La atemporalidad de las palabras
Cristina Roldán. Musicóloga
Los tres protagonistas del programa de hoy tienen en común su vinculación con la música coral desde el ámbito interpretativo, faceta que han compaginado de forma natural con la composición para ese gran «instrumento musical» que es el coro. Comparten una destacada trayectoria en la dirección coral y su pedagogía tanto el noruego Knut Nystedt —a quien recordamos este 2024 en el décimo aniversario de su muerte— como el catalán Josep Vila i Casañas. El primer contacto de Nystedt con la música coral se dio durante su infancia, al igual que le sucedió a Franz Schubert, cantor del coro de la iglesia de Liechtental en su niñez.
Este profundo conocimiento del coro como «instrumento» ha ido de la mano del dominio de su repertorio. Las obras que componen el programa se inspiran en textos que han sido musicalizados en numerosas ocasiones a lo largo de la historia. Es el caso del Stabat Mater dolorosa o la Salve Regina y, por supuesto, del conjunto de textos de la misa, la celebración más importante de la liturgia cristiana. También la poesía profana ha sido una fuente de inspiración constante para compositores de todas las épocas. La capacidad del lenguaje literario para evocar paisajes y escenarios conjuga extraordinariamente con la del coro para «pintarlos» de forma vívida. En este concierto exploraremos las lecturas que proponen sus autores de textos ya conocidos, y que evidencian la atemporalidad de las palabras, capaces de asumir significados renovados.
¿La música puede expresar el dolor de una madre ante la pérdida de su hijo? El texto más utilizado por compositores de todos los tiempos para responder a esta pregunta ha sido el Stabat Mater dolorosa, una meditación sobre el sufrimiento de la Virgen María ante su hijo en la cruz. En ocasiones la autoría de este poema se ha atribuido, de forma dudosa, al fraile Jacopone da Todi (1236-1306). Lo que parece seguro es que data del siglo XIII y tiene un origen franciscano. A finales del siglo XV, comenzó a utilizarse como una secuencia (es decir, un fragmento cantado tras el aleluya en la misa medieval), incorporándose a numerosos misales en toda Europa, y no tardaron en aparecer versiones polifónicas (a varias voces). Con el Concilio de Trento (1543-1563), el Stabat Mater fue retirado de la liturgia católica al igual que la mayoría de las secuencias. Hubo que esperar hasta el año 1727 para su definitiva rehabilitación por el papa Benedicto XIII. Durante este tiempo, el texto no solo no se olvidó, sino que hubo incluso algunas excepciones a la norma, como demuestra el hecho de que el papa Gregorio XIV encargara a Giovanni Pierluigi da Palestrina la composición de un Stabat Mater (ca. 1590) para su capilla privada.
Su alcance se evidencia por la cantidad de obras que lo han tomado como referencia y la extraordinaria distancia que las separa en el tiempo. Al mencionado Stabat Mater de Palestrina habría que sumar los de Domenico y Alessandro Scarlatti (ca. 1715 y 1723 respectivamente), Antonio Vivaldi (ca. 1727), Giovanni Battista Pergolesi (1736), Franz Joseph Haydn (1767), Gioachino Rossini (1842) o Antonin Dvořák (1877), entre muchos otros. Aún en el siglo XX, el polaco Krzysztof Penderecki lo incorporaba en su Pasión según San Lucas (1962). En los últimos años han sido los compositores de música coral los que han retomado el poema. Es el caso del noruego Knut Nystedt (Kristiania, 1915-2014).
Nystedt creció en el seno de una familia cristiana donde la música jugó un papel destacado. Su padre, violinista aficionado y director de coro, contribuyó a su formación musical, animándole a participar en agrupaciones corales desde niño. Estudió composición y órgano en el Conservatorio de Música de Oslo y, tras la ocupación nazi, obtuvo una beca para formarse en los Estados Unidos con Aaron Copland. Trabajaría la mayor parte de su vida como organista en la iglesia Torshov de Oslo y como profesor de dirección de coro en la universidad de la capital noruega. Palestrina y J. S. Bach se encuentran entre sus principales influencias, pero también sus contemporáneos Witold Lutosławski, György Ligeti y el ya mencionado Penderecki.
La mayoría de sus composiciones se inspiran en textos religiosos, por lo que no podía faltar en su producción un Stabat Mater. Lo escribió en 1986 para coro mixto y violonchelo solo, repartiendo entre ellos el peso emocional del poema. Los coristas actúan como turba; a veces son comentaristas violentos, y otras, espectadores silenciosos. Por su parte, el violonchelo, tradicionalmente considerado como el instrumento que más se asemeja a la voz humana, parece simbolizar la emoción y el dolor del Cristo en la cruz. El resultado es una pieza austera y poderosa y, aunque su lenguaje musical resulta accesible, ciertamente no es una experiencia auditiva cómoda ni debería serlo. Nystedt parece lanzarnos una espinosa pregunta: ¿dónde hay sufrimiento en el mundo como el de Cristo en la cruz? ¿Quiénes son las madres que hoy lloran por sus hijos?
El desconsuelo del violonchelo se sustituye por la serenidad del violín en L’heure du berger («La hora del pastor») del también director de coro Josep Vila i Casañas (Sabadell, 1966) que dirigirá además el concierto de hoy. Al igual que Nystedt, su producción compositiva se centra en obras corales: para coro infantil y juvenil, coro mixto a cappella y coro con orquesta. Es también pedagogo, en la Escola Superior de Música de Catalunya.
La fuente literaria en la que se inspira L’heure du berger es de una naturaleza totalmente diferente a la de la obra anterior. Se trata del poema homónimo del simbolista francés Paul Verlaine (Metz, 1844-París, 1896), publicado dentro de sus Poemas saturnianos (1866). Se inicia con los últimos rayos de luz del día y una luna que empieza a brillar en el horizonte, y termina con la oscuridad de la noche cerrada. El coro avanza así de cielo en cielo, describiendo la fauna y la flora nocturnas con ayuda del violín que «pintará» la línea del horizonte, la niebla danzante, el croar de las ranas, el revoloteo de las luciérnagas o el despertar del mochuelo. El yo está ausente en el poema en favor del paisaje nocturno. Solo en el último verso, con la llegada de la noche, aparecerá Venus, la diosa del amor. ¿Será el momento que espera el pastor para el encuentro con su amante?
La tercera obra del programa se basa en la antífona Salve Regina, un canto devocional hacia la madre de Dios encumbrada como reina de los cielos. Los orígenes de esta antífona no están claros, aunque parecen remontarse al siglo XI. Desde entonces, gozó de una extraordinaria difusión en contextos litúrgicos y devocionales. Cautivó la atención de compositores como los ya mencionados Palestrina, Pergolesi y Haydn, entre otros que escribieron arreglos polifónicos de la Salve Regina con mayor o menor grado de elaboración. A Franz Schubert (Viena, 1797-1828) se le atribuyen hasta siete composiciones distintas a partir de esta antífona mariana. En el concierto de hoy escucharemos la más conocida: su sexta Salve Regina (D 676), escrita para soprano y orquesta de cuerdas.
Desde niño, Schubert había tenido un vínculo particularmente estrecho con la música religiosa. Comenzó a la edad de ocho años como cantor de coro en la iglesia parroquial de Liechtental, bajo las enseñanzas del maestro de coro Michael Holzer, alumno de Johann Georg Albrechtsberger. Desde 1808 fue corista de la Capilla Imperial hasta que cambió la voz en 1812. Sus numerosas composiciones litúrgicas parecen haber comenzado por aquel entonces, con su primera Misa en fa mayor, D 105, escrita en 1814 para Liechtental e interpretada por primera vez allí bajo la dirección de Schubert. Continuó componiendo música para la iglesia hasta las últimas semanas de su vida.
La historia de su sexta Salve Regina nos remonta al otoño de 1819. El joven Schubert, a sus veintidós años, había viajado por primera vez a la Alta Austria, disfrutando allí del verano junto al célebre barítono Johann Michael Vogl. A su regreso a Viena comenzó a trabajar en la composición de su Misa n.º 5 en La bemol mayor, pero mucho antes de terminarla (le llevó nada menos que tres años), decidió interrumpir la tarea para escribir su sexta Salve Regina. Le surgió la oportunidad de que se interpretase su música en la iglesia de Liechtental, en cuyo coro había cantado de niño y, para aprovecharla, consideró que era más efectivo redirigir sus esfuerzos en poner música a este texto debido a su brevedad.
El año de 1819 se corresponde con una tonalidad en particular que protagonizará la producción de Schubert y que refleja bien el momento de satisfacción serena que atravesaba el músico: la mayor. El popular quinteto La trucha, varios lieder (canciones), la Sonata para piano n.º 13… están todos en esta tonalidad y la elección se extiende a la Salve Regina. Su música parece sugerir más la atmósfera pastoral de los campos austriacos que acababa de conocer Schubert, que la grandiosidad del cielo. Desprende una calidez delicada y radiante, teñida de colores pastel. Recuerda a las letanías y ofertorios de Mozart, además de anticipar uno de los proyectos más ambiciosos y pioneros del período posterior: su inacabado oratorio Lazarus (D 689).
La última obra del programa nos lleva a hablar del conjunto de textos más y mejor tratados en la historia de la música occidental: los del Ordinario de la Misa romana, que han dado lugar al género musical de la «misa» tal y como lo entendemos hoy. Dentro de la misa los textos del Ordinario son aquellos que no varían, a diferencia de los del Propio que cambian conforme al calendario litúrgico. Hablamos del Kyrie eleison, el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Benedictus y el Agnus Dei. Su invariabilidad ha animado a compositores de todos los tiempos a ponerles música. Las seis misas que compuso Schubert a lo largo de su vida siguen estas secciones.
De sus tres misas breves, la Misa n.º 2 en Sol mayor (D 167) es la más conocida. La compuso en tan solo seis días, del 2 al 7 de marzo de 1815, y originalmente estaba escrita para una orquesta de cuerdas y órgano, coro y solistas. Alguna vez se pensó que el hermano mayor de Schubert, Ferdinand, había añadido después partes para oboes o clarinetes, fagotes, trompetas y timbales, pero el descubrimiento de las partituras originales escritas por la mano del propio compositor dejó claro que fue él quien revisó la orquestación.
Probablemente la misa se escuchó por primera vez en Liechtental, y los solos de soprano sugieren que se escribió pensando en el talento de Teresa Grob. La joven soprano, hija de vecinos de los Schubert, ya había participado como solista en la Misa n.º 1 en Fa mayor del compositor. Supuestamente Schubert estaba enamorado de ella, aunque su vínculo nunca llegó a consolidarse. A diferencia de esta primera misa, la segunda no gozó de una circulación parecida ni durante la época de Schubert ni después. Dicha circunstancia habría animado a otro músico a hacerla pasar como propia. En 1846 (es decir, dieciocho años después de la muerte del compositor) se imprimió en Praga con la firma de Robert Führer, director musical de la Iglesia Catedral de San Vito de Praga. Führer, según fuentes biográficas, ya había sido destituido de su cargo el año anterior por su implicación en ciertos fraudes, y finalmente cumplió una pena de prisión, pero incluso allí se le permitió seguir escribiendo y publicando música.
Ciertamente, Führer eligió una obra bastante sólida para plagiarla. Aunque es una misa más breve que la anterior, es de una calidad extraordinaria. Algo que se hace evidente en la obra sacra de Schubert, y particularmente en esta misa, es que estaba mucho menos preocupado que Haydn y Beethoven por dar expresión a las palabras individuales del texto. Le interesaba más crear una atmósfera devocional y reflejar el sentimiento profundo y sincero de piedad que le inspiraba. En una monografía de 1892, el musicólogo austriaco Alfred Schnerich señalaría: «A diferencia de los grandes maestros anteriores, Schubert ejerció muy poco cuidado al tratar el texto litúrgico, lo que puede explicarse por la alienación del pueblo de la liturgia en ese momento».
El Kyrie presenta armonías inconfundiblemente schubertianas. Un solo de soprano comienza en el «Christie eleison» («Cristo, ten piedad»), en un suave La menor, después del cual regresa la música de la apertura del «Kyrie eleison» («Señor, ten piedad»). Como en algunas de las Missae breves de Mozart, con las que Schubert debió de haber estado familiarizado durante sus años de corista, el Gloria y el Credo se presentan como movimientos únicos, con una ampliación ocasional de sus textos. El homofónico Gloria en Re mayor omite la petición «Qui sedes ad dexteram Patris, miserere nobis» («Tu que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros»). El Credo ofrece un pasaje inicial que tiene la simplicidad de un himno en contraste con el animado movimiento de la línea de bajo. La música adquiere un tinte dramático en el «Crucifixus etiam pro nobis» («Fue crucificado por nosotros»), acompañado por los staccati de las cuerdas, al que sigue un «Et resurrexit» («Y resucitó») oportunamente jubiloso. Los compases del inicio regresan para las declaraciones finales del «Credo in Spiritum Sanctum» («Creo en el Espíritu Santo»).
El Sanctus en Re mayor, marcado como Allegro maestoso, irrumpe, en toda su grandeza, con el primer pasaje fugado introducido en el «Hosanna in Excelsis» («Hosanna en las alturas»). El Benedictus, en un melodioso 6/8, está compuesto para soprano, tenor y bajo solistas y conduce al regreso del contrapuntístico «Hosanna». El Agnus Dei comienza en Mi menor con la primera petición asignada a la soprano solista «Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis» («Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros»), y el coro hace eco de las palabras finales. Toma después el relevo el bajo solista, repitiendo la petición, y el coro nuevamente le sigue en frase final. Para terminar, la soprano regresa con el Agnus Dei final, con la emotiva petición de paz que pone fin a la obra en la tonalidad principal de Sol mayor.