva al whatsapp– afectará al resto de la audiencia y el foco de atención se moverá de la escena a la sala, para recordarnos que el mundo real está en ella.
La experiencia de la escucha en directo de una orquesta debe constituir un ámbito donde dejar fuera de cobertura nuestros teléfonos, pero no nuestras mentes. Consiste en un territorio propio y único donde no necesitamos estar informados o ser valorados, pero que a la vez compartimos con los que nos rodean, formando parte de una vivencia colectiva. En ese lugar percibimos con admiración y empatía cómo los músicos, a través de los sonidos, han extendido la búsqueda del conocimiento de un mundo cambiante, o convertimos nuestra mente en un espacio en el que recrear un universo que está más allá de la razón, donde nos proponemos explorar lo que no conocemos ni comprendemos. Small lo ha expresado mucho mejor: “Cuando las cosas cuajan debidamente, reconozco la fuente de esos sentimientos de elación y alegría a tal punto que pueden hacerme llorar. Es el conocimiento de que así es como es el mundo, y así es como me relaciono yo con él. La emoción que se despierta, de hecho, no es el motivo de la actuación sino la señal de que la actuación funciona debidamente, la señal de que […] el orden en el que vivimos se ha unido con el orden en el que soñamos”. Soñemos..