Un viaje al reino de la muerte
Rafael Fernández de Larrinoa
Musicólogo y profesor de análisis musical
Los primeros ritos fúnebres y pinturas rupestres practicadas por nuestros ancestros se remontan en el tiempo varios cientos de siglos. La capacidad de representación simbólica de la realidad constituye un factor común de estos dos hitos evolutivos indisociables entre sí, que los paleoantropólogos atribuyen a los neandertales. Desde entonces, y hasta nuestros días, la muerte y el arte han ofrecido a la humanidad dos rendijas separadas –pero comunicadas entre sí– a través de las que sondear el infinito y elaborar nuestras propias concepciones acerca de lo trascendental.
La cualidad inmaterial de la música nos impide conocer las músicas que acompañaron los ritos fúnebres anteriores al siglo IX, época de la cual proceden los primeros códices de canto gregoriano, o canto litúrgico de la Iglesia romana. Éstos contienen los cantos correspondientes a la misa de difuntos, denominada también «réquiem» por la utilización de este término (acusativo de requiēs, descanso) dentro de la fórmula requiem aeternam dōnā eīs Domine («dales el descanso eterno, Señor»), al inicio del introito (canto de apertura de la misa) y del gradual (canto que se entonaba después de las lecturas).
El «Dies irae» («Día de la ira») es, por los motivos que veremos más adelante, el canto más célebre de la misa de difuntos gregoriana, aunque en realidad se trata de una incorporación bastante posterior, cuyos primeros testimonios datan del siglo XIII. Pertenece a un género de nueva composición –la secuencia– que vivió su apogeo en el siglo XII y que se hizo un hueco en la misa emplazándose entre el gradual y el evangelio. La secuencia «Dies irae» destaca entre los restantes cantos de la misa de difuntos por su carácter silábico y estrófico –común a todas las secuencias– y por la recurrencia, a modo de estribillo, del primero de sus versos, el octosilábico diēs īrae, diēs illa. Estas cualidades le confieren, a oídos modernos, un relieve superior al resto de cantos de esta misa, cuyo estilo melódico y rítmico responde a un estrato musical más remoto y arcano.
Pese a la temprana musicalización del «Dies irae» en el réquiem de Antoine Brumel en 1500, durante los siglos posteriores, ni el texto ni la melodía original del «Dies irae» se integraron de forma regular en obras polifónicas de nueva composición: está ausente, por ejemplo, en los réquiems de Ockeghem, Richafort, Morales, Victoria o Gilles, aunque sí fue utilizado –texto y melodía– como base del grand motet homónimo de Jean-Baptiste Lully de 1683. La deriva operística de la música sacra del siglo XVIII explica el recobrado interés de los compositores por este texto, que volvemos a encontrar (aunque desprovisto de su melodía original) en las misas de difuntos de Zelenka, Gossec, Michael Haydn y Mozart, hasta llegar a Cherubini, cuyo Réquiem en do menor fue interpretado –por deseo expreso de Beethoven– en sus propias exequias.
El significado del «Dies irae» mutó cuando Berlioz, participando de la fascinación por lo gótico de los románticos, utilizó la melodía original medieval en el Sueño de una noche de aquelarre que cierra su Sinfonía fantástica de 1830. Interpretado por los oficleidos y los fagotes mientras las campanas doblan a difuntos, el «Dies irae» se convirtió, desde entonces, en el símbolo musical por antonomasia de la muerte, reutilizado desde entonces en infinidad de ocasiones en obras de concierto, bandas sonoras, videojuegos y temas de rock.
La Totentanz (danza de la muerte) de Franz Liszt es una de las primeras obras en continuar la línea abierta por Berlioz, pues su concepción se remonta a la primavera de 1832, en un París golpeado por una epidemia de cólera. Durante varios meses, la vida social se detuvo mientras el flujo incesante de fallecidos –de varios cientos diarios hasta alcanzar un pico de dos mil a principios de abril–, unido a la escasez de ataúdes, acumuló durante semanas sacos de cadáveres en carros que atravesaban la ciudad, de cementerio en cementerio, buscando un espacio donde acomodarlos. De acuerdo con el testimonio de la condesa Dash –seudónimo literario de la escritora Gabrielle Anne de Cisternes de Courtiras–, por esta misma época Liszt desveló durante toda la noche a todo el vecindario de la rue de Provence aporreando infinitas variaciones sobre el «Dies irae» en su piano.
La composición efectiva de una obra basada enteramente en el «Dies irae» –la Totentanz (danza de la muerte)– se postergó al año 1849, una etapa en la que Liszt abandonó su carrera como concertista de piano. Desde su puesto como Kapellmeister de la corte de Weimar, se erigió como difusor de la música más avanzada de su tiempo –la de Berlioz y Wagner, entre otros–, situándose él mismo en la vanguardia de la composición sinfónica, gracias a la experimentación con el medio orquestal y a la síntesis de un género emblemático del Romanticismo tardío: el poema sinfónico.
La obra está oficialmente inspirada en el fresco renacentista El triunfo de la muerte (de atribución dudosa, pero actualmente asignado a Buonamico Buffalmacco), ubicado en el camposanto de Pisa, ciudad que Liszt visitó en 1838 en compañía de su amante, la escritora Marie d’Agoult. En su primera versión –la de 1849–, la Totentanz consistió en un conjunto de variaciones sobre el «Dies irae» para piano y orquesta con interpolación de una sección lenta basada en la recitación del salmo «De profundis». Una segunda versión de 1864 –la comúnmente interpretada– mejora ostensiblemente la estructura de la obra, omitiendo la sección «De profundis» –que suena excesivamente desvinculada del resto– e intercalando, entre la tercera variación y la variación fugada, una cuarta variación en estilo canónico antiguo. Esta variación –una beatífica evocación del cielo y la resurrección, si atendemos al significado que el compositor otorgó a la tonalidad en la que está escrita, si mayor– adopta la apariencia de un movimiento lento, confiriendo al conjunto de la obra una estructura de «macrosonata» comparable a la de otras composiciones lisztianas de los años 1850, como la Sonata en si menor o los dos conciertos para piano.
La isla de los muertos op. 29 de Serguei Rachmaninov está inspirada –al igual que la Totentanz– en una obra pictórica; en este caso, un óleo homónimo de 1880 del pintor suizo Arnold Böcklin que, según testimonio de Vladimir Nabokov, podía encontrarse –en forma de láminas impresas– en todos los hogares berlineses a comienzos del siglo XX. Rachmaninov compuso este poema sinfónico en Dresde, ciudad en la que se había instalado unos años antes junto a su familia para sortear los disturbios e inestabilidad política desatados en Rusia tras el «Domingo sangriento» y la Revolución de 1905. La pintura representa una barca con un ataúd y dos personajes –un remero y una misteriosa figura vestida de blanco– que se aproximan a una pequeña isla oscura y rocosa poblada de cipreses que se erige en medio de las aguas como un cementerio flotante.
Estrenada, con el compositor en el podio, en Moscú en abril de 1909, La isla de los muertos es otra gran muestra de su talento como compositor sinfónico, faceta a menudo eclipsada por su producción pianística. La obra exhibe el aquilatado estilo posromántico de su autor que, tan a menudo, ha sido tildado de conservador. Además del anclaje en el sinfonismo chaikovskiano –teñido acaso de una sobriedad germánica– característico de muchas de sus obras, La isla de los muertos incorpora una oscuridad y ciertos gestos musicales procedentes de la órbita parsifaliana –el «demoníaco» acto II de esta ópera de Wagner, en particular– que ya se habían filtrado en el lenguaje musical ruso de fin de siglo en óperas como Iolanta (1891) de Chaikovsky o –sobre todo– Kashchey el inmortal (1902) de Rimsky-Korsakov. Teniendo en cuenta la considerable exposición a la música de Richard Strauss que Rachmaninov debió experimentar durante su residencia en Dresde –en una carta remitida en 1906, se desprendió en elogios hacia Salome, distanciándose no obstante de sus pasajes más «disonantes»–, resulta difícil encontrar en La isla de los muertos las asperezas que tanto disfrutaba su homólogo –y más veterano– compositor bávaro.
Estas consideraciones no restan originalidad a esta obra, dotada de una estructura muy singular: su primera mitad está dominada por un único tema –o grupo temático– en la menor, asentado en largas notas pedales y evocador –a través de las irregularidades del inusual compás de 5/4– del esfuerzo del remero en las oscuras aguas. Este tema principal es reexpuesto en varias ocasiones, derivando en todos los casos en inquietantes episodios en los que asoma, cada vez de forma más inconfundible y rotunda, el inicio del «Dies irae» gregoriano. Hacia la mitad de la obra, emerge el tema secundario –en mi bemol mayor–, una luminosa pero nerviosa melodía en los violines que apunta en diversas direcciones antes de darse de bruces con el fatídico toque del «Dies irae». Poco después tiene lugar un fantasmagórico episodio en el que –a distintas velocidades y distancias interválicas– diferentes secciones de la orquesta interpretan repetidamente las cuatro notas iniciales del «Dies irae», generando un espacio tonal ambiguo (técnicamente hablando, octatónico) enormemente sugestivo. Tras una breve transición, en la que los ecos del «Dies irae» reintroducen el compás de 5/4, tiene lugar una exposición abreviada del tema principal, atravesado aún por algún retazo del tema secundario, hasta apagarse en una total negrura.
El réquiem –entendido como un marco de referencia musical, retórico y expresivo– ejerce aún en nuestros días una fascinación difícilmente extrapolable a otros géneros musicales de tradición «clásica». Muestra de ello son las obras firmadas en las últimas décadas por autores como John Tavener (Celtic Requiem, 1969), John Rutter, Andrew Lloyd-Webber (1985), Krzysztof Penderecki (Réquiem polaco, 1985), Zbigniew Preisner (Requiem for My Friend, 1998), Karl Jenkins (2005), Mack Wilberg (2007) o Wolfgang Rihm (Requiem-Strophen, 2017), alguna de ellas integrada de lleno en el espectro crossover pero, en todos los casos, distanciadas de los postulados vanguardistas más severos y sensibles al potencial expresivo del discurso musical. Respondiendo a la creciente laicización de la sociedad contemporánea, algunas de las obras citadas han reemplazado –o complementado– los textos latinos de la misa medieval con otros de naturaleza extra litúrgica, siguiendo la estela del War Requiem (1962) de Benjamin Britten, pionero en este aspecto al incorporar a su libreto un conjunto de poemas de Wilfred Owen.
En su Réquiem, el compositor barcelonés Marcos Fernández-Barrero musicaliza siete poemas de Antonio Machado, distribuyéndolos en ocho movimientos. La ordenación y el contenido de los poemas sugiere una estructura dramático-musical semejante a la del texto del requiem latino, y pone en juego una gama de estados anímicos –incertidumbre, ira, desamparo, aceptación, etc.– igualmente reconocible. Así, por ejemplo, el segundo movimiento –II. Que su infamia su castigo sea– ocupa, por su escritura violenta y desgarrada, una posición análoga al que ostenta la secuencia «Dies Irae» en el réquiem tradicional. En su partitura es posible leer, entre líneas, alguna alusión al Requiem de Verdi. El texto empleado en este movimiento es el soneto «A otro conde don Julián», con el que el poeta sevillano arremete contra Francisco Franco por su traición a la II República. En la obra de Fernández-Barrero, no obstante, la ira del poeta se dirige, de forma más abstracta, contra aquello que nos arrebata nuestros seres queridos de forma traumática y sin previo aviso.
Abundan en la obra los episodios líricos, como el cuarto movimiento –IV. Campo– que, por su serenidad, nos remite a la atmósfera consoladora del texto latino de la comunión «Lux aeterna», y que Fernández-Barrero arropa con delicadas armonías reminiscentes de Fauré, aderezadas con un toque minimalista. O el último –VIII. Caminante–, basado en su obra para piano Wonderer. Otros episodios –como VI. …De vuelta al entierro-Duerme un sueño– ponen de relieve que, aunque en ocasiones los versos machadianos parecen citas directas del texto litúrgico, el Réquiem de Fernández-Barrero –cuya génesis se remite al fallecimiento de su padre por cáncer en septiembre de 2022– no es una recreación de la escatología cristiana, puesto que aquí no son los muertos quienes se enfrentan a las llamas del infierno, sino los supervivientes que se resignan a su pérdida.
El amplio abanico de referencias musicales manejado por el compositor barcelonés –máster en composición para música de cine en el Royal College of Music de Londres, estudiante con Carles Guinovart, Xavier Boliart, Arnau Bataller, Mark Anthony-Turnage y Howard Shore, pianista clásico con influencias de jazz y destreza con las guitarras eléctrica y acústica– explica la variedad de técnicas y estéticas –vanguardia, minimalismo, folclore, jazz– que inundan su obra. Mención aparte merece la transferencia al medio orquestal de técnicas procedentes de la producción musical, un fenómeno que en Fernández-Barrero se debe a su experiencia en el mundo de la banda sonora y la producción discográfica. Así, a través de medios exclusivamente instrumentales, en su Réquiem escuchamos efectos provenientes del estudio de grabación, como reverberaciones, retardos (delay) o filtros.
Estas técnicas conviven –como un elemento creativo más– con los clusters vocales de Ligeti, la escritura sinfónico-coral de Penderecki, el piano minimalista de Michael Nyman, los destellos espectrales de Anders Hillborg, la escritura modal y melódica de Jenkins o Bill Whelan o las estructuras rítmicas de sabor urbano de John Adams. Todas ellas dirigidas a establecer contacto con el oyente, sacando provecho de una inmensidad de referentes sonoros que –aunque no lo sepamos– todos poseemos, para intentar abrir una pequeña rendija a través de la cual sondear momentáneamente el infinito y, acaso, renovar nuestra propia experiencia acerca de lo trascendental.