Lunes 15 de abril de 2019, ocho y media de la tarde. Millones de personas (entre las cuales, seguramente, una porción considerable de quienes estamos leyendo estas líneas) contienen la respiración. Simultáneamente. Inmóviles delante de sus televisores, sus teléfonos o sus ordenadores, mientras unas imágenes espantosas muestran en directo cómo las llamas devoran la Catedral de Notre Dame. Parece una película y no lo es. La aguja que Violet le Duc había construido como parte de su imaginaria restauración decimonónica acaba de caer; el incendio alcanza dimensiones apocalípticas; se da (erróneamente) por perdido el maravilloso órgano Cavaillé-Coll albergado en el interior; incluso hay quien vaticina la posibilidad de un hundimiento de todo el edificio.
La labor de los bomberos, afortunadamente, supo limitar los daños y no se cumplieron los pronósticos más pesimistas que circularon en aquellas primeras horas, pero el desastre nos acompañará durante años, y el recuerdo de lo que vimos ese día lo hará, probablemente, para siempre. Porque Notre Dame no es sólo un edificio: es un símbolo y es parte del imaginario de tantas personas que aquel incendio fue sentido, en muchas casas, como una vivencia íntima y sobrecogedora.
Meses después, entre los tantos interrogantes que quedan abiertos, varios tienen que ver con cómo se reconstruirá la parte de ese edificio que se ha destruido. ¿Volvemos al origen? ¿Qué origen? ¿Reconstruimos la última de las versiones conocida, la que estaba en pie esa misma mañana, o cuál de las anteriores versiones?
Notre Dame era, es y será historia viva: una sedimentación de procesos diversos, intervenciones y reconstrucciones, como suele pasar con algunos de los edificios más emblemáticos de nuestro entorno. Pero… ¿qué son las obras musicales del pasado, sino eso mismo? Nos llegan catalogadas, seleccionadas, analizadas y clasificadas en base a lo que las sucesivas generaciones han decidido hacer con ellas, a menudo renombradas (¿qué pensaría Beethoven si descubriera haber escrito una sonata Al claro de luna y una Appassionata?) y, sobre todo, tocadas de un modo que se ajusta a nuestros valores estéticos y a nuestras costumbres de escucha, producto de un camino que a menudo las ha alejado profundamente de las circunstancias que rodearon sus respectivos estrenos.
Si la historia de la arquitectura es también la historia de las intervenciones que se hicieron sobre los mismos edificios, sería lógico pensar que la historia de la música —de cualquier música— fuera también la historia de lo que hemos hecho y seguimos haciendo con las diferentes composiciones a lo largo del tiempo. Pero la realidad que respiramos en nuestros libros y en los discursos que acompañan nuestra escucha no suele ser ésta. Y ese olvido sorprendente de lo que ha sucedido con las obras musicales después de sus respectivos estrenos llama especialmente la atención en el caso de aquella música en la que el diálogo con la historia parece más explícito, es decir en la que solemos denominar “clásica” —esa música de tradición europea que hoy escuchamos en los auditorios y en las temporadas sinfónicas y de cámara de medio mundo-. En el caso del jazz, del flamenco y de otras muchas tradiciones, todo es diferente. Pero cuando hablamos de música clásica, los discursos parecen centrarse siempre en el momento en el que un compositor escribe su partitura.
Cualquier persona que haya estudiado en un conservatorio o tenga algún familiar que lo haya hecho sabe, por ejemplo, que casi siempre cuando se habla de teoría musical se habla, en realidad, de lo que puede apreciarse en un pentagrama y nunca de cómo interpretar esas mismas composiciones. Y lo mismo sucede con el llamado análisis musical, tradicionalmente basado en el estudio de la partitura. Pero el gran marco que arropa estos discursos, y donde esta divergencia alcanza su cenit, es la llamada historia de la música. Esa que nos enseña que Bach es la figura más importante de su tiempo, o que Beethoven progresa desde lo que nos enseñan a identificar como “clasicismo” hasta unas obras tardías de enorme complejidad proyectadas hacia el futuro, o que Wagner con su Tristán e Isolda abrió camino a la emancipación de la tonalidad que triunfará con Schönberg. Todo presentado como una serie de verdades objetivas. Demostrables, por supuesto, acudiendo al estudio de las correspondientes partituras.
Contada de ese modo, esa historia nos enseña a pensar ese devenir de forma cronológica (según una explícita idea de progreso evolutivo), marcada por unos grandes nombres (todos ellos varones, por supuesto, y mayoritariamente de lengua alemana) y por términos sin los cuales parece no poderse hablar de ella (con la triada Barroco/Clasicismo/Romanticismo como eje central, conceptos todos ellos muy problemáticos y cuya legitimidad, por otra parte, se está poniendo en duda desde hace décadas). Ésa es la historia oficial, y no ha cambiado mucho desde hace más de un siglo, a pesar de que, por supuesto, se trata tan sólo de una de las muchas “historias” que se podrían contar en torno a esa misma música. Como sucede, de hecho, con todas las historias.
En nuestro caso, esa historia canónica tiene muchas implicaciones, todas ellas ligadas a precisas jerarquías: es una historia que ha silenciado a las mujeres, que ha mirado poco o nada a lo que sucedía fuera de Europa y que ha decretado (a veces explícitamente, otras veces de forma más velada) la hegemonía de ciertas culturas musicales sobre otras. Con ello, también se decreta la superioridad espiritual de quienes se identifican con ellas, tratando de forma paternalista y condescendiente las tradiciones más ligadas a un imaginario rural y menospreciando sistemáticamente la música de masas en nombre de la supuesta universalidad de la que es, en realidad, una porción minúscula de la música creada durante los últimos tres siglos. Pero, integrada en estas siniestras jerarquías, hay otra que afecta directamente a la propia existencia de la música que esa historia encumbra: la que decreta la superioridad de la composición sobre la interpretación.
La historia de la música como se ha escrito a partir del siglo XIX deja totalmente en segundo plano la interpretación de esa misma música. Y, sin embargo, es precisamente a través de la interpretación como esa música se instala en nuestras vidas y se vuelve parte de nuestra realidad cotidiana. Ya sea grabada, ya sea en directo, la música que se programa este año en las temporadas de la ORCAM y la JORCAM no podríamos escucharla si sólo contáramos con las personas que compusieron esas partituras: necesitamos de intérpretes que decidan qué hacer con esas partituras. Y son esas decisiones las que convierten la propia historia en parte de nuestro presente.
Si para un melómano escuchar en vivo la Sinfonía Heroica es hoy algo parecido a acercarse a Notre Dame al pasear por el centro de París, es porque hemos seguido tocándola durante años. Muchos años, de hecho, aunque no tantos como en el caso de aquella catedral: exactamente 215. Con las similitudes y las diferencias correspondientes. Como en el caso de nuestros ojos al mirar Notre Dame, lo que nuestro oído encuentra al escuchar la Heroica es el resultado de lo que hemos hecho con esa obra a lo largo del tiempo, generación tras generación: velocidades, acentos, fraseos inimaginables en la época de Beethoven son hoy el punto de partida de cualquier intérprete, incluyendo quienes vuelcan sus energías en rescatar prácticas de época. Pero junto a los paralelismos, no nos olvidemos de cuán diferente es el caso de una obra musical frente a lo que sucede con un edificio: si la aguja de Notre Dame se cae por el incendio, podemos construir otra idéntica, pero la aguja original de Violet le Duc está perdida para siempre; la Heroica, en cambio, se vuelve señal acústica —y, por tanto, presencia física—cada vez que una orquesta la toca, y nunca la tocará de una forma exactamente idéntica a la anterior. Todo ello, por supuesto, si hablamos de una interpretación en vivo, porque las cosas cambian significativamente al hablar de una grabación. Pero incluso en ese caso, cada reproducción es un evento en sí mismo. Al acabar desaparece, hasta su siguiente reproducción. Y esas grabaciones, a pesar de representar en sí mismas una realidad paralela a la música en vivo, y con sus específicos procesos de fruición, son también testimonio de cómo hemos ido cambiando nuestra forma de tocar y escuchar las mismas obras.
De ahí que, al lado de una historia de la composición, también hay una historia de la interpretación, aunque esté tan poco enseñada en nuestros conservatorios, e incluso una microhistoria de la interpretación de cada obra. Y esas diversas historias se dan cita en una temporada como ésta: una temporada valiente que no se refugia en lo obvio y mueve ficha. Estrenos absolutos de obras nunca interpretadas se alternan con obras canónicas programadas mil veces y con otras poco conocidas en nuestras salas pero populares en otras latitudes, junto con unas cuantas que fueron célebres en su día y olvidadas después. Obras que para la mayoría supondrán un verdadero descubrimiento se alternan con otras mucho más conocidas, aquéllas que nunca nos cansamos de escuchar. La Historia de la Música, la historia oficial y con mayúsculas, la hemos construido en torno a estas últimas; pero no olvidemos que esas mismas obras fueron, en su momento, piezas de estreno, a menudo escritas por artistas cuya fama todavía no había llegado o cuyos atrevimientos generaban controversias y desconfianza.
Además, incluso hoy, nada asegura que la propia escucha de la Heroica no resulte para muchas personas presentes ese día en la sala una primera escucha y con ello, no hay duda, una revelación. Porque cada individuo tiene, a su vez, su propia historia: una historia hecha, aquí más que nunca, de gestos cotidianos. Pequeñas acciones a menudo ligadas al ámbito individual, pero que marcan nuestro imaginario al determinar lo que escuchamos y cómo lo escuchamos: reproducir por enésima vez nuestro disco favorito, suscribirnos a un canal de música en alguna red social, crear una nueva lista de reproducción con música que acabamos de descubrir, o quizás —tenazmente— seguir cultivando el placer inconmensurable de visitar una tienda de discos o una librería especializada en busca de nueva música todavía por descubrir o nuevas ideas que enriquezcan nuestro tiempo junto a ella. O también encender la radio, quizás cada mañana al despertarnos o al llegar del trabajo, en busca de una emisora cuya programación acaba inevitablemente moldeando nuestro historial de escucha.
No obstante, si hay una realidad que muestra con toda su fuerza las múltiples dimensiones de esos gestos cotidianos, esta es precisamente aquella que aquí nos toca más directamente: ir a un concierto. Porque ¿qué es un concierto sino una serie de gestos sencillos que se insertan en nuestra vida con la naturalidad de tantos otros? Ojear la programación, comprar la entrada, organizar nuestro día para llegar a la hora al lugar exacto y, tras acceder a la sala, predisponerse a escuchar. Todos ellos parecen actos sin mayor trascendencia. Y, sin embargo, dentro de esa sala, algo extraordinario sucede. Siempre. Las obras musicales se despliegan —no ya en el espacio, como en el caso de un cuadro o de una catedral, sino en el tiempo— y ofrecen a nuestra imaginación precisamente un diálogo con el tiempo. Con ellas nos encontramos con nuestro pasado, pero no como quien observa las ruinas de un templo abandonado hace siglos, sino con la fuerza viva de lo que vibra al ritmo de nuestro mundo actual. Porque no escuchamos lo que Haydn, Mahler o Prokofiev compusieron en su día, sino lo que la historia de la interpretación ha hecho con sus obras en el largo recorrido que las ha llevado hasta hoy. Recordándonos, con ello, el sentido último de la palabra cultura: no un estéril cúmulo de información, sino valores compartidos, que nos conectan con nuestro pasado y dan sentido a nuestro presente.
De ahí, también, la importancia de vivir ese tiempo colectivamente. Porque no estamos ahí a solas con la música: en ese momento formamos parte de una colectividad. Nadie escucha exactamente lo mismo, es cierto, y no sólo porque dependiendo de dónde esté ubicada nuestra butaca la señal sonora llega de un modo ligeramente distinto, sino porque nuestro cerebro organiza la información captada por el oído a partir de las referencias previas que hayamos tenido y según cauces que difieren a veces profundamente de un individuo a otro. Sin embargo, por muy importantes que puedan ser estas divergencias, más importantes son las similitudes, el estar ahí, durante dos horas, cientos de personas escuchando el mismo pasado que se materializa, durante un momento, ante nuestra presencia. Un pasado que puede ser muy cercano, si hablamos de una obra de estreno, o muy lejano, pero en cualquier caso un tiempo pasado —el de quien ha compuesto la obra— que dialoga con el presente del que formamos parte, y entrando a formar parte de él.
Ese pasado que se renueva existe —nunca lo olvidemos— gracias a cada oyente, que con su presencia da sentido a ese evento y lo hace posible. Y que con sus aplausos, sus comentarios, su predilección por una música u otra, su predisposición a dejarse sorprender o su legítima conformidad con una propuesta más convencional, acabará determinando el siguiente paso. Porque esos gestos, nuestros gestos hacen (la) historia. Los gestos que rodean un concierto y cualquier otro que esté ligado a la música. Porque una radio necesita oyentes, y a la vez crea una curiosidad que puede estimular nuestra próxima búsqueda en internet, y la lectura de un post en internet puede llevarnos a dar un voto de confianza al siguiente concierto que programen cerca de casa, al cual quizás nunca habríamos ido. Nombres hoy desconocidos pueden convertirse rápidamente en nuestra siguiente pasión, y si esto no nos sucede sólo a nosotros, sino a otras personas también, es posible que el impacto se vuelva visible. Quien esté programando la siguiente temporada de ésta y otras orquestas es muy probable que tenga en cuenta estas fluctuaciones del gusto, especialmente si afectan visiblemente a la afluencia de público, y las notas al programa de esos conciertos quizás acaben reflejando (y a la vez fomentando) esas nuevas tendencias. Y quién sabe si no se verán registradas también el manual de historia de la música con el cual estudiará la siguiente generación, un manual —ojalá— que ya no hable de “perfección de la forma” ni de “leyes naturales” en la música, y en el que se comprenda que si hoy seguimos escuchamos la música de Mozart no es porque ésta tenga ninguna propiedad esotérica, sino porque ha ido moldeando el imaginario de las siguientes generaciones que han visto en él, más que en otras figuras contemporáneas suyas, un artista para recordar.
La historia no es: se hace. La hacemos y la escribimos día a día. Y no me refiero a quienes nos dedicamos a ello profesionalmente. La historia la creamos colectivamente, con gestos tan trascendentales como lo son ir a un concierto, comprar un disco, compartir un video en las redes sociales o comentar con nuestras amistades la experiencia que ha sido escuchar esa u otra obra musical. Si la música de Bach, de Beethoven, de Chopin ha llegado hasta aquí no es sólo por lo que la musicología haya dicho de ella: es también y sobre todo porque, desde hace generaciones, muchas personas la han querido en sus vidas. Y seguiremos recordando esos nombres únicamente si su música seguirá siendo escuchada, deseada, amada e interpretada por las generaciones venideras.