Tres manifestaciones distintas del Beethoven “heroico”
La batalla de Vitoria o La victoria de Wellington, op. 91
El 25 de abril de 1707, en un episodio trascendente de la guerra de sucesión al trono de España -la batalla de Almansa-, las tropas franco-españolas, defensoras de los borbones, derrotaron ampliamente al ejército aliado, defensor de la Casa de Habsburgo, que actuaba al mando del muy prestigiado militar inglés John Churchill, duque de Marlborough. Inmediatamente comenzó a popularizarse una cancioncilla de evidente tono irónico en la que los franceses y los españoles adaptaron el nombre de Marlborough a su comodidad: Malbrough s’en va-t-en guerre y Mambrú se fue a la guerra, respectivamente. La cancioncilla, a menudo utilizada como “canción infantil”, ha llegado hasta nuestros días e incluso la melodía se aplica a fines festivos varios (Es un muchacho excelente…).
En 1740, el compositor inglés Thomas Arne puso música a un poema exaltadamente patriótico, original de James Thomson, y el resultado fue la canción patriótica Rule, Britannia! que arraigó en los pueblos británicos en solidaridad con su armada y, en especial, con su Royal Navy. Su uso llega igualmente hasta hoy y la podemos escuchar en ocasiones solemnes y festivas, como la despedida de los conciertos del ciclo Proms en el Royal Albert Hall de Londres o en los prolegómenos de algunos partidos de la selección inglesa de fútbol.
El 21 de junio de 1813, las tropas españolas, portuguesas y británicas, al mando de Arthur Wellesley -militar y estadista británico que unos meses más tarde recibiría el título de duque de Wellington con el que ha pasado a la historia- obtuvieron, en tierras alavesas, una contundente victoria sobre los franceses que, con José Bonaparte al frente, huían hacia su país. Era la batalla de Vitoria, episodio bélico que ponía definitivo fin a la invasión francesa y supondría la devolución de la corona española a Fernando VII.
En el verano de 1813, Johann Nepomuk Mälzel, singular personaje que operaba en Viena como constructor e inventor de instrumentos musicales, convenció a su amigo Ludwig van Beethoven para que sacara partido de aquella victoria de Wellington que con tanta simpatía habían recibido en Centroeuropa, donde también se defendían del afán expansionista de Napoleón. Beethoven aceptó componer una pieza para ser tocada en la panarmónica, un instrumento (“máquina musical”) inventado por Mälzel, y este es el origen de la La batalla de Vitoria. Inmediatamente, Mälzel y Beethoven vieron la conveniencia de orquestar la pieza y de ampliarla hasta formar un díptico orquestal que, tras describir la batalla, celebrara la victoria de Wellington y los suyos. Así se hizo, y la obra, que se editaría con el doble título de La batalla de Vitoria o La victoria de Wellington, fue estrenada en un concierto dirigido por el propio Beethoven en el ámbito de la Akademiesaal de Viena y ofrecido en beneficio de los soldados austríacos y bávaros heridos en recientes batallas. El concierto se llevó a cabo el 8 de diciembre de 1813, con éxito enorme para la obra que nos ocupa. Menos refrendo obtuvo la Séptima Sinfonía que se daba a conocer al público vienés en la misma sesión… No debió hacerle mucha gracia al genial compositor que una “estupidez” -como él mismo decía que era su Batalla de Vitoria– fuera más celebrada que su colosal Sinfonía en La mayor.
El curso de la op. 91 es meramente descriptivo y en él hizo uso Beethoven del tema Rule Britannia! y del himno God save the Queen (entonces the King, pues reinaba Jorge III) para referirse al ejército liderado por Wellington, así como del inefable Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena… para aludir a la tropa francesa de José Bonaparte. Para ahondar en el carácter anecdótico de esta composición que nada añade a la gloria de Beethoven (y que solo aparece de tarde en tarde en los programas de conciertos por ser de quien es), recordemos que las crónicas hablan de que compositores como Moscheles, Meyerbeer o Salieri participaron en el estreno tocando los bombos y platillos requeridos para evocar los cañonazos de la batalla.
Concierto para piano y orquesta núm. 3, en Do menor, op. 37
El año clave del paso entre dos siglos, el 1800, fue también clave en la evolución de Beethoven, evolución que se puede describir esquemáticamente como el camino desde la continuidad del modelo clásico hasta la plasmación de una nueva estética, la romántica. En este eje se sitúa precisamente su tercer Concierto para piano y orquesta que el compositor dedicó al Príncipe Luis Fernando de Prusia. Se estrenó en Viena el 5 de abril de 1803, junto con la Segunda Sinfonía y el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos.
Beethoven había sido impresionado por los Conciertos pianísticos de la madurez de Mozart y muy en particular por el nº 20, en Re menor, pero tan cierto es que el modelo mozartiano actuó en la mente de Beethoven al abordar sus Conciertos pianísticos, como que un nuevo espíritu musical y una firme voluntad de manifestarse con lenguaje propio son detectables en cada uno de ellos: en los dos primeros con alguna timidez, pero ya contundentemente en este Concierto en Do menor, el tercero, obra de pletórica madurez y uno de los prototipos que cabe mostrar de la segunda etapa o “etapa heroica” del genial compositor, a la que pertenecen las tres partituras que integran este programa.
Así es detectable desde el mismo arranque de la obra, con un excepcional tema cuyo enérgico perfil -aunque sea enunciado inicialmente en piano– nos sitúa ante el Beethoven trascendente y heroico. Una idea melódica de trazo más suave actúa como segundo tema en este movimiento que supone una anchurosa concepción de la forma sonata, con exposición doble (primero la orquesta sola y luego con el piano solista), el consiguiente desarrollo, la recapitulación, la cadencia a cargo del solista y una vigorosa Coda sobre el diseño del primer tema.
Los acentos líricos marcan el inefable tiempo lento, un Largo en forma ternaria, con romántica expresividad de nocturno y en el cual el protagonismo del piano no impide el lucimiento cantabile de algún instrumento de madera, como la flauta y el fagot. La composición se cierra con el energético, delicioso y hasta (por momentos) arrebatador discurso de un rondó que incluye un pasaje fugato y que, a su final, afirma la tonalidad de Do mayor, versión “positiva” del Do menor inicial, en una nueva manifestación del esquema conceptual de “triunfo tras la lucha”, tan caro a Beethoven. Todo en este Concierto nº 3 es, efectivamente, Beethoven en estado puro y el conjunto se traduce en una contundente obra maestra.
Sinfonía nº 3, en Mi bemol mayor, op. 55, “Heroica”
“Pero qué humillación cuando alguien a mi lado oía el sonido de una flauta a lo lejos y yo no oía nada, o cuando alguien oía cantar a un pastor y yo tampoco oía nada. Tales situaciones me empujaban a la desesperación, y poco ha faltado para poner yo mismo fin a mi vida… Es el arte, y sólo él, el que me ha salvado. ¡Ah!, me parecía imposible dejar el mundo antes de haber dado todo lo que sentía germinar en mí, y así he prolongado esta vida miserable… Con alegría voy al encuentro con la muerte. Si viene antes de que haya tenido ocasión de desplegar todas mis posibilidades para el arte, entonces llega demasiado pronto para mí, a pesar de mi duro Destino, y me gustaría que fuese más tardía; sin embargo, aun entonces sería feliz. ¿No me librará ella de un estado de sufrimiento sin fin? Ven cuando quieras, voy animosamente a tu encuentro…”
Estas y otras frases impresionantes pertenecen, como bien se sabe, a la carta de adiós que Beethoven escribió a sus familiares y fechó en Heiligenstadt el 6 de octubre de 1802, documento que se conoce con el nombre de “Testamento de Heiligenstadt”. Por entonces Beethoven acababa de componer la Sonata Claro de luna y estaba terminando la Segunda Sinfonía. El salto a su “segunda etapa” estaba a punto de producirse y la Sinfonía Heroica es obra simbólica de esta fase de la evolución beethoveniana. Iniciada en el mismo 1802, acaso debe entenderse como una inmediata respuesta al desahogo del sobrecogedor documento de Heiligenstadt, una explosión de intimidad que, en efecto, encuentra adecuada “sonorización” en el trascendente arrebato de la Tercera Sinfonía. Es bien sabido que la obra estuvo dedicada inicialmente a Napoleón Bonaparte, en quien veía Beethoven al líder de un orden social y político nuevo -consecuencia de la Revolución francesa- en el que sentirse a gusto. La composición quedó lista en mayo de 1804, justamente cuando el senado elevaba a Napoleón a la titulación de emperador; luego (el día 2 de diciembre) el general se autocoronaría en la catedral de Notre-Dame y Beethoven, decepcionado ante la nueva imagen de Napoleón, tachó violentamente la dedicatoria y pasó a ofrecer la obra a uno de sus nobles protectores y admiradores, el príncipe Lobkowitz. Fue precisamente en casa de éste donde la Heroica (o Eroica, según la ortografía utilizada por Beethoven y sus editores) sonó por vez primera, en audición privada, en agosto del mismo 1804. Tras alguna otra interpretación privada (por ejemplo ante el príncipe Luis Fernando de Prusia), el domingo 7 de abril de 1805, en el Teatro an der Wien, Beethoven dirigió su Heroica en concierto abierto al público y a la crítica, desconcertados unos y otros ante la longitud “desmesurada” de la página y despistados ante la hondura de sus contenidos. No es como para ensañarse con ellos: comprender la Sinfonía Heroica en el momento en que se hizo, a partir de una sola audición y -como es más que probable- en una ejecución muy precaria, hubiera sido un milagro de lucidez.
Las dimensiones de la obra, inusuales para la época, se deben sobre todo a los dos primeros movimientos, ejemplos de música épica y elegíaca, respectivamente. El primero, tras una introducción reducida a dos contundentes acordes de Mi bemol, es un Allegro de sonata donde los temas son expuestos, desarrollados y recapitulados con una pujanza sinfónica sin par: solamente cuando el material temático ha dado de sí todos sus contenidos, sobreviene la formidable coda que pone punto final a tan vasta construcción sonora. El tiempo lento es aún más singular: una Marcha fúnebre de gran hondura técnico-musical y expresiva, en la que la música fluye con gran libertad de pensamiento, ordenándose sin sujeción a molde predeterminado ninguno. Frente a estas longitudes, densidades expresivas y originalidades formales, el subsiguiente Scherzo restituye la “normalidad”: Beethoven respeta la estructura formal del scherzo con trío (caracterizado éste por un tema confiado a las trompas) y opta, para el tema fundamental, por un carácter optimista que contrasta vivamente con lo escuchado hasta entonces. El Finale vuelve a ser más dilatado y supone la resolución en triunfo de los conflictos expuestos en los dos primeros movimientos. El tema fundamental de este Finale había ocupado varias veces a Beethoven con anterioridad: es el motivo de una sencilla y alegre Contradanza (la séptima de las doce catalogadas como WoO.14) que el maestro había publicado en 1802; es también el tema del final del ballet Las criaturas de Prometeo, op. 43 estrenado en 1801 y, parte de ese mismo tema, constituye el punto de partida de las 15 Variaciones y Fuga sobre un tema del ballet “Prometeo”, op. 35 para piano compuestas por Beethoven en 1802, obra conocida con el sobrenombre de Variaciones Eroica.